50 años del alunizaje: El nacimiento de la conciencia global

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Hace 50 años nació la conciencia global, la idea de que habitamos todos un mismo planeta, frágil y único. Todo gracias a la imagen de la Tierra como un globo azul y solitario navegando en la inmensidad del universo. Las consecuencias políticas de esa transformación de la conciencia cosmológica humana están aún por realizarse plenamente.

Quiero hablar del impacto de una fotografía. Del profundo y enorme efecto cultural de una imagen en la vida de todos.

Hace 50 años los astronautas estadounidenses que viajaron a la Luna tomaron fotos sorprendentes. Pero las más impactantes sin duda fueron las de nuestro propio planeta. Un pequeño globo de un azul intenso, flotando en medio de la inmensidad del espacio sideral.

Se cumplía con ello el sueño de Giordano Bruno, el filósofo renacentista. Cuando éste se enteró de la hipótesis revolucionaria de Copérnico, según la cual la Tierra giraba al rededor del Sol y no al revés, Bruno dijo: "Qué bueno, ya que estamos en el cielo, no necesitamos más de la Iglesia".

La broma le salió cara a Bruno, pues sus ideas lo llevaron a la hoguera. Lo cierto es que señaló con su comentario sarcástico algo esencial: asistimos en nuestro tiempo –pues todavía vivimos las consecuencias de la época de Bruno– a una profunda transformación de nuestra conciencia espacial, a un cambio profundo de la forma como entendemos nuestro lugar en el universo.

Las cosas desde los tiempos de Bruno no han parado de cambiar, es cierto. La conciencia cosmológica del siglo XXI es aún más dramática que en la revolución copernicana.

La Tierra no es solo un planeta que danza en los cielos con los demás astros, factor suficiente para quebrar para siempre la diferencia entre tierra y cielo. Ahora sabemos que vivimos en un universo enorme, inconmensurable con nuestro corto tiempo de vida y nuestras efímeras y minúsculas posesiones aquí abajo.

Vivimos en un milagro, que gira entorno a una estrella regular en una esquina de una galaxia más. Entre dos billones de galaxias, con sus casi inconcebibles agujeros negros que solo nos envían noticias de su más remoto pasado.

Al ver los cielos viajamos en el tiempo. Pero también sabemos ahora que solo somos unos viajeros. Que la Tierra es nuestra nave cósmica.

Así que ese viaje épico a la Luna, que en principio parecía una empresa de conquista en la que el ego humano se podría regodear, fue en realidad un viaje de autodescubrimiento.

Lo más importante fue lo que aprendimos sobre nuestra propia casa. Porque resulta que ese planeta maravilloso en el que vivimos es en verdad un oasis en medio del desierto cósmico, como dijo por allá en los 60 el genial filósofo alemán Hans Blumemberg hablando de lo mismo en su libro La génesis del mundo copernicano.

Es muy probable que no estemos solos en el universo. Pero también es muy probable que nuestros más cercanos vecinos vivos estén tan lejos en el tiempo y en el espacio que no los conozcamos nunca. Tendremos que limitarnos a las probables evidencias de seres unicelulares en el sistema solar y aceptar con una humildad y asombros, dignos de poeta romántico alemán del siglo XIX, nuestra sobrecogedora soledad cósmica.

¿Por qué no hemos vuelto a la Luna? ¿Por qué las fantasías de la exploración espacial del siglo pasado, expresadas en el cine y la literatura de ciencia ficción, han reducido su apremio e intensidad?

La respuesta es simple: porque esas imágenes del planeta Tierra, frágil e indefenso flotando en el espacio inapresable, han sido suficientes para darnos cuenta de lo valioso que es nuestro lugar en el mundo.

Además, han servido para darnos cuenta de que no tenemos más. De que somos inmensamente ricos en nuestra inmensa pobreza. Y de que no nos queda más remedio que cuidar de la casa.

Desde entonces, desde esos viajes gloriosos y esas fotos deslumbradoras, a los seres humanos preocupa más nuestro entorno cercano. La delgada capa de aire y agua en la que vivimos. Seres afortunados que somos. Este pequeño reducto de oxígeno en medio de un universo prácticamente invivible.

Hace 50 años nació la conciencia global, la certeza confirmada por unas espléndidas imágenes del globo terráqueo de que todos los habitantes del planeta, de que todas las sociedades y pueblos, compartimos el mismo espacio, tiempo, agua, tierra y aire. De que es mucho y es poco. De que no tenemos más.

Las consecuencias políticas y sociales de esta honda transformación en nuestra conciencia cosmológica están a penas comenzando a hacerse realidad. Hay conciencia de la globalización, pero aún falta más. Hay que recordar que a la humanidad le tomó mucho aceptar a Copérnico y que todavía hay quien se le resiste.

Y se resiste porque da miedo dar el paso. Antes parecíamos más importantes y todo estaba más quieto y seguro. Sin tanta violencia cósmica. Los seres humanos, asustados aún después de salir de las cavernas a las sabanas, vivían cómodos en un mundo ordenado con arriba y abajo, cielo y tierra, y con dioses encargados de todo, del bien y del mal.

Ahora nos toca cuidar nuestro planeta. Hoy nos hemos dado cuenta de que el mérito, valor y destino de nuestra existencia es justamente cuidar de la existencia, cuidar de nosotros mismos. Y de que ya no tenemos más excusas para asumir la tarea.

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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