Como si no pasara nada (primera parte)

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No hay nada más peligroso para una sociedad que la percepción de una promesa incumplida. La falta de conciencia de eso equivale a jugar con fuego, literalmente.  

A Nkululeko y su dolor de estómago.

Un país que naturaliza la muerte y la desaparición de más de 400 jóvenes en una semana de protestas es un lugar siniestro. Nada como el momento histórico para desatar los estereotipos que se presentan como explicaciones de lo ocurrido, donde la consabida frase “si le ocurrió fue por algo” hace carrera en el presente. El racismo, clasismo y la ignorancia, tan entretejidos en nuestra invisible cotidianidad, están a la orden del día.

Creo que lo que se ha ido asesinando en los últimos años ha sido un sentido de porvenir que el Acuerdo había instaurado. Pero hay una distancia entre lo inimaginable, lo posible y lo que termina por ser realizable. Líderes y lideresas, ecologistas, firmantes comprometidos con la sustitución de cultivos, líderes de restitución de tierras, de comunidades étnicas y campesinas, entre otros, encarnaban eso. Y ahora jóvenes —con la complejidad detrás de esta palabra— en las “periferias”. Al final, todos apostándole a otra cosa, a salir de la precariedad y la violencia en sus múltiples formas. Creo que no hay nada más peligroso para una sociedad que la percepción de una promesa incumplida, en este caso la de una transición a la paz.

Lo que desata esa des-ilusión puede ser devastador, espacialmente si se suma a las devastaciones que venimos sedimentando. Las manifestaciones de los días pasados me recordaron las llantas quemadas, las piedras y los palos que vi en Ciudad del Cabo en el 2015, con estudiantes bajando a la fuerza las estatuas del colonialista Cecil Rhodes. Una generación, producto del “movimiento de liberación del Apartheid” —como allá se le dice—, se había bajado de los hombros de Mandela.

Tengo dos historias para hablar de esta des-ilusión.

Dejarse morir   

Su nombre era Sipho, en Ciudad del Cabo. Hablamos pocas veces durante los años que trabajé allá —con ellos— en la tierra de esa mercancía que llaman “reconciliación”, en sus localidades segregadas, entre los cambuches y los shacks, como se dice en uno de los idiomas locales, de Grassy Park, Gugulethu o los Cape Flats. Sipho era silencioso y gozaba, por su inteligencia crítica, de gran respeto de parte de la gente que había sido parte de mkhonto we sizwe (la flecha de la Nación en IsiXhosa), el ala militar del Congreso Nacional Africano (ANC), luego convertido en partido político gracias a la transición política. Para mí era Sipho, el flaco de mirada profunda y silencio perturbador. Un hombre negro.

Una vez pregunté a Yazier, que es como mi hermano: “¿Y qué de Sipho?”. “Murió hace unos meses”, me dijo lacónicamente, sin aspavientos, pero profundamente triste. “¡Qué pasó!”, repliqué con extrañeza, “¿por qué nunca me enteré?”. “Se dejó morir”, contestó: “He let himself die”, en inglés. “Y no le contó a nadie”. Me quedé sin palabras.

Sipho murió de una sepa de la tuberculosis violenta que se da por efectos del VIH, una epidemia en medio continente, que era parte de las violencias sistémicas heredadas del apartheid y sus estructuras coloniales incluso actuales. Él no se contagió del virus, pero vivía alrededor de sus enfermedades secundarias y cuando le dio se reusó sistemáticamente a tratarse. Había tomado la decisión de dejarse morir. El sueño del soberano que, sin necesidad de matar, deja morir a otros en su indiferencia normalizada.

Cuántas historias no escuché en Sudáfrica y en el subcontinente de aquellos que —para recuperar la propiedad de su cuerpo— en medio del confinamiento social de una vida segregada por ser negros y pobres, decidían sobre la finitud de su vida. Incluso en las cárceles, por allá en 1989, el suicidio (en forma de huelgas de hambre) era una forma de reapropiación del cuerpo, de sí mismos. Algunos se dejaban morir en las calles, dejándose morir de las devastaciones históricas que se sedimentaban en esos cuerpos. Recuperaban la propiedad de la vida decidiendo sobre su muerte, como dijera Jean Améry, desde Auschwitz. 

También tengo el rostro de Nkululeko en mi memoria. Estuvo de joven nueve meses en “confinamiento solitario” (en donde la persona desaparecía de la faz de la tierra por “sospecha” de terrorismo). El confinamiento era la figura estrella de la Ley de Seguridad Interna de 1982 que eventualmente instauraría el estado de emergencia en los últimos años de la Sudáfrica del agonizante Apartheid. La suspensión legal de la ley que facilitó la yuxtaposición de funciones policiacas y militares. Una receta para el abuso y para encender lo que a cabalidad fueron chicos enfrentándose a las fuerzas de seguridad, desproporcionadamente armadas.  

La voz era gruesa y fuerte. Cuántas veces no nos embriagamos en los bares de personas blancas en el centro de Ciudad del Cabo. Nkulu, como le decía, contaba a voz en cuero las torturas que había padecido. Los torturadores inscribieron, literalmente, sobre el cuerpo su visión de la ley y el orden. El torturador se creía un pedagogo. Hablaba muy duro, de tal manera que los comensales —siempre blancos— lo oyeran. Era su modo de testimoniar. Nunca quiso que lo entrevistara para mi trabajo, pero siempre me lo contó todo. Nkululeko no escribía y no sabía firmar. Era completamente iletrado. Era un hombre negro hecho de las destituciones históricas. Su dolor de estómago no era producto solo del cáncer que lo mató. El padecimiento era un acto de memoria. Nkulu siempre se quejó del dolor de su estómago. "My tummy hurts", decía. “Me duele la barriguita”, como un niño. Constantemente replicaba que era por culpa de los electrodos que le insertaron en el ano y las otras torturas que padeció. Jamás quiso ir a un médico y yo creo que intuía que era algo serio.  Hasta que fue muy tarde.

Poco años después recibí una llamada de mi amiga Heidi desde Johannesburgo. “Nkululeko murió, cáncer del estómago”. Me duele la barriguita, recordé inmediatamente. “La esposa no invitó a nadie”. Me acordé de sus hijos, que jugaron con el mío, en esos mismos Cape Flats: “Parece que Annelise (la esposa) no pudo controlar a Nelson (el hijo) que se metió de pandillero a vender ganja en la calle”. Nkulu se dejó morir.

Silencios estructurales  

Las vidas de Sipho y Nkulu fueron vidas inaudibles. Cuestión que habla del fracaso moral de quien no escucha, no solo porque no quiere, sino porque no sabe cómo. Para oírlos en su profundidad había que aguzar el oído en una sociedad que, aunque dijera que oía, lo hacía en clave de negros salvajes y violentos. La escucha sin interpelación a los poderes (estatal, armado, epistémico o narratológico) es una escucha vacía.

La supuesta catarsis del momento desaparece cuando se retorna a la precariedad y a la destitución como formas de vida. Ninguno de los dos encarnó esa forma de agencia, como se dice en la tecnocracia transicional, que llamamos política. Se aislaron porque para ellos las transiciones prometen transformaciones que no se pueden cumplir, porque hay violencias que se detienen (como las armadas) y otras que son continuas (como las sistémicas). En Grassy Park entendí que la miseria de unos es consustancial con la riqueza de otros, casi que inevitablemente, por ingenua que parezca mi afirmación. Esa fue una de las razones de las revueltas del 2014. La cosa es que se ha normalizado a tal punto que al caminar por la bella Ciudad del Cabo, la mirada del transeúnte no está calibrada para ver esas capas de devastación. Su sentido de la vida y la muerte no pasa por ahí, ni su sentido del futuro. Para ese transeúnte, parece que no pasara nada. Ellos fueron parte de esos jóvenes de los 80 que salieron a las calles a tumbar el Apartheid. Son los mismos que salieron décadas después a reclamar las frutas prometidas de la democracia.

Repito: no hay nada más peligroso para una sociedad que la percepción de una promesa incumplida. La falta de conciencia de eso equivale a jugar con fuego, literalmente.  

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Paz

*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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