Ego y pandemia
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Hace un año largo que soñé con el desastre. La escena era apocalíptica: un terremoto espantoso asolaba la ciudad y veía cómo todo se desmoronaba. En medio de los edificios en proceso de destrucción, perseguido por las llamas de los incendios y las nubes de polvo y gas venenoso, corría afanado por encontrar refugio de la mano de mi esposa. Al final lo encontrábamos, descendiendo a un profundo sótano sin ventanas y con luz artificial.
Era difícil acceder, por un hoyo estrecho en el suelo, como suele suceder en mis pesadillas. Abajo había cientos de computadoras encendidas con sus pantallas brillantes. Entre mesas y pasillos corría gente afanada en trabajar, discutiendo entre sí como en las viejas salas de redacción de los periódicos que ahora solo vemos en películas de época.
Hasta ahí el sueño. ¿Fue un presagio? No lo sé, aunque sí recuerdo haber hablado hace un par de años con algún amigo sobre fin del mundo.
Carl Jung constató en su momento cómo muchos pacientes suyos habían teñido sueños cuyo evidente simbolismo presagiaba la guerra mundial. No se trataba de una extraña capacidad adivinatoria sino de la inevitable sensibilidad humana frente a lo que todos sabemos que va a ocurrir o está ya ocurriendo, pero que no somos capaces de asumir abierta o conscientemente, por lo que el presentimiento se termina manifestando en sueños.
Jung argumentaba que además de esa capacidad de percepción de una realidad evidente pero negada o reprimida, el simbolismo de los sueños era evidencia de nuestra conexión psíquica constante con el inconsciente colectivo. Técnicamente no somos, en la teoría de Jung, más que islas que se creen dueñas del océano que las sostiene y hace flotar.
La psiqué humana es ese océano profundo, inabarcable con la mirada y en su mayor parte insondable. Un océano compartido por todos.
Las islas que somos, las islas del yo, son bastiones que construimos día a día, la mayor parte del tiempo movidos por el miedo. El ego y el miedo se encuentran en un matrimonio permanente que se nutre mutuamente. Nuestro ego nos arrastra al miedo. El miedo construye nuestro ego.
Como el ego en esencia no es nada, es completamente normal que su condición fantasmal y precaria lo arrastre a construir murallas para protegerse. Murallas mentales, murallas de comportamientos, pero también muros físicos o externos que nos “protegen” de la peor amenaza posible para el “yo”: el “tu”, el “otro”.
Así, el ego masculino se protege de su otro: lo femenino, y viceversa. El habitante nacional se protege del extranjero. El nosotros de cualquier grupo o partido de aquellos otros que se ven amenazantes pues cuestionan la identidad y lo supuestamente "propio". Ocurre hasta en las parejas y los romances, donde solo el amor nos arriesga a permitir que el otro, el “tu”, se asome en nuestro interior.
El ego nos juega malas pasadas a nivel individual y colectivo por su afán medroso de protegerse con muros y normas y costumbres, imágenes y palabras. No solo con armas de guerra y murallas físicas al estilo Trump.
Por supuesto la protección no sirve a la larga: la vida se encarga de arrastrar todo ego por el suelo, es solo cuestión de tiempo. Además, la idea del “yo”, del individuo o la individualidad (y del “nosotros” como un todo) es al final solo una idea que la misma realidad contradice: en cada uno de nosotros habitan alter egos, contradicciones y un nosotros hecho de otros y vosotros bastante indefinido.
Nuestro ser interior no tiene fronteras precisas y la substancia de la psique fluye como agua por todas las grietas de nuestra existencia.
Nuestra época, tan moderna, tan de yoes, egos y sujetos, no entiende muy bien de estas cosas y es pobre de armas para asumirlas y afrontarlas. La reacción típica ante cualquier amenaza al yo, es el miedo y la violencia que lo acompaña, incluyendo cierre de fronteras y distanciamiento social, máscaras (o mascarillas) y prevención y sospecha. Lo de la Pandemia y el confinamiento es consecuencia de un virus pero también de nuestra muy humana actitud de tenerle pavor a lo que nos cuestiona.
Lo cierto es que vivimos en la sociedad global de la desconfianza. Paradójicamente es la misma sociedad de la transparencia de la que habla el filósofo Byung-Chul Han: una sociedad sin pudor dónde todo se expone a la luz.
Hubo un tiempo en que las paredes servían para proteger la intimidad, guardar el secreto y cuidar el misterio que somos. Pero como Han y muchos otros filósofos contemporáneos han señalado desde hace más de un siglo, hemos creado un sistema global de comunicaciones e instituciones que nos obliga a ser públicos y trasparentes impúdicamente, impidiendo el encanto de lo sagrado que hay en cada uno. Todo consecuencia y desarrollo inevitable del imperativo de la modernidad del que hablaba Weber: el mundo moderno como la era del desencanto. La era donde todo pierde su encanto, muere la magia y el misterio.
Todos sabemos sin embargo que toda aparente desnudez es falsa: que los humanos, incluso cuando estamos desnudos, vamos vestidos, con los ropajes de la palabra, el significado y el símbolo.
Todo es porque como buenos modernos nos afanamos en hacer realidad un “yo”, en construirlo. En proyectar una imagen construida y escenificada del yo en las redes sociales, atareados empresarios de sí mismos ocupados día a día en mantener viva nuestra “marca personal”.
Semejante expresión indigna, la “marca personal”, es uno de los más claros síntomas de lo que significa el “yo” en nuestro mundo. El ego no es nada, no es más que una sombra, el fantasma de un slogan publicitario y un registro de marca ante la Superintendencia de las Redes Sociales, la Iglesia de Facebook y el Big Brother de Google que habita oculto en el subsuelo de California. Cerca a la Falla de San Andrés, como esperando el desastre.
Y bueno, como es evidente para todos, parece que el desastre llegó. La Pandemia nos atrapó a todos indefensos, sometidos a Lord Internet y volvimos a ser siervos de la gleba, como en el año 1000, con pánico por el Apocalipsis inminente y todo. Una pandemia que es más que una pandemia.
Ayer leí una entrevista a Bernard-Henri Lévy, el filósofo francés, que acaba de publicar un libro sobre lo que ha desatado el coronavirus de la covid-19, escrito en el confinamiento. Yo también escribí uno con mi esposa y está esperando publicación. Al parecer todos los filósofos escribimos un libro en el confinamiento. Lo que demuestra el poder de la filosofía, que aparece cuando más se la necesita en los momentos más difíciles.
Lévy recuerda en su entrevista la definición irónica de toda epidemia hecha por el médico alemán del siglo XIX Rudolph Virchow: “una epidemia es un fenómeno social que conlleva algunos aspectos médicos”. La Pandemia de la covid-19 ha resultado ser eso también: un fenómeno global de transformación económica, política, social y cultural que también tienen uno que otro aspecto médico y epidemiológico. Lo que nos está ocurriendo no es solo la enfermedad en sí misma -siempre ha habido, siempre habrá-, sino el modo cómo la hemos interpretado y está transformando la civilización.
La Pandemia ha despertado todos los miedos habituales, los temores del ego, y los ha exacerbado. Estamos casi sin darnos mucha cuenta rehaciendo el mundo con la lógica del miedo: un miedo a dejar de ser lo que “somos”, lo que veníamos “siendo”.
Pero, el filósofo que soy yo les pregunta “¿éramos algo, acaso?”.
El miedo también tiene su lado luminoso, a pesar de que suele sobrecogernos su sombra, que es más grande. El miedo nos indica dónde somos más frágiles, dónde más débiles.
Sueño, esto sí despierto, con algún día en el que sea esa consciencia de nuestra fragilidad común la que nos vincule y nos permita mirarnos a la cara, y ver en el rostro del otro -como pedía Lévinas- nuestro verdadero yo. Sin mascarillas.
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