El desprestigio del Congreso

El desprestigio del Congreso

Ante un momento de crisis, una de las reacciones es preservar lo cotidiano. Seguir andando en la incertidumbre, como si la marcha fuera capaz de ocultar o enmascarar la agitación del momento. Una imagen poderosa de esa reacción son los músicos tocando mientras se hunde el Titanic. Son conscientes de lo que sucede, de lo que se viene; sin embargo, prefieren volver a lo cotidiano, a lo que siempre han hecho como una forma de no sucumbir al momento. Los alienta el desconcierto de enfrentarse a una situación sin salida, que no pueden parar y que los arrastra hasta hundirlos. 

Tras 22 días de protestas, Colombia está en crisis. La reforma tributaria fue el catalizador, la gota que derramó el vaso, pero no es la causa del momento que vivimos. Desde hace años se venían incubando los síntomas. El precio del petróleo se desplomó a nivel internacional, desmoronando la leve bonanza que vivió Colombia durante la primera década de este milenio. Se fue sin dejar grandes obras de infraestructura que fomentaran el desarrollo por fuera de las ciudades. 

La desigualdad y exclusión social son constantes y las instituciones educativas —más que transformar esta situación— contienen los privilegios de grupos minoritarios. Los índices de violencia sobre líderes y lideresas sociales se mantienen pese a los esfuerzos para consolidar la paz, lo que ha causado que la defensa de los derechos, que es un ejercicio básico dentro un Estado democrático y de derecho, se convierta en un riesgo. Y las instituciones políticas, especialmente aquellas que son representantes de la ciudadanía —como el Congreso de la República—, siguen desconectadas de la realidad, ensimismadas en las lógicas del poder y el centralismo que parecen no responder ante las demandas ciudadanas, sino hundirse más y más en el desprestigio. 

Durante los primeros días del Paro Nacional, parte importante del Congreso de la República siguió la pulsión de la normalidad. Entendían la turbación política, pero creían que sus alcances eran limitados y que lo mejor que podían hacer era continuar con su trabajo legislativo, con sus agendas políticas relacionadas con poner en funcionamiento la cadena perpetua o reformar la salud. Querían seguir tocando las cuerdas del poder sin darse cuenta de que el barco se estaba hundiendo. 

Solo unos días fueron suficientes para sacudir la conciencia política del país. No solo por la férrea determinación de los manifestantes —que continuaban caminando en medio de lluvias torrenciales y soles inclementes a lo largo y ancho del país—, sino por la sombra de la violencia policial que, por su potencia, terminó por opacar el drama de la pandemia. Por supuesto que el virus es más letal que la Policía, lo que pasa es que el virus no tiene agencia moral. No golpea a jóvenes indiscriminadamente ni lanza gases lacrimógenos a zonas residenciales. Tampoco se escuda en la autoridad para asesinar. Ante esta situación, la agresión policial se convirtió inmediatamente en el motor del descontento social y el símbolo que empuja a las personas a marchar, incluso cuando está en riesgo su vida. 

La situación ha llegado a tal nivel que la ONG Temblores reporta que entre el 28 de abril y el 18 de mayo se han registrado 2387 presuntos casos de violencia policial, dentro de los que se registraron: 384 casos de violencia física, 43 presuntos homicidios, 1139 detenciones arbitrarias, 472 intervenciones violentas, 33 actos de agresión en los ojos de manifestantes, 146 casos de disparos de arma de fuego y 18 presuntos casos de violencia sexual. Esta realidad ha sido negada en reiteradas oportunidades por las autoridades gubernamentales, que han centrado sus pronunciamientos en la presencia de vándalos e infiltrados dentro de las manifestaciones, lo que a su parecer avala —y casi que glorifica— el uso de la fuerza para recuperar el orden público por parte de la Policía Nacional. Bajo esta narrativa, intentan posicionar la idea de que la policía se defiende y, con esto, defiende a la sociedad de turbas bárbaras y peligrosos encapuchados manipulados, cual títeres, por intereses oscuros. 

Mientras esto sucedía, muchos congresistas andaban con cautela, pescando en río revuelto para capitalizar políticamente su posición. Es así como, dependiendo del electorado al que apuntan, los diferentes congresistas se han posicionado políticamente con relación a las manifestaciones. Esto resulta contradictorio si tenemos en cuenta que a diferencia de los músicos, que los desborda la situación y que solo pueden tocar ante la tragedia, los congresistas sí tienen herramientas y poder para evitar la profundización de la crisis. Más que posicionarse: deben actuar. Para esto —estando tan cercanos a un año electoral— deben embarcarse en algo que resulta una odisea: abandonar el cálculo electoral. Si logran romper con estas lógicas, seguro entenderán que la crisis que estamos viviendo amerita llevar las discusiones que se están dando en la calle, por una ciudadanía empoderada, a los pasillos del Congreso. Salir de lo cotidiano para preservar las instituciones y dejar de lado la agenda política que causa la desconexión entre el Congreso y los ciudadanos. 

Sin embargo, lo que se ha observado —durante las sesiones del Congreso que se han llevado a cabo en estos días— es un desinterés de parte de los congresistas de los partidos de gobierno por dar una respuesta a los reclamos sociales desde el poder legislativo. No es posible que tras movilizaciones constantes y más de 40 muertos, presuntamente por parte de la Fuerza Pública, siga en la agenda del Senado la promoción de una nueva cúpula de las fuerzas militares. En contraste, no se ha planteado la discusión legislativa sobre la necesidad de reformar integralmente a la Policía, así como la adopción de programas asistenciales para personas vulnerables o la inevitable reforma tributaria para apalancar dichos programas, ni cómo responder a las obligaciones internacionales del Estado colombiano. Si el Congreso sigue en la misma tónica, buscando preservar lo cotidiano como respuesta a la crisis, va a terminar como los músicos del Titanic: cuando terminen de tocar, se van a dar cuenta que el barco se hundió. 

Esta columna fue escrita en coautoría con David Cruz.

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