En medio de la pandemia y con un descontento social que ha movilizado a los jóvenes en una serie de manifestaciones que han conducido a la muerte y lesión de varios de ellos, terminó una legislatura cuyos resultados son pobres. Durante este periodo legislativo se hundieron proyectos como la ratificación del acuerdo de Escazú, la reducción del salario de los congresistas y la eutanasia, entre otros. Por otro lado, se aprobaron proyectos como la reglamentación de la cadena perpetua —pese a que la Corte Constitucional no ha decidido sobre su constitucionalidad— o se declararon homenajes a una serie de municipios, personajes y comunidades que no tienen mayor impacto económico o social. Si hay un proyecto a destacar de este lánguido periodo legislativo que termina, sin lugar a dudas, es el relativo a la concesión de mecanismos alternativos a la prisión para madres cabeza de familia en estado de marginalidad.
El proyecto de ley de alternatividad penal para madres cabeza de familia y la fobia al cambio del Centro Democrático
Este proyecto de ley, que está pendiente de sanción presidencial, adopta una serie de acciones afirmativas encaminadas a establecer una política criminal más eficaz y humana frente a un sector poblacional que se encuentra en una situación de desigualdad manifiesta. El propósito de este proyecto de ley es brindar penas alternativas a la prisión a mujeres cabeza de familia en condición de marginalidad, cuya sentencia sea inferior a 8 años de prisión y que sean condenadas por la comisión de delitos como el hurto, el hurto calificado o delitos menores relacionados con el tráfico de drogas. El propósito de este proyecto de ley es que las mujeres encargadas de la manutención de sus hogares y de las tareas de cuidado puedan acceder a la sustitución de la pena de prisión a través de la prestación de servicios de utilidad social que serían determinados por un juez penal o un juez de ejecución de penas y medidas de seguridad.
Pese a que el proyecto fue aprobado por la mayoría de los miembros del Congreso de la República, los congresistas del Centro Democrático han manifestado públicamente que solicitarán al presidente de la República que objete la ley, entre otras cosas, porque supuestamente “legaliza” el microtráfico de drogas. Esto resulta cuestionable, no solo por la falsedad de tal afirmación, sino en la medida en que envía un mensaje poco democrático: si el partido de gobierno no logra imponer su punto de vista en el debate parlamentario, siempre podrá impedir que las leyes que no le gustan vean la luz a través de la presión al presidente para que las objete. Parece que los congresistas del Centro Democrático sufren de metatesiofobia, es decir, un miedo irracional y enfermizo al cambio. Veamos por qué.
El fracaso de la guerra contra las drogas
La guerra contra las drogas no inició en Colombia. Fue el gobierno de Richard Nixon en Estados Unidos el que dio comienzo a una de las guerras más devastadoras y absurdas que se han visto. La política represiva estadounidense que se internacionalizó y ha tenido un impacto nefasto en América Latina, y particularmente en Colombia, derivó en la persecución a los grupos narcotraficantes encargados de exportar este tipo de sustancias a países industrializados en donde la demanda suele ser alta. Países productores como México, Bolivia, Perú y especialmente Colombia han experimentado el despliegue de sus fuerzas armadas y la militarización de sus policías con el objetivo de ubicar, capturar o dar de baja a miembros de estas estructuras criminales organizadas. Adicionalmente, y para mostrar resultados basados en cifras equívocas, se han adoptado programas de erradicación de cultivos que han sido ampliamente criticados debido al empleo de químicos, como el glifosato. Estos pueden afectar la salud de ciudadanos vulnerables como los campesinos, quienes además han sido lanzados a la miseria, la marginalidad y la criminalización, producto de una guerra injusta.
Uno de los efectos de esta cruzada ha sido la expansión y saturación de los sistemas carcelarios y penitenciarios de los Estados Unidos y de América Latina. Autores como Loïc Wacquant han evidenciado el impacto desproporcionado de la guerra contra las drogas sobre comunidades históricamente segregadas y discriminadas, como es el caso de los afroamericanos en Estados Unidos, al punto de sostener que las prisiones son los nuevos guetos, una forma de mantener el control social y la segregación de grupos raciales que tiene sus raíces en la esclavitud. A lo anterior se suma el incremento exponencial de personas privadas de la libertad en el sistema norteamericano, lo que condujo al fenómeno conocido como encarcelamiento masivo —que afecta especialmente a las poblaciones afroamericanas y latinas—, el cual ha sido ampliamente analizado y discutido por autores como el mismo Wacquant, David Garland y Jonathan Simon.
Es evidente que la lucha contra las drogas se ha concentrado en los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico. El poder punitivo estatal ha hecho de grupos discriminados —muchos de cuyos miembros son consumidores y expendedores como resultado de su exclusión social y económica— parte significativa de las cifras de personas privadas de la libertad. Este tipo de población suele caracterizarse por ser altamente fungible, lo que significa que son rápidamente reemplazados por las estructuras criminales. Adicionalmente, los sujetos que integran este eslabón de la cadena de producción y distribución, al encontrarse en los márgenes de la sociedad y ser miembros de grupos históricamente discriminados, tienen pocas posibilidades de ascender socialmente, lo que incrementa el riesgo de que ingresen en el tráfico de drogas como una forma de subsistencia y reconocimiento.
Es en virtud de esta realidad que —pese al punitivismo estatal y a la cantidad de personas privadas de la libertad por delitos relacionados con el narcotráfico— los índices de consumo y la demanda de sustancias psicoactivas no disminuyen. Frente a esta realidad solo quedan dos caminos: seguir insistiendo en métodos que han demostrado ser ineficaces para erradicar un problema de salud pública o aceptar que es necesario un cambio de enfoque sobre la concepción y formas de enfrentar este fenómeno. Precisamente el proyecto de ley objetado por el Centro Democrático da los primeros pasos para replantear la política criminal frente al tráfico de drogas, entendiéndolo no como un asunto eminentemente penal y represivo, sino como uno que requiere de un enfoque preventivo y que ofrezca alternativas a la delincuencia. El proyecto de ley entiende que es necesario diseñar mecanismos alternativos a la privación de la libertad, para obtener resultados —frente a este fenómeno criminal— que disminuyan su impacto y rompan con el ciclo criminalizador que solo consigue llevar más personas a cárceles indignas y que degradan al ser humano.
Un sistema penitenciario que va en contravía de los derechos humanos
El sistema carcelario y penitenciario colombiano viene violando de forma sistemática y masiva los derechos humanos de las personas privadas de la libertad desde 1998, como lo ha manifestado la Corte Constitucional en tres ocasiones al declarar el estado de cosas inconstitucional en las prisiones. La Corte Constitucional ha señalado de manera reiterada que el hacinamiento crónico y constante de los establecimientos carcelarios y penitenciarios constituye una violación grave de los derechos de estas personas y es consecuencia de una política criminal improvisada y represiva, por lo que ha hecho reiterados llamados al Gobierno nacional y al Congreso de la República para que adopten medidas que enfrenten este fenómeno.
La respuesta del Estado colombiano ha sido insatisfactoria. En gran medida ha optado por la construcción de establecimientos carcelarios y penitenciarios con el propósito de aumentar los cupos. Sin embargo, esto ha sido inocuo debido al giro punitivo que se ha materializado durante las últimas décadas en Colombia, en gran parte jalonado por la guerra contra las drogas. La política criminal del Estado colombiano se ha enfocado en crear delitos, aumentar penas, reducir subrogados y beneficios penales, así como en incrementar el uso del encarcelamiento para detener a personas sospechosas de cometer delitos.
Los resultados de estas medidas saltan a la vista. Según datos del Inpec, al 25 de junio del 2021 el hacinamiento carcelario se encontraba en un 19.35 % lo que representa una sobrepoblación de 15.771 personas frente a una capacidad de 81.254. Del total de personas privadas de la libertad, 23.171 son sindicadas, es decir, están detenidas sin haber sido condenadas por un delito. Del universo total de personas privadas de la libertad, 6.907 son mujeres (el 7 %), de las cuales 2.128 (el 24 %) se encuentran sindicadas, es decir, a la espera de que se resuelva su situación jurídica. La siguiente gráfica permite observar los delitos por lo que suelen ser privadas de su libertad:
Gráfica 1. Fuente. Tibco, Inpec, 25 de junio de 2021.
Como se aprecia en el gráfico anterior, la guerra contra las drogas ha afectado desproporcionadamente a las mujeres: mientras que 1 de cada 4 mujeres se encuentra privada de la libertad por delitos de tráfico de drogas (25 %), 1 de cada 10 hombres está privado de la libertad por este mismo delito (10 %). Los siguientes delitos por los que las mujeres están privadas de la libertad son el concierto para delinquir, usualmente asociado al tráfico de drogas y el hurto.
A partir de la información del Inpec es claro que el proyecto de ley contempla justamente las conductas delictivas con mayor incidencia en la privación de la libertad de mujeres (tráfico de drogas y hurto) como aquellas que deben ser objeto de penas alternativas a la prisión. Este es un claro ejemplo de los efectos negativos de la feminización de la pobreza como resultado de una sociedad machista y patriarcal que trata de forma violenta y punitiva a las mujeres más vulnerables y que suelen estar al cuidado de otros, sin mayor apoyo del Estado o reconocimiento de la sociedad. Es esta situación desesperada de exclusión, pobreza y necesidad la que lleva a muchas de ellas a cometer delitos de hurto y microtráfico de drogas.
El proyecto de ley, cuestionado por el Centro Democrático, apuesta por una respuesta distinta a la habitual reacción represiva de la política criminal en Colombia. Por esto puede dar mejores resultados, no solo de cara a la resocialización de un grupo discriminado y vulnerable, sino frente a la prevención y reducción del delito, así como con respecto a la disminución del hacinamiento carcelario. Se evidencia así una actitud distinta frente a la criminalidad, una que parece entender que la privación de la libertad en centros carcelarios y penitenciarios solo prolonga la violencia, genera mayores daños psicosociales y rompe el vínculo del individuo con el grupo social, algo que es aun más significativo si se considera que las mujeres que se beneficiarían de las penas alternativas a la prisión ejercen labores de cuidado y están a cargo de la economía familiar. Por ello la oposición a este enfoque —bajo el argumento absurdo y carente de evidencia de que legaliza el crimen y fomenta la impunidad— revela la aversión a reconocer que las mujeres privadas de la libertad siguen siendo ciudadanas que merecen el respeto y reconocimiento de sus derechos fundamentales, dado que la imposición de una pena solo les debe limitar el ejercicio de ciertas libertades más no la privación de su dignidad y la posibilidad de un futuro mejor.
Los imaginarios alrededor del castigo
La oposición oportunista del Centro Democrático a este proyecto de ley —pues parece tener más intereses políticos de cara a las próximas elecciones que argumentos sólidos basados en evidencia— reafirma una tendencia preocupante del debate político en Colombia durante las últimas décadas: el recurso constante a la criminalización y la cárcel como mecanismos para dar respuesta a complejos problemas sociales. Este fenómeno ha sido ampliamente estudiado desde diversas perspectivas. Algunos teóricos lo han relacionado con el populismo punitivo, otros se han inclinado hacia el giro punitivo de la modernidad tardía y algunos más lo estudian a partir de la relación entre las emociones y el castigo. Más allá de estas explicaciones, resulta llamativo que los congresistas del Centro Democrático afirmen que “en defensa de los colombianos, la legalidad y la seguridad de las comunidades, nos oponemos a la ‘legalización’ del microtráfico y otros delitos calificados y agravados”, como si la sustitución de una pena privativa de la libertad por una pena alternativa —algo contemplado desde hace tiempo en el ordenamiento penal colombiano— condujera a la impunidad o descriminalización de ciertas conductas.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que la impunidad es la falta de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y condena. Es así como este tribunal regional ha señalado que los Estados tienen la obligación de sancionar la comisión de delitos. Sin embargo, esto no implica que dicha sanción deba ser necesariamente privativa de la libertad en un centro carcelario y penitenciario. El derecho penal garantista que impera en los regímenes democráticos se basa en la idea de penas que reconozcan la dignidad del individuo y que permitan su resocialización. Por esto, las medidas de justicia restaurativa y alternativas a la prisión han tomado fuerza en este tipo de regímenes ante la aplastante evidencia de la ineficacia de la cárcel e, incluso, su carácter contraproducente para resocializar a las personas y evitar que vuelvan a cometer delitos.
Es por ello que penas alternativas como los servicios de utilidad pública que contempla el proyecto de ley —en especial cuando tratan de favorecer a grupos estigmatizados y excluidos, como las mujeres cabeza de familia en estado de marginalidad que no han cometido delitos violentos— es un paso en la dirección correcta. Para darlo es necesario desmontar los imaginarios sociales que tratan a quienes cometen delitos como parias sociales, que asumen que la cárcel es sinónimo de justicia y que su ausencia lo es de impunidad. Si somos capaces de dar ese paso y atrevernos a creer que hay mecanismos de responsabilización frente al delito, que pueden ser más efectivos que la reclusión penitenciaria y mucho más provechosos para el grupo social, podremos avanzar hacia una respuesta diferente al fenómeno criminal.
Se ha dicho hasta el cansancio que el derecho penal es la “ultima ratio” del Estado para enfrentar los conflictos sociales; que las penas deben ser proporcionales frente al daño cometido y que el poder punitivo del Estado, para ser legítimo, debe ser usado de forma limitada y racional, pero nada de esto será posible mientras no empecemos a reflexionar sobre la necesidad de aplicar penas alternativas que concreten estos ideales y que se constituyan en mecanismos más eficaces de prevención y reducción del delito. Un cambio frente a la idea predominante del castigo como encierro y aplicación deliberada de dolor sobre un ser humano puede conducir al diseño de una política criminal que cumpla los estándares señalados por la Corte Constitucional. Es decir, una política pública que responda al fenómeno desde diversas aristas —no solo desde lo punitivo— y que trate con dignidad a todas las personas, incluso aquellas que cometen delitos.
El proyecto de ley de alternatividad penal para las mujeres cabeza de familia y en estado de marginalidad, ya aprobado y conciliado por el Congreso de la República, es un primer paso en la dirección correcta para abordar el fenómeno de la delincuencia de un grupo poblacional vulnerable. No podemos permitir que —por intereses políticos, por la fobia al cambio, la adicción al punitivismo y a visiones machistas y patriarcales de la sociedad, así como el rol que las mujeres desempeñan en ella— nos quedemos sin una herramienta incipiente pero valiosa para enfrentar el delito y tratar más humanamente a ciudadanas a las que, hasta ahora, solo se les ha ofrecido violencia y exclusión.
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