Guáimaro: de noche los muertos lloran en el río (primera parte)
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Cuando escuchamos la palabra "territorio", sabemos por definición que se refiere a la extensión de tierra que le pertenece a un Estado. Sin embargo, también es un contenedor de vivencias, un espacio que se construye a través del tiempo por quienes lo habitan, las relaciones que allí establecen y las historias que nos cuentan.
El conflicto armado en el Magdalena dejó un saldo de 505.726 personas desplazadas, expulsadas de sus tierras, incluso en éxodos masivos, que cambiaron para siempre la vida de quienes lograron sobrevivir a uno de los capítulos de violencia más crueles en Colombia. Al finalizar el año 2000, la prensa nacional titulaba cómo el país había roto “todos sus récords de violencia”, documentando más de 38.000 homicidios, 205 masacres y más de 3.000 personas secuestradas.
En un recorrido que realicé en compañía de mi equipo de trabajo por la subregión Río en el departamento del Magdalena, visitamos Guáimaro, corregimiento del municipio de Salamina. Para llegar hasta allá tomamos la llamada “Vía de la prosperidad” que, paradójicamente, nos llevó por una ruta en la que el paisaje se mezcla con el olvido, la desidia y la incompetencia de las autoridades administrativas. Este recorrido dura entre una hora y media y dos horas desde Palermo (en la vía que conecta a Barranquilla con Ciénaga). Sin embargo en invierno se debe viajar por el departamento del Atlántico hasta el municipio de Ponedera y allí tomar un Johnson y atravesar el río.
Guáimaro se encuentra entre la Ciénaga Grande de Santa Marta y el Río Magdalena. Está a 40 minutos del municipio de Remolino y a media hora de su cabecera municipal. Son tierras verdes y prósperas. En el año 2000, más de 2.500 personas que desde 1987 habían producido colectivamente las 245 hectáreas de “Los Playones de Laura y Castro”, fueron desplazadas por el Frente Pivijay de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares habían llegado al pueblo el 20 de junio de 1997 con el discurso de la lucha contrainsurgente y bajo el mando de alias "Esteban": “Sabemos que en el pueblo hay auxiliadores de la guerrilla… De ahora en adelante todos van a obedecer a las AUC y nosotros somos la ley”, sentenciando lo que sería una escalada de terror que dejaría 48 muertos, más de 5.000 campesinos desplazados y 6 personas desaparecidas.
Lo peor de todo es que nos tocó convivir una larga temporada con ellos aquí. Porque ellos llegaban a media noche y si les daba la gana de tocarnos la puerta, gritaban: 'bueno levántense y vayan para el patio, porque nosotros necesitamos dormir aquí', y así teníamos que hacerlo.
Sin poder hacer nada más que guardar silencio, y como en el cuento de Gabo, la mañana del 1 de diciembre de 1999, una de nuestras informantes tuvo el presentimiento de que algo muy grave había pasado en su pueblo, con la dolorosa diferencia de que, en este caso, no sería solo un rumor.
Cuando me levanto encuentro todo el pueblo alborotado, reuniones en una esquina, reuniones en otra. ¿Qué pasó? Era símbolo de que algo trágico había pasado. Nadie desayunó esa mañana, porque se desaparecieron cinco, ¡se los llevaron!
En su relato nos contó que uno de los campesinos tuvo la suerte esconderse debajo del barro de un jagüey, por lo que pudo sobrevivir y narrar que, mientras trataban de escapar, se decían unos a otros: “se nos dañaron las navidades” y que por su parte, los paramilitares se recriminaban entre ellos mismos el hecho de que alguno pudiera salir con vida sin estar armado.
El 30 de noviembre 1999, con motivo de la celebración de los grados, los habitantes del pueblo estaban reunidos en una caseta, cuando fueron interrumpidos por “los paracos”, quienes acribillaron en el lugar a una de las víctimas. Luego siguieron su ruta de la muerte, hacia la casa de la segunda víctima, quién trató de defenderse en vano con un canalete, pero aun así fue asesinada dentro de su vivienda. Las otras 6 víctimas fueron retenidas y desaparecidas. De acuerdo con el testimonio de los habitantes, fueron subidas en canoas, desmembradas vivas con machetes y tiradas “a chicotes” al río.
Vinieron unas canoas de Salamina y los subieron, los chicotearon en una playa, los desmembraban con machetes... 'El Caballo', quien era uno de esos paramilitares, en una audiencia de Justicia y Paz dijo: 'nosotros los sacamos, les hicimos algo… Yo grité: ¡inhumano! … pero nosotros los matamos primero con un mortero' ¡Mentira! Porque cuándo recuperaron los cuerpos no tenían ninguna fractura en la cabeza, los abrieron vivos… esa noche, por ahí habían unos pescadores que tuvieron que venirse de una para el pueblo porque no aguantaban la gritería pidiendo perdón.
Desde entonces, los guaimareros fueron testigos de escenas de crueldad sin iguales, propias de las formas de tortura del paramilitarismo: violencia sexual, mutilación y ahogamiento. Empleadas en una venganza sin tregua para castigar a quienes eran referenciados como “colaboradores de la guerrilla”. El miedo apoderado de las vidas de los campesinos, hizo que sufrieran en silencio. Mientras tenían que ver con sus ojos cómo eran entregadas vivas las víctimas a las babillas, descuartizadas o mutiladas en la cabeza, dejando en sus canoas pedazos de cuero cabelludo.
Todo eso nos tocó vivirlo a nosotros en todos estos municipios por aquí. Cuando hicieron la masacre de Nueva Venecia, nos tocó a nosotros sacar los Johnson para llevarlos y el día que regresaron, nos tocó ir por ellos. Encontrábamos pedazos de nariz, de cuero cabelludo y lo más doloroso, la impotencia al ver un caso de esos y uno no poder decir: no, hago esto porque o lo haces o te mueres… Un muchacho de aquí fue a pasarse dos días al morro porque eran unas fiestas… de Sitio Nuevo sacaron a 4 muchachos, unos los tiraron aquí. Nunca los encontraron, pero qué los van a encontrar, si se lo echaron a los caimanes.
Según nos cuentan, desde el día de la masacre en Guáimaro, uno de los habitantes más afectados fue un lanchero, quien tuvo que ver cómo la cabeza de una de las víctimas caía a sus pies. Esos actos tan barbáricos hicieron que no volviera a ser el mismo, comprometiendo su salud mental de por vida. Su alma se fracturó en mil pedazos, como un cristal que luego de dar tumbos en el aire, impacta inevitablemente contra la roca.
Luego de estos años de cacería y asesinatos selectivos, los moradores del pueblo decidieron el 18 de mayo del 2000 abandonar por completo el pueblo. Ya habían experimentado en demasía el amargo sabor de la guerra. Ser testigos de los vejámenes cometidos en contra de sus familiares y amigos, de encontrar dispersos por los alrededores los trozos de carne y la sangre de sus seres queridos, hizo que prefirieran el exilio.
Pero en el año 2006, 300 familias retornaron a Guáimaro. Desde entonces han tenido que librar una batalla para no ser desalojadas de las tierras que cultivaron por años, denunciando en 2009 tres intentos de desalojo que fueron autorizados por el exalcalde Pedro Pablo Asmar Amador.
Finalmente, fue el 26 de enero de 2010 que Héctor Eudoro Rivera, alias “Caballo”, y José Quintana Vega, alias “José Cabeza”, reconocieron su responsabilidad en esta masacre y la de otros cuatro campesinos en enero del 2000. En su declaración, Javier Sánchez Arce, alias “El Calvo”, confesó que los nombres de las víctimas de la masacre de Guáimaro estaban en una lista que fue entregada por exfuncionarios y exalcaldes que, siendo también ganaderos, tenían poder político y económico para apropiarse de las tierras y financiar al paramilitarismo, entre ellos, Jorge Salah Donado, quien tenía terrenos colindantes con los playones de Laura y Castro, y por ello mantenía una disputa constante en contra de sus ocupantes. Luego de la masacre, aprovechó para “correr su cerca”.
En 2018 los campesinos tenían la esperanza de que los terrenos fueran recuperados por el Estado para continuar produciéndola colectivamente, pero las magistradas desestimaron su solicitud y pidieron a la Unidad de Restitución de Tierras (URT) que les concediera un predio nuevo, ignorando los hechos de violencia confesados en las salas de Justicia y Paz y las declaraciones del Bloque Norte, en las que revelaron las verdaderas razones de su despojo: el control de la tierra.
Dos décadas después de la masacre y el desplazamiento de más de 5.000 personas en Guáimaro, sus habitantes siguen resistiendo a través de sus memorias. Pero las viudas, las hijas y las nietas, siguen sin acercarse al río, porque de noche los muertos lloran.
Lloran porque -aunque los lazos se han vuelto tejer por la fuerza moral de las víctimas- ellas siguen esperando la reparación colectiva, la titulación de las tierras que por años han considerado su paraíso y en las que han tenido que renacer, así como lo hace el árbol que le da nombre a su tierra prometida.
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