Johan Andrés Salas
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Tiene 12 años y jugó la copa Teleantioquia, el torneo de fútbol infantil. Es negro o afro, como si una etiqueta fuera menos indigna que la otra. Metió el gol que clasificó a su equipo de fútbol a la final, por tal motivo y además ser un negro atleta, ganó el derecho a una entrevista en cámara de televisión. El periodista lo interroga sobre su sensación y él se suelta a hablar, como si a su corta edad tuviera mucho por decir de la vida, sobre su corazón o alma. El pelado agradece a su técnico diciendo, “acá me han respetado, acá nadie se mete con uno”, al final, exhala y continúa el agradecimiento a su abuela, única apoyándolo. El periodista quiere más; pregunta a quién le quiere dedicar el gol, él niño rompe en llanto; el periodista extiende el drama, y le insiste en la pregunta, Johan responde: a mi abuela que es quien me apoya, la que cree en mí, e insiste en el agradecimiento a su equipo. Sabe que no podría ganar sino es con la ayuda de otros; al final dice “abuela, yo le prometo que vamos a salir adelante”.
Este país le roba la oportunidad a cada niño de realizar sus sueños, acorta las oportunidades de lograr una vida digna y estable. Nos presiona al límite para aceptar la renuncia a la dignidad a cambio de un chance hacia el éxito. Ahora todas las cámaras apuntan a la miseria pornográfica del niño.
Aparecerá un patrocinador que lo prostituirá para sacarle plata y fama, a costa de su vida, lo hará entrenar hasta el agotamiento y lo exhibirá como un nuevo fenómeno nacional, ¡venderán la historia de ¡sí es posible! Solo tendrás que llorar y ser brillante para tener éxito, si tienes habilidades estándares o quieres llevar una vida reposada, no hay espacio para el triunfo. Te enseñan el valor de cada segundo, te debes reventar el lomo para lograr ser parte del espectáculo, de una narrativa social de manadas que siguen a un líder.
Es tiempo de voltear a mirar los miles de niños como Johan, niños creciendo y educados en un barrio violento e inseguro. Están condenados a ser perseguidos si fuman un porro y les cierran las oportunidades, aquellos son considerados menos inteligentes y se educan en colegios que nada les enseñan, que no se adaptan a sus necesidades especiales, y los privan de cualquier posibilidad de acceder a la educación pública gratuita. Tienen que ver morir a sus padres por la guerra, o se sorprenden con lujuria al usar una escalera eléctrica, porque en su pueblo de eso no hay. Los niños deben decidir entre ir al colegio o desarrollarse como artistas, deportistas o creativos.
Miremos ese país de hospitales viejos, colegios destruidos, calles polvorientas y llenas de mierda. Acordémonos de los niños que deben vivir con sus abuelas; porque sus papás están separados o trabajan mucho, o aquellos que no pueden seguir estudiando para dedicarse a trabajar. Niños que crecen, sintiéndose menos, forman el miedo a morir en la pobreza, educados para ser dóciles y servirles al sistema bajo cualquier condición. Acordémonos de ese país que no aparece en las noticias, salvo ocurra la aparición de la Virgen en una pila de agua, o narre alguna macabra historia de muerte; pero donde se crece con el estigma de haber nacido en uno u otro lugar, por los miles de niños condenados a la ignorancia, a la dependencia y a la miseria.
Escribo esta columna, desde ese profundo país que hundimos más y más en su propia cólera y condenamos a pasar una generación más dedicada a la guerra y a la infelicidad.
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