La historia del "progreso" que deja atrás a millones en Colombia: algunas lecciones de la movilización nacional

La historia del "progreso" que deja atrás a millones en Colombia: algunas lecciones de la movilización nacional

Colombia es uno de los países más desiguales del mundo. No es sorpresa entonces que la extrema desigualdad sea uno de los principales catalizadores de las protestas que desde el 28 de abril enmarcan la realidad nacional. Aunque las protestas se iniciaron como una manifestación en contra de la reforma fiscal de Duque y Carrasquilla, han evolucionado hasta convertirse en una fuerte crítica al modelo de desarrollo del país.

En este artículo analizamos algunas de las lecciones que hasta ahora ha dejado la movilización social y las razones por las que creemos se trata de un punto de quiebre. Primero, creemos que el paro nos invita a repensar las nociones de progreso y desarrollo económico. Segundo, el gran apoyo popular con el que ha contado el paro nos hace testigos de cómo los colombianos están rechazando la desigualdad y marginalización de ciudadanos afrocolombianos e indígenas que ha acompañado sistémicamente el modelo de desarrollo económico y político del país.

El modelo de desarrollo económico de Colombia, promovido y defendido por élites económicas y políticas que equiparan progreso con crecimiento económico, ha puesto en un segundo plano consideraciones de equidad. El modelo ha beneficiado desproporcionadamente a la élite urbana y ha ampliado la brecha de desigualdad. Este modelo de desarrollo económico ha creado dos experiencias opuestas del “progreso”. Al igual que en otros países, la historia del progreso en Colombia refleja una realidad de profunda segregación. 

Mientras la ciudadanía se manifiesta contra las injusticias inherentes al modelo de desarrollo, Iván Duque se ha mantenido en su decisión de usar las fuerzas militares para reprimir el movimiento. Todo en nombre de proteger la economía y el crecimiento económico

Por un lado, tenemos la versión de la historia del progreso que presumen la mayoría de las élites económicas y políticas colombianas. Este grupo cree que, debido al crecimiento relativo y a la estabilidad macroeconómica de los últimos 30 años, Colombia es un modelo a seguir para otros en la región. Según esta lectura, las protestas son un obstáculo para la continuidad del crecimiento y desarrollo del país.

Esta versión también resuena con el discurso de los autodenominados “colombianos de bien”, quienes proclaman ser trabajadores y respetar la ley y por tanto oponerse a los bloqueos y las protestas. Para muchos de ellos los manifestantes son simplemente "vándalos", y el movimiento del paro nacional está infiltrado por grupos criminales que se benefician del caos. Esta caracterización (y caricaturización) le ha permitido al Gobierno ignorar las demandas de los manifestantes y justificar la represión violenta.

Por el otro lado están los perdedores de la desigualdad extrema, cuyas condiciones de vida solo han empeorado a raíz de la crisis económica que la pandemia trajo consigo. De hecho, afrocolombianos e indígenas, quienes suman alrededor del 15 por ciento de la población y quienes han estado haciendo presencia en la primera línea de las protestas, han quedado históricamente por fuera de la narrativa —y de la experiencia— de crecimiento económico en el país.

¿Cómo se pueden explicar estas dos realidades distantes del “progreso” en Colombia?

Primero, es importante reconocer que la desigualdad va más allá de la riqueza. Es profundamente interseccional, lo que significa que se experimenta y profundiza en términos raciales, de género y territoriales, y no solo económicos.

La marginación de las comunidades negras e indígenas ha sido fundamental para las visiones de desarrollo nacional de las élites desde la época de la independencia de Colombia a principios del siglo XIX. Aunque muchos grupos negros e indígenas lucharon contra el dominio colonial, los criollos se aseguraron de mantener el control del proceso de construcción nacional. Este legado colonial está protegido por las élites económicas y políticas que hoy defienden esa jerarquía social a través del discurso del progreso y desarrollo económico.

En la actualidad, los ciudadanos negros e indígenas experimentan pobreza extrema en índices mucho más altos que los demás colombianos y tienen menos probabilidades de recibir bienes públicos de calidad. Asimismo, sus comunidades se han enfrentado a un mayor índice de extracción medioambiental y a ataques contra sus tierras. Además, cuando los líderes sociales denuncian, se enfrentan a niveles desproporcionados de violencia: en 2020, de los 331 activistas asesinados en el mundo, 177 eran colombianos.

No es casualidad que el epicentro de las recientes protestas esté en el suroccidente colombiano, en zonas en las que mayoritariamente residen colombianos negros e indígenas. Allí, la lucha de los manifestantes contra los vestigios del poder colonial ha sido protagonista. Los activistas han respondido a la represión militar derribando estatuas coloniales y pidiendo el reconocimiento público como ciudadanos iguales ante el Estado. Muchos manifestantes consideran que el Gobierno solo ve a los grupos raciales y étnicos como objetos del patrimonio cultural y ciudadanos de segunda clase.

Estas reivindicaciones no son nuevas. Antes del paro nacional, activistas indígenas y afrocolombianos se habían organizado para pedir garantías del Estado en medio de la creciente violencia y racismo sistemático contra sus comunidades. 

El problema al que nos enfrentamos es que, al igual que hoy en día, las movilizaciones anteriores (por los derechos laborales en las décadas de 1920 y 1970, y por el derecho a la tierra en las décadas de 1950 y 1960) no fueron atendidas con reformas. En cambio, el Estado respondió a las demandas con represión violenta. Parecido al discurso actual de miembros de la élite económica y política, los gobernantes y muchos colombianos vieron dicha represión como necesaria para proteger el crecimiento económico del país. 

Los conflictos armados que caracterizaron la segunda mitad del siglo XX en Colombia ayudaron a reforzar la narrativa de que el progreso nacional depende del crecimiento del poder coercitivo del Estado. De hecho, una y otra vez entre 1960 y 2016, la movilización social y las demandas ciudadanas por más igualdad fueron reprimidas, estigmatizadas y vinculadas a las insurgencias de izquierda.

El epítome de esta idea de progreso llegó en 2002 con la elección de Álvaro Uribe. El fortalecimiento de los grupos guerrilleros llevó a los colombianos a apoyar la Seguridad Democrática, política enfocada en fortalecer las fuerzas militares con el objetivo central de acelerar el crecimiento económico. La retórica de esa agenda sigue enmarcando la forma en que muchos colombianos entienden el progreso nacional.

Esta forma de pensar se manifestó recientemente en la oposición liderada por el Centro Democrático a los acuerdos de paz en 2016 y en la elección de Duque en 2018. En ambos casos, el discurso público se organizó alrededor del mismo eje: a favor o en contra de perdonar a los "terroristas" y la amenaza que suponían sus ideales “comunistas/castro-chavistas” para el progreso del país.

El temor en torno a las insurgencias armadas sigue enmarcando la recepción de las protestas en la actualidad. Muchos colombianos ven el movimiento actual como un debate entre el orden y el caos, la seguridad y el vandalismo, y el progreso y el estancamiento.

Sin embargo, la ola de protestas podría marcar un punto de inflexión en la historia de Colombia.

A diferencia de anteriores momentos de movilización social, las protestas cuentan con un amplio apoyo de los colombianos, especialmente de los jóvenes. Una encuesta reciente realizada por el Centro Nacional de Consultoría (a una muestra representativa a nivel nacional de aproximadamente 1.000 personas), reveló que el 73 % de los encuestados apoya las protestas en general, el 76 % apoya el movimiento actual y el 70 % simpatiza con sus demandas. El apoyo a las protestas sugiere que el crecimiento económico a expensas de las comunidades marginadas ya no es una estrategia sostenible o popular para el progreso nacional.

Aún está por verse cómo esta ola de protestas marcará el futuro de la política colombiana y la idea de progreso. Por el momento, muchos políticos han emitido declaraciones disculpándose por haber malinterpretado los motivos de las protestas y reconociendo la omnipresencia de la desigualdad en el país, algunos por primera vez.

Por supuesto, estos acontecimientos no son particulares a Colombia. La desigualdad estructural extrema es un fenómeno global que se ha convertido en un punto de contención en América Latina. Las protestas en Colombia comparten similitudes con el "Estallido Social" de 2019 en Chile, donde cientos de miles de chilenos salieron a las calles para exigir un cambio en el modelo de desarrollo nacional impuesto por Augusto Pinochet y economistas neoliberales. Una narrativa similar ha tenido lugar en la reciente elección en Perú de Pedro Castillo, el candidato presidencial de izquierda que rechaza las políticas neoliberales instauradas en la década de 1990 bajo el entonces presidente Alberto Fujimori.

No es de extrañar que Colombia y Chile, entendidos como historias de éxito del desarrollo, sean ahora epicentros de la movilización popular. Las protestas en estos países señalan la creciente resistencia contra las políticas económicas de la década de 1990. A medida que la desigualdad aumenta en todo el mundo, el momento de agitación de Colombia tiene mucho que ofrecer para entender el futuro de las políticas de desarrollo, y cómo responderán los ciudadanos a ella.

Una versión en inglés de este artículo está disponible en Foreign Policy.

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