Las redes sociales como vehículo para el odio racial en Colombia

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Son espacios esenciales para el debate público. Y aunque los comportamientos racistas, los mensajes de odio y el hostigamiento están prohibidos en ellas, la realidad es demasiado preocupante.

Las expresiones públicas y explícitas del racismo se han multiplicado en las redes sociales en las últimas semanas. Dos eventos principales fueron los que atizaron los discursos de odio: por un lado, la presencia de la Minga indígena en varias ciudades del país (primero en Cali, luego en Medellín e Ibagué) y, por otro lado, la caída de estatuas de Conquistadores en Cali y en Bogotá.

A raíz de estos procesos, cientos de mensajes abiertamente discriminatorios fueron publicados cotidianamente en las redes sociales. Sus autores —algunos de los que se protegen detrás del anonimato que ofrecen las redes— parecían sentir que tenían todo el derecho para intimidar, agredir y humillar en línea a los pueblos indígenas, utilizando un lenguaje degradante e inaceptable. Leyendo estos mensajes de intimidación y estigmatización —que se difundieron en una indiferencia casi general— cuatro líneas principales se pueden desdibujar.

En primer lugar, impresiona la cantidad de insultos directos utilizados para referirse a los grupos étnicos: "indios hijueputas", "indios malparidos", "indios carechimbas", "indios patirrajaos", "maldita plaga", etc. La presencia recurrente en las redes sociales de estas expresiones violentas constituye una indicación clara del odio visceral que sienten algunos sectores de la población colombiana en relación con los pueblos indígenas.

En segundo lugar, las publicaciones evidencian que los peores estereotipos de origen colonial (los indígenas brutos, ignorantes, perezosos, vagos, cobardes, sucios, mugrosos, pecuecos, asquerosos, piojosos, ladrones, borrachos, asistidos, atrasados, diabólicos, resentidos, etc.) siguen marcando los imaginarios de muchos colombianos. Una y otra vez, se repiten las diferentes variantes de este mismo discurso de inferiorización que ha construido lo indígena como un estorbo para la construcción de una nación “moderna” y “civilizada”.

En tercer lugar, se puede resaltar que nuevos estereotipos han aparecido, ligados —por un lado— al narcotráfico (narcominga, narcoindios, indios cocaleros, indios coqueros, etc.) y, por el otro, al uso de la violencia (indios guerrilleros, delincuentes, terroristas, malandros, traquetos, hampones, vándalos, etc.). Estas representaciones, que tienen mucha fuerza en el contexto actual, construyen una imagen que va más allá de la idea clásica de una “falta de progreso”, para enfatizar el peligro que representan los mundos indígenas para la nación: desorden, robos de tierra, bloqueos, destrucción, etc.

En cuarto lugar, podemos enfatizar que varias publicaciones no se limitan a un discurso despreciativo, sino que adoptan un tono amenazante. En algunos casos extremos, los usuarios abogan abiertamente por el uso de la violencia a muerte en contra de los pueblos indígenas (“Para coger esos indios y fumigarlos a bala”, dice una publicación). En otros casos, se limitan a justificar o a legitimar esta misma violencia.

Estos cuatro registros argumentativos se complementan para conformar una misma narrativa general. En esta, los indígenas aparecen siempre como un obstáculo, es decir, como algo que se debería ser eliminado. Bien sea porque representan, como lo hemos visto, un atraso o porque representan un peligro. El proyecto de “eliminación de las sociedades indígenas” ha sido identificado como un principio organizador en los países marcados por el “colonialismo de asentamiento” ("settler colonialism" en inglés): Australia, Canadá, Estados Unidos, etc. El caso colombiano no es tan diferente. De hecho, es razonable afirmar que las estrategias de eliminación de lo nativo han iniciado con la violencia de la conquista y que se han prolongado durante el periodo republicano siguiendo varias modalidades: despojo, disolución de los resguardos, conversión religiosa y lingüística, robo e internamiento de los niños, políticas de asimilación, etc. Si bien la Constitución del 1991 ha marcado una ruptura con este modelo que pretendía acabar con la autonomía indígena en prácticamente todos los aspectos de la vida social, muchos sectores de la población siguen apoyando —implícita o explícitamente— este proyecto de eliminación en el presente.

“Que saquen esos indios de acá ya. Qué plaga”.

Uno puede imaginar el dolor, el miedo o las angustias que deben sentir las personas que pertenecen a comunidades indígenas cuando leen estos insultos y estas amenazas. Indiscutiblemente, las redes sociales terminan siendo, para ellas, lugares inseguros, en los que se sienten violentadas y humilladas.

Ahora bien, la presencia en redes de estos discursos de odios no representa solamente una afrenta para ellas, sino para todos los colombianos, independientemente del grupo étnico-racial al que pertenecen. De hecho, muchos de estos mensajes no son solamente moralmente inaceptables sino ilegales. Como bien lo sabemos, la Constitución colombiana reconoce y protege la diversidad cultural. Lo que se conoce menos es que existe, en el país, una norma (la Ley 1482 de 2011) que tiene por objeto garantizar la protección de los derechos de una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo, que sean vulnerados a través de actos de racismo o discriminación. Esta ley deja muy claro que el racismo no es, en Colombia, una opinión sino un delito. Así, el Código Penal contiene un artículo (134B) específicamente destinado a castigar el hostigamiento:

"El que promueva o instigue actos, conductas o comportamientos orientados a causarle daño físico o moral a una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo, por razón de su raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual o discapacidad y demás razones de discriminación, incurrirá en prisión de doce (12) a treinta y seis (36) meses y multa de diez (10) a quince (15) salarios mínimos legales mensuales vigentes, salvo que la conducta constituya delito sancionable con pena mayor".

Desafortunadamente, estos instrumentos jurídicos no han tenido grandes efectos. En 2014, un concejal de Marsella (Risaralda) fue el primero a ser condenado por violación de la ley antidiscriminación, después de haber declarado públicamente: “Siendo sinceros, grupos difíciles de manejar como las negritudes, los desplazados y los indígenas son un cáncer que tiene el Gobierno nacional y mundial”.

Sin embargo, el mismo concejal fue absuelto en segunda instancia, después de que la justicia determinara que sus comentarios habían sido sacados de contexto. Así, a pesar de que se han formulado muchas denuncias desde la promulgación de la ley en 2011, muy pocas han dado lugar a imputaciones (para no hablar de condena).

Algo muy similar sucede en el caso de las redes sociales. Todas las plataformas tienen políticas claras que rechazan las conductas de “incitación al odio”. El reglamento de Twitter indica, por ejemplo:

“No se permite fomentar la violencia contra otras personas ni atacarlas o amenazarlas directamente por motivo de su raza, origen étnico, origen nacional, pertenencia a una casta, orientación sexual, género, identidad de género, afiliación religiosa, edad, discapacidad o enfermedad grave. (…) Nuestro compromiso es combatir el abuso motivado por el odio, el prejuicio o la intolerancia, en particular, el abuso cuyo objetivo es silenciar las voces de quienes han sido históricamente marginados. Por esta razón, prohibimos el comportamiento abusivo dirigido hacia las personas con base en las categorías protegidas”.

A pesar de estas buenas prácticas que reivindican las principales redes sociales, todos los días se publican, como lo hemos visto, cientos de mensajes discriminatorios, muy pocos de los cuales serán eliminados. Por el contrario, el flujo de publicaciones que expresan odio contra los grupos minoritarios se reproduce solo: un mensaje discriminatorio produce otro y, en últimas, la palabra racista termina siendo banalizada, fuera de toda sanción. Las redes sociales se parecen mucho, en este respecto, al “mundo real”: sus reglas han fracasado, tanto como la Ley 1482, para impedir la expresión abierta de “opiniones racistas”.

Este desfase entre los principios y las prácticas puede crear un sentimiento de impotencia: los mensajes y comentarios racistas que se publican en línea se han vuelto tan comunes que terminamos aceptándolos como una fatalidad.

¿Tenemos que resignarnos a pensar que leyes que condenan el racismo y la discriminación son imposibles de aplicar? ¿Tenemos que aceptar que la idea según la que no hay lugar para el odio en las redes sociales es solamente retórica?

Ahora bien, la sociedad colombiana no es la única que ha tenido que enfrentarse con el racismo y la discriminación. En el mundo entero, los grupos racializados y las comunidades históricamente marginadas tienden a ser desproporcionadamente afectadas por formas de abuso en línea. Y, en el mundo entero, los Estados y las plataformas tienen dificultades para prohibir los comentarios racistas. La tarea de identificar y filtrar —entre los millones de comentarios que se publican cotidianamente— los que conllevan un mensaje de odio hacia los grupos étnico-raciales no es nada fácil.

Algunas experiencias exitosas muestran, sin embargo, que con voluntad política, resultados interesantes se pueden lograr. Quisiera mencionar brevemente dos ejemplos en los que las redes sociales han logrado enfrentar el racismo de manera proactiva. El primero tuvo lugar en Estados Unidos, alrededor del movimiento Black Lives Matter, y el segundo se ha desarrollado en Inglaterra, en relación con el racismo en el mundo del fútbol.

A partir de estos ejemplos, se pueden diferenciar dos tipos de medidas eficientes para contrarrestar los discursos discriminatorios. Las primeras medidas pueden ser llevadas a cabo de manera autónoma por las mismas plataformas. Se trata, en primer lugar, de mejorar el uso de las tecnologías para identificar y bloquear de manera sistemática los mensajes de odio y el uso de un lenguaje humillante. Se trata, también, de abrir canales más eficientes para que los usuarios puedan reportar los mensajes que consideran ofensivos. Se trata, finalmente, de sancionar de manera oportuna las personas que difunden mensajes racistas o discriminatorios en las plataformas (incluyendo la suspensión inmediata y permanente de las cuentas utilizadas para proferir amenazas).

Las segundas medidas implican un trabajo conjunto con otros sectores de la sociedad. Si quieren eliminar la discriminación de sus contenidos, las plataformas no pueden actuar solas. Por un lado, deben tejer alianzas con actores comprometidos con la lucha contra el racismo (en particular las organizaciones de los grupos étnico-raciales, pero también las universidades o las ONG, etc.) para construir y difundir campañas que confronten radicalmente el racismo y los prejuicios en línea. Por otro lado, deben abrir espacios de colaboración con las instituciones estatales para asegurarse que los casos abiertos y explícitos de discriminación sean reportados a las autoridades judiciales competentes. Diez años después de su promulgación, es necesario que la ley antidiscriminación tenga, por fin, un efecto real. Para esto, el Estado y todas las instituciones relevantes deben asumir sus responsabilidades.

*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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