Pesimismo y pandemia

Html

Captura de pantalla 2021-05-28 a las 17.34.09.png

La felicidad del pesimismo filosófico, por supuesto, no satisface en absoluto las ansias modernas de éxito, contento y disfrute, ni tampoco las posmodernas de empoderamiento identitario y autoglorificación.

En su carta a su amigo de juventud Hermann Mushacke —fechada el 11 de julio de 1866—, Nietzsche afirmaba que la filosofía de Schopenhauer le había arrancado de los ojos las “vendas del optimismo”. Con ello Nietzsche constataba que las tesis metafísicas de Schopenhauer, el campeón del pesimismo filosófico, le habían liberado de un error o al menos de un obstáculo en la contemplación adecuada de la verdad, pues —como enseña una larga tradición metafórica— el acto de encontrar la verdad consiste en el descubrimiento de una realidad que ha sido ocultada previamente a nuestros ojos.

El sabio, el filósofo, el científico, pero también el profeta y el vidente —cómo no— se precian de desnudar la realidad, de quitarle los ropajes y exponerla de manera cruda.

Pero volvamos a Schopenhauer. Que la verdad desnuda —perdonen el pleonasmo— sea pesimista o induzca al pesimismo, o que la realidad al descubierto —sin vendas o velos— se revele pesimista, de un modo fatal e inevitable, no es una vulgar constatación de filósofos excéntricos ni mucho menos una ideología snob, propia de aristócratas del espíritu que se lamentan del mundo, mientras juzgan con desprecio y burla la visión burguesa del mundo —típicamente optimista—. Se trata más bien (el pesimismo filosófico) de una forma fundamental de entender la existencia, esto es: de comprender la totalidad de lo real. Aquella realidad que se hace carne en la finitud o en la condición humana “quebrada y rota”, como decía Nicolás Gómez Dávila.

Desde que fue, por primera, vez formulado en las soberbias páginas de la cuarta parte (capítulo 46) de "El mundo como voluntad y representación" (primera edición de 1819), el pesimismo del sabio Schopenhauer se ha venido convirtiendo poco a poco en todo un modelo para la cultura occidental.  

La comprensión popular del pesimista, como actitud vital y no solo como posición teórica, oscila entre un modo de ser (un "way of life") sociológicamente identificable o conceptualizable en un “tipo”, por decirlo weberianamente, y, por otro lado, en la otra cara de la moneda: un cliché, la imagen estereotipada de un filósofo radical convertida en ícono y —cómo no— en símbolo. Ese Schopenhauer a lo Hollywood que demuestra con su descuido de sí, su arrogancia misántropa, con su soledad y excentricidad, pero también con su misoginia —sucedáneo inevitable de todo lo anterior— que nada bueno debe haber en el pesimismo, ya que nadie quiere vivir como él.

Casi se alcanza a oír aquí el comentario altisonante del hombre de éxito, que mira hacia abajo o por encima del hombro cuando contempla al intelectual, al crítico de la sociedad: “esa gente que se queja demasiado, sufre tontamente y no es capaz de disfrutar de la vida como un bon vivant”.

A diferencia de la culpa sufrida por el intelectual de izquierdas cada vez que disfruta de alguna comodidad burguesa o más allá, incluso, de su deseo de identificarse con el sufrimiento del pueblo y, por ende, sufrir efectivamente al lograrlo. Lo cierto es que el pesimismo filosófico no implica negarse a disfrutar de la vida. Tampoco implica empeñarse en sufrir, cultivando una disciplina de martirio o, por lo menos, cultivando religiosamente la queja y el inconformismo para dolerse y luego así sufrir también.

Aunque parezca sorprendente a algunos, el pesimismo filosófico hace todo lo contrario y aboga por disminuir el sufrimiento en la medida de lo posible, entendiendo que esta es la única forma posible de felicidad. Schopenhauer no se cansó de defender en su obra aquellas salidas al sufrimiento de la existencia, ya fuera por el camino hindú-budista de la negación del yo (lo que los místicos sufíes llaman “fana”) o a través de la contemplación estética desinteresada que también anula el ego y el deseo (las fuentes del mal), o mediante el ejercicio ético de la compasión, donde nuevamente el yo y el propio deseo desaparecen. Nunca a través del suicidio, pues como señala Schopenhauer, este termina siendo una afirmación del dolor. En palabras del filósofo alemán:

“Lejos de ser una negación de la voluntad, el suicidio es un fenómeno de la más fuerte afirmación de la voluntad. Pues la esencia de la negación es que no se detesta el sufrimiento, sino los goces de la vida. El suicida quiere la vida y solo se halla descontento de las condiciones en las cuales se encuentra. Por eso, al destruir el fenómeno individual, no renuncia en modo alguno a la voluntad de vivir, sino tan sólo a la vida. Él quiere la vida, quiere una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo, pero el entrelazamiento de las circunstancias no se lo permite y ello le origina un enorme sufrimiento”

El mundo como voluntad y representación.

El pesimismo filosófico es sobre todo un acto de lucidez y de conocimiento que —sin negar la valentía que conlleva su puesta en práctica o la virilidad que demanda asumirlo seriamente como posición vital— no es en sí mismo un despliegue orgulloso de sufrimiento autoinfligido o una tortura motivada por impulsos o deseos sadomasoquistas.

Como se sabe, Schopenhauer escribió también “El arte de ser feliz”, manual y guía, tratado práctico para la vida e instructivo breve de felicidad, que sonroja a todos los críticos de los manuales de autoayuda. Por supuesto, Schopenhauer no es Osho ni Chopra ni Walter Riso ni ningún bobo de esos, y no fue el primero que escribió algo así (un manualito sencillo para la vida buena), pues existe una larga y respetable tradición de textos filosóficos que —sin abandonar la profundidad y el imperativo de verdad, la lucidez y el buen uso de la lengua— se ofrecen de orientación concreta para la vida de cualquiera y que no han sido nunca pensados para aportar “al debate científico sobre la materia”, como se pide actualmente en los proyectos de investigación. Hablo de esa respetable tradición que va de Aristóteles a Gracián (en quien abiertamente Schopenhauer se inspira), de Séneca a Bertrand Russell. Lo de Schopenhauer se lleva, sin embargo, todos los premios, pues ofrece el argumento maravilloso de que podemos ser felices (sí, felices), así el pesimismo filosófico, el ontológico, el fundamental, el radical, el de Schopenhauer, sea cierto. 

La felicidad del pesimismo filosófico, por supuesto, no satisface en absoluto las ansias modernas de éxito, contento y disfrute, ni tampoco las posmodernas de empoderamiento identitario y autoglorificación. Schopenhauer no es un "winner", que trabaja como "speaker" divulgando recetas para el éxito que hacen sentir más "losers" a los "losers", como ocurre en las iglesias de superación personal que en los Estados Unidos son legión. Por esa tendencia de la cultura norteamericana a convertir todo en una iglesia con pastor, hasta las ONG, las conferencias de fans de cómics, la biología, el ateísmo, los congresos de científicos sociales o la "theory" terminan deviniendo en "churches". Y en todas ellas, porque así es toda la cultura en la que nacen y florecen, la felicidad es reducida a un conjunto esmirriado de premios vagos y efímeros, que una vez adquiridos solo dejan vacía el alma y una desagradable sensación de cansancio y decepción.

Pero no voy a detenerme aquí en el clásico memorial de agravios en contra de la pérfida idea de felicidad de las redes sociales, de la sociedad de consumo, del capitalismo tardío, de la cosmovisión neoliberal dominante. Me basta decir que, a diferencia de las tontas ideas de felicidad de nuestra época, la felicidad del pesimista filosófico consiste en procurar hacer todo aquello que podemos hacer con realismo y sensatez para ser menos infelices: un arte de la prudencia mucho más cercano a la “felicidad en la infelicidad” de la que hablaba Odo Marquard, otro brillante filósofo alemán de quien me gustaría hablar en otro momento.

Que la verdad duele, eso ya lo sabemos. Pues a nivel cotidiano, al menos, es un hecho recurrente que cualquier reconocimiento de las limitaciones reales de la existencia o de aquello que no queremos ver a la cara nos produce incomodidad, desasosiego, ira y —por supuesto— dolor. Pero una cosa es la verdad a nivel cotidiano, esas verdades que no queremos reconocer y que nos ocultamos mediante los consabidos mecanismos descritos ampliamente por la psicología (la represión, la denegación, la forclusión) o que tapamos ante los otros y ante nosotros mismos con las viejas y corrientes herramientas de la mentira, y otra cosa muy distinta es la verdad del sufrimiento: el hecho, difícil de aceptar para la mayoría, que la verdad es sufrimiento.

He aquí el corazón de las tesis del pesimismo filosófico schopenhaueriano: el simple reconocimiento de que el mundo es dolor, la existencia es dolor. En este sentido el optimismo, su contrapartida, no solo es, schopenhauerianamente hablando, un velo —como decía Nietzsche— que nos hace ver mal o no nos deja ver el mundo tal y como es, sino que también adquiere la forma general de la mentira hecha costumbre: de aquellas cosas que la gente se dice y repite todos los días para “sentirse bien”, pero que en el fondo no son verdad y que, por eso mismo, a la larga hacen más daño que bien, a pesar de todo lo que diga la psicología positiva, las nuevas religiones y cultos de la autoestima y la autoconfianza —aquellas fes de centro de convenciones que reproducen el modelo de manuales de superación personal tipo “El secreto”— ese paradójico producto cultural que divulga esotéricamente un mensaje de optimismo cuyo éxito se ancla en su supuesto esoterismo. 

A propósito, ¿se habrán dado cuenta los esotéricos de que en aras de la coherencia no deberían tener canales de youtube, ni librerías, ni páginas web? El esoterismo no es posible en la sociedad de la transparencia, en un mundo donde uno puede inscribirse a la masonería por un portal web.

Los enemigos del pesimismo filosófico no son, en todo caso, las iglesias y cultos optimistas del mundo moderno, cuyo florido ramillete abarca desde el optimismo teológico neopentecostal angloamericano y latinoamericano, donde ser pesimista es un pecado y todos sufren por ponerle buena cara a lo que duele y a la ausencia de sentido, en una forma de cristianismo que oblitera lo más importante del mensaje cristiano que es el acto de amor divino en la cruz —sí, la Cruz, el Cristo Crucificado, que sufre un calvario y llora cuando muere Lázaro— hasta las sectas de la cultura neotech, de nerds de Syllicon Valley y gente adinerada pero confundida (o pervertida como Elon Musk) que cree en la fe del trashumanismo, la revelación de Harari y la superación del hombre por la ingeniería genética y la inteligencia artificial; ese bizarro sueño pseudoutópico, que reencaucha el viejo optimismo progresista  —¡otra vez!— y que está en las antípodas del Zaratustra, pues qué "Superhombre" va a ser un ser miserablemente dependiente de sus propios artilugios y autodeformaciones, esa mezcla de golem, creatura de Frankenstein y HAL 9000 con claras intenciones genocidas.

No. El enemigo del pesimismo filosófico, o mejor, su contrapartida dialéctica, su antagonista, ese sí digno de él y a su altura es el antiquísimo optimismo cósmico, también filosófico, y también cultivado entre los sabios de la antigua Grecia. Tal y como lo ha descrito Hans Blumenberg, el optimismo cósmico griego antiguo oponía a la tragedia cotidiana y a la precariedad de la vida diaria de los mortales la satisfacción que produce la contemplación del cosmos. Esa sería la esencia del mensaje moral, lleno de confianza y generador de serenidad de las escuelas filosóficas antiguas, de muchos de los herederos de Sócrates; el hedonismo, el atomismo, el estoicismo o sus mezclas.

Su menaje optimista también era la contrapartida del pesimismo ontológico de la tragedia griega: el también clásico “mejor es nunca haber nacido” de Edipo en Colono. Para el optimismo cósmico clásico, bastaba con levantar la cabeza al firmamento —en ese tiempo feliz en el que se podían ver a simple vista las estrellas— y con ese gesto contemplar el orden y regularidad de los cuerpos celestes, comprender que un logos divino gobierna el mundo y que nada de lo que sucede es arbitrario. Así quedaba compensado (el concepto es de Marquard) el sufrimiento y los dolores del cuerpo y el alma humanos condenados a morir, con la vivencia implicada en saberse habitantes del cosmos, ciudadanos de la naturaleza, cosmopolitas. No resulta extraño por eso que Lucrecio, el sabio Romano atomista, haya descrito como ideal al sabio que contempla sin inmutarse —es decir, sin sufrir— un naufragio desde la seguridad de la orilla.

Este optimismo, se sabe, recibió con el tiempo su condena. La fe cristiana condenó con el paso de los siglos esa invitación a la ataraxia y la apathia como una renuncia a la compasión, al amor, al motor del mundo y todas sus estrellas, como canta Dante. Así como la indiferencia del determinismo spinozista produjo la acusación de ateísmo —pues el "Deus sive natura" de Spinoza no se parece en nada al Dios sufriente que es Cristo y, por ende, no es un Dios, cristianamente hablando—, el optimismo cósmico de los antiguos expresa un punto de vista ontológico que se opone al punto de vista religioso-filosófico tanto del cristianismo como del budismo, que Schopenhauer condensa de un modo u otro en su filosofía.

El ser es sufrimiento; la existencia, dolor. El ser es un desgarro, una ruptura, un desmembramiento, que implica separación, abandono, soledad. En una palabra: individuo. No el optimista individuo liberal de las democracias liberales que confía en su razón e instintos y que puede corregir sus errores e imperfecciones con dinero, comprando objetos o servicios que cubren sus vacíos. La individualidad del sufriente se acerca más a la descripción del sí mismo y la autenticidad del ser para la muerte, relatada por Heidegger en "Ser y Tiempo": esto es, a la experiencia carnal, la encarnación —mi lenguaje es fenomenológico, pero más a lo Michel Henry— de un acto de consciencia universal, pero íntimo: nadie puede morir por mí, nadie me reemplaza en el acto de muerte.

El individuo que sufre aparece entonces separado de todo lo demás y en ese proceso o en esa experiencia sufre. Su dolor es el no pertenecer, el estar lejos, el no sentirse vinculado. Como flotando en un vacío sin fondo, sin la posibilidad de encontrar un cordón umbilical que lo ate de nuevo a la tierra, que lo devuelva al útero. La división, la separación, la ruptura no son entonces síntomas del mal o su manifestación externa o su consecuencia nefasta. Como si estuviese en nuestras manos decidir nuestra condición ontológica, nuestra realidad. Que el ser sea sufrimiento significa para el pesimismo filosófico aceptar la ruptura originaria de la existencia o la caída del pecado original, o el engaño representado en el optimismo individualista liberal. Todo a la vez.

Si le hemos de creer a esta filosofía, aquí encontraríamos una explicación del afán humano de estar y actuar en grupo, la necesidad ubicua de patria, de identidad cultural, étnica o sexual. La necesidad de hacer parte de un grupo o de una comunidad o una empresa o de algo que reemplace sea como sea a la madre originaria perdida. Un sucedáneo del paraíso. Para los seres humanos pertenecer es una necesidad y la vida está atravesada permanentemente por el sufrimiento que representa la separación, la pérdida, la rasgadura del ser. De ahí también la nostalgia por una naturaleza mitificada y endiosada como fuente originaria de la existencia plena, que impulsa a muchos a buscar en “lo natural” una fuente de sentido.

Puede que el pesimismo filosófico sea problemático al minar los cimientos de la esperanza, ese otro opuesto del optimismo ramplón. Puede también que se haya convertido muchas veces en una ideología, un discurso, una moda. Ochenta años después de la publicación de "El mundo como voluntad y representación", en el año 1900, Georg Simmel constata en su conferencia sobre el pesimismo que este terminó convirtiéndose en algo así: una especie de actitud compartida de cierta condición social que veía en su tiempo ser pesimista como una demostración de inteligencia y buen gusto. Hoy en día el pesimismo está a la orden del día, no solo en la cultura intelectual popular de los críticos culturales, sino también entre los mismos científicos sociales, psicólogos, sociólogos y filósofos académicos, que se celebran mutuamente su pesimismo, como factor de distinción social. Sin embargo, a pesar de estas popularizaciones actitudinales del pesimismo y de sus inevitables limitaciones teológicas, el pesimismo filosófico es un recordatorio de que la realidad del dolor en la existencia humana no es causada por la impericia del ser humano, sino que hay en la existencia misma y en el mundo una tensión permanente y dolorosa entre la plenitud y la carencia, entre la unidad y la división, entre el vínculo y la desconexión, que sufrimos permanentemente, que todo animal sufre y que no es una mera percepción subjetiva de la realidad, sino una característica esencial y constitutiva de la misma.

Nietzsche lo reconoce en su primera obra filosófica, "El nacimiento de la tragedia", escrita aun bajo la sombra de la influencia schopenhaueriana, cuando describe simbólicamente esas tensiones dolorosas en las figuras de Apolo y Dioniso. Los griegos antiguos —dice— eran un pueblo con talento para el sufrimiento. Si algo nos distingue hoy, deberíamos decir que es justamente todo lo contrario: la falta de talento para el sufrimiento del ser humano contemporáneo —que lo hace poco apto para soportar los rigores inevitables de la vida— simplemente porque cree que son evitables gracias a la ciencia y el poder del ser humano y esas cosas en las que a veces la gente tiene fe. Quizás estaríamos en mejor capacidad para enfrentar la tragedia y el dolor de nuestra época si aprendiéramos de los antiguos griegos y del pesimismo filosófico a aceptar con lucidez que buena parte de la vida se va en dolor y ruptura, en separación, desgarro y muerte.

Si asumiéramos, también, que solo podemos celebrar la vida si al mismo tiempo evitamos pasar por alto y rápidamente por encima de la muerte. Aceptémoslo (es mi modesta invitación filosófica), la pandemia nos ha puesto en nuestro lugar. Otra vez estamos sufriendo. Globalmente. Y no pretendamos salir de esto corriendo, con optimismo barato, compromiso actitudinal o haciendo caso omiso. Habrá que vivirlo y cruzarlo y ver en ello y experimentar con ello esa otra dimensión profunda y real de la existencia que es el sufrimiento. Sin esperar rédito de ello, sin querer sacarle partido económico o productivo. Nada de frases de cajón. Ningún “de esto obtenemos muchos aprendizajes”, por favor. Eso sería subordinar la experiencia vital a un objetivo superior que anularía su valor intrínseco. No.

La sabiduría judía del Eclesiastés lo dice: hay un tiempo para cada cosa. Este es un tiempo de pandemia. Es la era de la pandemia. Y terminará cuando naturalmente termine.

Historias relacionadas

*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

Compartir
0
Preloader
  • Amigo
  • Lector
  • Usuario

Cargando...

Preloader
  • Los periodistas están prendiendo sus computadores
  • Micrófonos encendidos
  • Estamos cargando últimas noticias