Mientras que Iván Duque presenta en el escenario internacional la política de regularización migratoria en Colombia como un logro humanitario sin precedentes, se mantienen las dudas sobre los efectos del instrumento en la vida y los derechos de los migrantes.
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“El gesto humanitario y de protección de derechos humanos de los migrantes más relevante que se haya visto en la historia reciente del mundo”. Estas fueron las palabras de Iván Duque sobre los avances del Estatuto Temporal de Protección en la Conferencia de Donantes en Solidaridad con migrantes y refugiados venezolanos, organizada por el Gobierno de Canadá en días pasados. La grandilocuencia de la frase se enmarca en un objetivo esencial para la política internacional del Gobierno. La regularización migratoria es un mecanismo útil para posicionarse frente a países y organizaciones que han invertido en la paz en Colombia, en el pasado, y que han levantado su voz de alarma ante el deterioro de la situación de derechos humanos en el país. Esto no excluye que el Estatuto es un avance humanitario, si se compara con las acciones que otros Estados de la región han tomado en el último par de años hacia los migrantes venezolanos. Se han implementado visas de difícil acceso en los países andinos y se han normalizado las deportaciones colectivas, como es el caso en Chile. También abre un horizonte de permanencia para muchos que se encontraban bajo esquemas precarios como el PEP y que ahora podrán residir en el país hasta por diez años. Además, aquellos cuya estadía es considerada “irregular” por el Estado contarán con la opción de documentar su presencia. Así, miles de venezolanos en Colombia han comenzado desde mayo a registrarse para acceder a los beneficios de la medida. La promesa de base es acceder a cierta estabilidad jurídica, que permitiría una mejor calidad de vida. La escala del Estatuto, que aspira a cobijar a más de un millón de personas, también marca una diferencia con otros países, al ser hoy Colombia el segundo receptor mundial de personas en necesidad de protección internacional de acuerdo con cifras de Acnur. Pero al mismo tiempo —en medio de la implementación— surgen dudas que ilustran los límites del discurso humanitario del Gobierno. La letra pequeña del Estatuto y el día a día de su ejecución parecen entrar en tensión con una política centrada exclusivamente en lo humanitario. Analistas, académicos y activistas han señalado que las condiciones para acceder a la “regularización” implican renunciar al ya precario esquema de refugio colombiano, un derecho fundamental. También hace obligatorio brindar a las autoridades acceso irrestricto a información biométrica y biográfica, ambos pilares de un esquema de vigilancia particular que, en la práctica, fortalece la narrativa del migrante como peligro en potencia. El Estatuto también afirma potestades discrecionales de las autoridades sobre los venezolanos beneficiados, en nombre de la seguridad nacional. Esta es una forma más de racializar las “amenazas” a la estabilidad del país. Interesantemente, esta posibilidad fue alertada desde diversos sectores a las entidades a cargo de su reglamentación antes de la puesta en marcha del Estatuto, lo que —sin embargo— fue ignorado. La justificación de estas y otras acciones que se desprenden del Estatuto y que implican limitantes al ejercicio absoluto de los derechos de los migrantes se encuentra en el carácter humanitario y excepcional con el que el Gobierno insiste en revestir la medida. Los indicios son varios. Vale la pena analizar el lenguaje paternalista de las personas a cargo de su implementación, la estética victimizante (el lema “visibles” y la apropiación de la figura de los “caminantes” son claros ejemplos cuyo análisis se queda corto en esta pieza) y la reducción de los migrantes a poblaciones vulnerables y en necesidad de disciplina. Esto no es exclusivo del caso colombiano. Varios autores identifican el interés de varios gobiernos receptores en el mundo en transformar a los migrantes en “sujetos humanitarios”. Esta es una forma de ilustrar cómo a través de medidas como el Estatuto colombiano que —invocando su propia protección— logra minimizar la capacidad de acción individual de los migrantes, al reducirles a entes esencialmente vulnerables, frágiles y dóciles que deben ser conducidos por una autoridad indiscutida e incontestada. Dicho de otra forma, en nombre del humanitarismo, se busca mantener disciplina y control sobre los migrantes, en tensión con las libertades y derechos fundamentales de muchos de ellos. Lo que se espera de los migrantes es obediencia al Estado y sujeción a un entorno económico ideado desde el poder. En últimas, esto institucionaliza esquemas de ciudadanía diferenciados, entre protectores, protegidos y aquellos que no se sometan a las condiciones de esta protección. El Gobierno entiende bien que el Estatuto —una herramienta de protección que sobresale ante el incremento de las restricciones a los migrantes venezolanos en otros países de la región— puede ser capitalizado internacionalmente. Esto va más allá de un interés meramente financiero, para cubrir los costos adicionales que la migración genera. La actual administración parece tener claro que la ayuda internacional pasa a un segundo plano, ante el potencial en generación de riqueza y recaudo que se espera venga tras la regularización. Al posicionar el Estatuto se pretende reimpulsar la imagen del Gobierno colombiano en el exterior. Los científicos políticos explicarían esto en términos de prestigio y estatus. Estas medidas, cuyas formas son aplaudidas por la comunidad internacional ante la escasez de políticas humanitarias similares, sirven como herramientas para afirmar la posición del país en la esfera internacional, así esto no coincida necesariamente con la realidad del entorno doméstico. El Gobierno insiste en elevar internacionalmente un discurso moderado y de protección que va desde narrar la implementación del Acuerdo de Paz en clave de logros indiscutibles, hasta intentar presentar la reciente visita de la Cidh en el marco del estallido social como una muestra de su compromiso con los acuerdos internacionales. Esto se mantiene pese a la poca efectividad que este doble estándar parece ofrecer. De cualquier forma, Duque parece apostar con fuerza a construir algún legado en política internacional durante el año final de su gobierno a través del Estatuto. Se ha anunciado recientemente que el instrumento estará implementado en su totalidad en agosto de 2022 y que sus resultados serán visibles en ese entonces, lo que coincide con el cambio de mandato presidencial. Mientras tanto, en el entorno local, es probable que surjan nuevas tensiones y desbalances que podrían pasar desapercibidas, al estar revestidas de la legitimidad que la instrumentalización del humanitarismo ofrece.
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