Sobre la Asamblea Constituyente

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“La única manera de librarse de una tentación es caer en ella” (Oscar Wilde).

 

¿Estaba Colombia preparada para negociar con el terrorismo?

“La única manera de librarse de una tentación es caer en ella”

Oscar Wilde.

Los presidentes Mujica y Correa han aseverado que lo más importante que está sucediendo ahora mismo en el contexto latinoamericano es el proceso de paz de Colombia. Ello puede ser cierto, pero denota una muy triste realidad: los ojos del mundo sólo voltean a ver a Colombia cuando se trata de guerra, paz, violencia o terrorismo. Situación tradicional pero dolorosa.

Poco ha importado que el comportamiento macroeconómico haya sido el más positivo y sostenido desde el gobierno Pastrana (1998-2002) en la región; que en productividad sólo somos superados por México y Brasil (más grandes y poderosos); que la admiración a la Argentina es cuestión del pasado; que la gran nación chilena se trata como par en negocios, cultura y desarrollo; que el impulso de los hermanos peruanos es admirado pero también compartido y que el evidente retroceso de Venezuela, Ecuador, Bolivia, muchos Estados centro americanos y la debacle argentina nos resultan penosos y tristes y hagan parte de los chistes sociales más que de la otrora admiración que les profesábamos.

Ese es el “ethos” de la nación colombiana. Tenemos hoy un espíritu de autoconfianza, esperanza y buena energía que se empezó a tejer desde hace muy poco. Fue el Gobierno del Ex Presidente Gaviria Trujillo (1990-1994) el que nos enseñó a pensar en grande, a creer en los demás, quien por primera vez en la era reciente iluminó el camino del servicio público a través de la aplicación del principio de buena fe y así las cosas se empezaron a hacer fáciles y la relación con la administración se entendió en clave de servicio; la mirada se volteó al mundo mediante el proceso de “apertura” y dejamos de vernos al ombligo como sucediera tiempo después del siglo de oro de Pericles, hace rato ya en la antigua Atenas.

Y cuando a finales del año 1994 pensábamos que estábamos incursionando por fin en la era moderna  pasó uno de los insucesos políticos más catastróficos de la época Republicana: la mafia colombiana logró tomarse la presidencia de la República y, al poco tiempo, casi todas las instancias de control, justicia y gobierno. Bajo el gobierno de Ernesto Samper Pizano (1994-1998) los colombianos no solamente tocamos fondo sino lo hicimos de la peor manera: sin estética, sin ética y sin dignidad.

Un desempleo superior al 30% de la población económicamente activa; unas tasas de interés de usura[1] que hicieron imposible el emprendimiento empresarial y rural; un déficit fiscal nunca antes visto que encareció créditos y nos sumó a la miseria angolesa o etíope; un analfabetismo galopante, un sistema de salud cuyas fuertes raíces hacían agua ante la corrupción política y una devastación del medio ambiente para sembrar coca, marihuana y amapola sirvieron de tierra fértil, entre otros muchos factores, para que las organizaciones terroristas de las FARC y del  ELN (entre otros) tomaran un inusitado poder militar, territorial, económico y, lo más grave, político y social.

Ese país que se abría al mundo y que daba sus primero pasos en la modernidad se vio súbitamente secuestrado por el poder de la mafia, encabezados por el propio Presidente Samper. ¡Y que no se piense que éste es únicamente un poder de drogas, taberna y rock and roll más propio de las películas norteamericanas que de la realidad del trópico! Cuando las mafias se toman el poder, la autoridad pierde cualquier tipo de legitimidad y respeto y las vías alternativas, -por crueles y malévolas que sean-, como el terrorismo de las guerrillas del Che llegaron a ocupar un aceptable nivel en la escala social.

Así fue como para el año 1998 las FARC eran políticamente más queridas y apreciadas (legítimas) que los partidos políticos, el congreso y que el propio gobierno nacional. Dominaban más del 30% del territorio y se comportaban como un poder de facto con una riqueza aproximada del 10% del PIB pero sin los límites típicos que impone el Estado de Derecho a las sociedades contemporáneas. Las fuerzas del orden estaban en franca retaguardia, retirados de cualquier protagonismo y desmoralizadas. Sus pertrechos eran escasos y desactualizados y su imagen de favorabilidad no superaba en mucho a los ya conocidos criminales posados en el poder político, judicial y de control. Colombia se hundía así en los fosos de la miseria moral y material, el éxodo de capitales económicos y humanos no se hizo esperar y la desesperanza se apoderó de cualquier esfera pública y privada. Nadie creía en Colombia, los organismos internacionales como la Cruz Roja declararon a Colombia como un país fallido y salvo el tema del SIDA, la nación de Bolivar y Santander cumplía con todos las condiciones de “Estado Fallido” predicados por el profesor Fukuyama.

Pero la Biblia enseña que no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista, y en eso el Santo Job siempre fue un buen ejemplo. La comunidad se hastió y a pesar de toda la corrupción enquistada en el poder, decidió votar con decisión por personalidades, ya no digo probas, sino profesionalmente aptas y capacitadas para asumir las riendas de una nación yaciente en su propio cementerio.

Pastrana salva a la nación y el presidente Uribe se inmortaliza como el mejor presidente de la historia acaso superado por el propio Libertador Simón Bolivar, y los ex Presidentes Mosquera y Nuñez (todos del siglo XIX). Los ocho años de Uribe nos dejaron en la cúspide del inicio del sendero del desarrollo, progreso, inclusión, seguridad, riqueza material y, por sobretodo, riqueza espiritual por cuanto de ese binomio Pastrana-Uribe todos los indicadores de desarrollo, progreso y buenas prácticas de gobierno llevaron a que Colombia fuese uno de los Estados más admirados en el mundo entero por su esfuerzo y superación[2].

Pero la política es cambiante y, si cabe, traicionera. Posado en los hombros de la popularidad de Uribe, el Ex ministro Juan Manuel Santos se hizo a la candidatura única del partido político del ex presidente y ganó las elecciones de 2010 con descomunal holgura.

Bastaba con enarbolar la bandera de la continuidad para alzarse con la presidencia, y a fe que así sucedió ese año diez. El Presidente Santos, descendiente de Ex presidente de la República, reconocido aristócrata de la capital colombiana, millonario de herencia, poderoso desde la cuna (y no precisamente por mérito) y enemigo de las votaciones, contiendas, debates y dialéctica  propias de la democracia, se somete por vez primera a una elección y queda elegido para la máxima magistratura política de la nación.

Ese origen familiar y esa personalidad lo hacen tomar una trascendental decisión. En sus fueros internos se preguntó si su rol en la historia patria era el de ser considerado el continuador de las exitosas políticas de sus antiguos jefes, (Pastrana y Uribe) o si por el contrario estaba hecho para “más altos menesteres”. Por supuesto que su ego, su origen y su circunstancia lo llevaron a separarse de tales políticas para abrirse ronda propia.

 

¿Y cuál sino el camino de las negociaciones de paz sería su destino para dejar su impronta en la historia? De manera que, una vez electo presidente entraba inmediato contacto con las fuerzas socialdemócratas o comúnmente conocidas como de izquierda; toma pública distancia de Pastrana y Uribe, compra las conciencias políticas de medios de comunicación y de los más influyentes empresarios y comerciantes con los enormes recursos públicos heredados de su antecesor; se aprovecha de las buenas condiciones de la población colombiana, - sobre todo de su optimismo y confianza en el buen manejo de la cosa pública-, y emprende las negociaciones que aun cuando necesarias eran, por decirlo de alguna manera, prematuras.

Las generaciones del 70 para acá son generaciones de la derrota. Nos educaron y nos inculcaron que el crimen paga y que solamente aquél que se hace con mediocridad y en menor cuantía es derrotable por parte de la autoridad legítima puesto que el crimen serio y sistemático, como el terrorismo, es un enemigo de temer al cual nunca se le puede someter al imperio de las leyes y con la fuerza de las armas y, recordemos, allí donde hay buenas armas hay buenas leyes.

Pues bien, el Dr. Santos Calderón es hijo de su tiempo. Leyó la derrota comunitaria desde que tenía uso de razón en las páginas del diario familiar (el de mayor circulación en el país) y compró la idea como si fuera suya. Las victorias de la fuerza pública (incluso aquellas que el lideró con éxito y atino en su condición de Ministro de la Defensa) eran pasos obligados para lograr un mejor banco en la negociación más nunca como una travesía hacia la victoria definitiva.

Y en esas estamos. Ante los ojos de la comunidad internacional somos protagonistas NO por nuestro serio y buen caminar; no por el esfuerzo que hacemos todos, en especial la clase media diletante, consagrada, comprometida y capaz, no por empezar a cosechar los frutos de la era Pastrana-Uribe; no por haber cuasi-vencido, en lo que cabe en las luchas irregulares, a los terroristas, tanto militar como políticamente, no por ser una de las comunidades políticas más serias y estables de la región (tal vez superada por Chile y Perú) sino porque estamos enfrascados en una negociación de Paz. Así nos miran y así haremos que nos recuerden.

Ahora bien, entre los entendidos se tienen en común unos requisitos para que las negociaciones de Paz concluyan exitosamente. Entre ellas están, por prioridad, las siguientes: (i) unidad y claridad en el propósito, es decir, indicar de qué paz estamos hablando cuando de iniciar las negociaciones se trata; (ii) contar con los recursos suficientes para sufragar los acuerdos en aras a que los mismos dejen de ser infundadas palabras; (iii) consenso social de parte del establecimiento y una verdadera voluntad de paz de parte de los terroristas y, (iv) fortalecimiento institucional de todo orden.

Pues bien, esos puntos no los tenemos resueltos en Colombia a pesar de que, según las altas fuentes oficiales, las negociaciones se encuentran en su recta final. En efecto, el gobierno nacional es equívoco en el mensaje. Algunas veces entiende la paz como ausencia de conflicto; otras como desarrollo integral; otras como desmovilización y desmonte del ejército “farquiano”; otras como desmonte del letrero “FARC” y perdón e indulto para los perpetradores de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra a cambio de susodicho letrero; otras como reforma política y social estructural, es decir, como un plan de desarrollo a 30 años.

Sin embargo, el problema es que sin unidad de propósito no hay claridad en cuanto al segundo de los elementos y, pueda ser, el más importante. Dependerá del objetivo buscado los recursos comprometidos y, ciertamente, sin recursos suficientes no hay proceso de paz exitoso.

A este aspecto, bástele al lector conocer los siguientes datos:

De las cinco “locomotoras” para el desarrollo establecidas en el primer cuatrienio Santos (2010-2014), a saber, infraestructura, agro, innovación, vivienda y minería, sólo esta última logró aceptables resultados más por la fuerza inercial que traía que por méritos propios. Tanto es así que para el segundo periodo (2014-2018) el gobierno decidió arriar esas banderas  para dar poso al tema de la paz, la equidad y la educación.

Colombia es un país petrolero y algo minero. De eso vivimos fundamentalmente y las cifras al respecto son ilustrativas, veamos: para el 2002 el gobierno había entregado 2.965 títulos mineros y para el año 2011 habían sido entregados 9.200 títulos. Ello significó que en el mismo periodo las regalías pagadas por el sector de hidrocarburos y de la minería pasaron de 4,72 billones a 10,48 billones vale decir, más del 110% de crecimiento. “Algo parecido ocurrió con la producción de gas, la cual creció un 85% en el mismo periodo” según lo enseña el profesor Fabio E. Velásquez. De igual modo es pertinente recordar que “más del 80% de las regalías provienen de la explotación de hidrocarburos”. Todo ello entró en un inefable congelador y los bajos precios del petróleo entran como estocada final a la ya no tan buena situación.

Eso se debió fundamentalmente a una política de seguridad exitosa que atrajo, como nunca antes en la historia, inversión social extractiva y productiva. En efecto, para el año 2010 se habían desmovilizado más de 53 mil combatientes (la gran mayoría de ellos de las FARC); se habían desmantelado las Autodefensas Unidas de Colombia y extraditado a sus cabecillas. Se produjo el más grande alud de verdad jamás antes visto en el globo terráqueo con más de 40 mil hechos nuevos, 22 mil confesiones y el derrape de más de 2.500 fosas comunes. 3.131 cadáveres del conflicto fueron encontrados y 1.046 plenamente identificados. Todo ello visibilizó a las víctimas registrándose como tal más de 281 mil personas. El campo pasó de ser el marco de la batalla para recuperar su razón de existir. Todo ello quedó en jaque con el proceso de Paz.

Resulta evidente entonces que los recursos no son suficientes para soportar el post conflicto máxime cuando la industria, la construcción y el comercio presentan desalentadoras tasas de crecimiento o, en veces, un franco declive, sin embargo, la peor noticia se acaba de conocer: el gobierno nacional presentó el presupuesto general de la nación para el año 2015 con más de 12.5 billones de pesos por financiar, vale subrayar, sin fuente de financiación. ¿De dónde saldrán esos recursos y a dónde se destinarán? Su origen provendrá de otra reforma tributaria a pesar de que durante la campaña se juró no aumentar los impuestos ni mantener los que se vencían, y su destino no es el post conflicto sino pagar parte del déficit fiscal proveniente del respaldo político para alcanzar la reelección presidencial.

Sobre el consenso social poco habrá que agregarle al hecho de que la nación se encuentra matemáticamente dividida en dos. Una primera fracción apoya el actual proceso sin mayores condiciones de peso para los ex terroristas aun cuando advierten que no están dispuestos a soportar un ápice de impunidad; para la disidente, urge apoyar el proceso pero exigiendo unos mínimos de justicia así como verdad, reparación a las víctimas por parte de las FARC y garantías de no repetición. Ello implica, por supuesto, que los perpetradores de actos terroristas y crímenes de lesa humanidad paguen cárcel, por corta y exigua que ella sea. Nótese, eso sí, que ninguna persona quiere que desde la Habana se construya la Colombia de los próximos 50 años pues nadie ha entregado ese mandato al gobierno nacional. La Paz, así entendida, es más el mandato de la negociación que un cheque en blanco para empeñar económica y espiritualmente a las próximas 5 generaciones. Por lo demás, el baño de sangre que aún se conoce diariamente proveniente de las FARC pone en duda la verdadera vocación y voluntad de paz de los dirigentes de esa organización terrorista.

Por su parte, el tema de la institucionalidad va en contravía de lo que se necesita. Para el Índice de Desarrollo Democrático de América Latina, Colombia ha venido disminuyendo en sus avances y se consolida como uno de los países de “bajo desarrollo” en estas materias. En efecto, pasamos de una calificación promedio de 4,6 en el 2008 a 3,7 en el 2013. Desde el año 2010 hemos bajado en el índice de derechos políticos y libertades civiles, según el mismo estudio. Ello lo evidencia también que la oposición es constantemente juzgada tanto por las altas cortes como por la propia fiscalía general de la Nación, con lo cual no hay garantías ni democracia. Se publicita también la pérdida en “el índice de calidad institucional y eficiencia política” ubicándonos en el 4 país de la región de atrás para adelante. Como si lo anterior no fuera lo suficientemente alarmante, advierte la investigación en cita que hemos retrocedido en algo que resulta crucial para las negociaciones de paz e incluso, para el post conflicto: la dimensión del Poder Efectivo para Gobernar bajó en los últimos 4 años cuando antes estaba en notable mejoría y hoy se compara con Venezuela, Paraguay o Nicaragua, por ejemplo.

Total, no se vislumbra en el panorama el cumplimiento de ninguno de los requisitos para poder entablar una seria negociación de paz. Y si bien nadie razonable duda que el camino sea la negociación política dadas las circunstancias históricas, lo cierto es que la ausencia de estas condiciones permite concluir que ellas resultaron prematuras y más acomodadas al interés del gobierno nacional de turno que a una verdadera política de Estado, de consenso y unidad.

Para finalizar es pertinente señalar que el 60% de los niños que hoy presentan las pruebas Educativas “saber” no superan el nivel mínimo, lo que se conjuga perfectamente con que 1.1 millones de los jóvenes están desempleados, es decir, el 16% de los parados. Y como van las cosas, para el año 2020 Colombia será un país líder en no poder ocupar las más de 85 millones de vacantes laborales por falta de educación técnica y/o profesional. Algo parecido se predica en salud, infraestructura y saneamiento básico.

Todo ello sin sumar una administración de justicia totalmente inexistente, politizada y deslegitimada que en pleno paro judicial continúa en el ojo del huracán por sus constantes escándalos de corrupción y mediocridad.

Lo más triste de todo es que cuando se posesionó por vez primera el Dr. Santos contaba con el 92% del respaldo parlamentario y un 80% de la opinión popular y, a pesar de ello, no quiso sacar adelante las impostergables reformas a la salud, la educación y la justicia. Su falta de legitimidad actual (27% de aceptación popular) y su desgaste político le impiden emprender estas reformas.

Todo lo cual ambienta, como es de esperarse, la refrendación democrática de los acuerdos firmados en la Habana a través de una impostergable asamblea nacional constituyente que permita, por una parte, dar verdadera legitimidad y legalidad a los acuerdos y, por la otra, volver a ordenar la ingeniería constitucional y política que se encuentra altamente maltrecha por estos días.

De manera que el proceso de paz está conllevando a una inaplazable Asamblea Nacional Constituyente que antes que refrendar los acuerdos, servirá para encuadernar el país.

Rodrigo Pombo Cajiao[3]

 

[1] Superiores al 60% efectivo anual.

[2] Por respeto a los lectores no tocaré las vastedad de indicadores en los que francamente batió record ese insuperable binomio de gobierno y que se pueden consultar por el lector en cualquiera de las publicaciones Estatales y No estatales que así las consignan, tales como: DEFESARROLLO, ANIF, ANDI, FENALCO, DANE, DNP, CEPAL entre otros.

[3] Abogado, especialista en Derecho Administrativo y filosofía y con Maestría en Política. Ex Edil de Bogotá D.C., ex asesor del Alto Comisionado para la Paz. Columnista de opinión política y jurídica en varios medios de circulación nacional. Participa periódicamente en debates políticos en Voces RCN radio y en el noticiero RED más noticias de televisión. Profesor de las Universidades de La Sabana, La Javeriana y el Rosario. Autor de varias publicaciones entre las que se destaca Punto de Quiebre: fundamentos del pensamiento Conservador.

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*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.

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