He conocido mucha gente que lleva y llevó esas marcas tatuadas sobre su espíritu, y a veces creo que las enfermedades de las que algunos ya murieron fueron ecos de esos momentos de violencia primordial. Me resulta increíble que después de 50 y más años de conflicto armado, de espacios de excepción sobre estados de excepción (y viceversa), estatutos de seguridad (formales e informales), no tangamos un diálogo sobre el asunto, sobre quienes lo vivieron (y lo han vivido), sobre la manera como en Colombia le estamos heredando a las generaciones que vienen ciertos vacíos históricos.
¿Y la tortura?
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Cuando trabajé en Sudáfrica con excombatientes del Congreso Nacional Africano alrededor de los impactos sociales de la Comisión de Verdad, salió a la luz el hecho obvio que en el conteo de graves violaciones a los derechos humanos realizados por esta institución emergían los daños concretos sobre cuerpos concretos que se habían dado en las décadas concretas de la estructural violencia racial. Era evidente en ese contexto que había una larga lista de seres humanos torturados (en medio de políticas contrainsurgentes), maltratados en las cárceles o espacios de confinamiento. Así mismo, lo que se “legalizó” a la fuerza años después en Guantánamo y Abu Ghraib (por efectos de una guerra contraterrorista) era considerado tortura en los 80s. Y por supuesto, hubo maltratos también del otro lado, en mucho menor proporción (por considerarse una guerra contra el Estado-Apartheid). Si bien la Comisión dejo muchos huecos abiertos con relación a la violencia histórica (que hoy día se abren en el país), al menos asignó a todos los involucrados su dosis de responsabilidad histórica.
En Colombia llevamos más de una década (y de seguro será mucho más) hablando de procesos, leyes e instituciones asociadas a lo transicional junto a las mutaciones que los académicos le adjudican a este momento histórico: transición en medio del conflicto, transición sobre transición, transición sin transición, en fin. El deber de memoria y el derecho a las víctimas se ha puesto en el centro de diversos debates, con balances complejos. Hemos hablado de desplazamientos y de diferentes tipos de daños, a veces con la sensación de que hemos instaurado lo grotesco casi que como unidad de análisis de la guerra en Colombia: la masacre, la motosierra, la casa de piqué, y hasta los hornos. Todos compitiendo en una espacie de jerarquía internacional del horror, donde el Holocausto sigue siendo el campeón. Por cierto, hasta hace unas semanas apenas, el tema de la desaparición forzada que parecía evasivo, tuvo importancia en Cuba. Y aunque me distancio de leer la guerra en Colombia con el índice de lo grotesco, por creer que la masividad de la violencia está en su normalización invisible, cotidiana y casi incontable por lo que puede parecer irrelevante, quisiera decir que hay un daño sobre el cuerpo que ha estado ausente (a menos que se tanga una relación directa) para nuestros debates nacionales.
Me refiero a la tortura, a la extracción de información y de verdades a punta de dolor, a la inscripción del poder (en todos su formas) sobre el cuerpo de quien es visto como enemigo, como una modalidad de castigo y de perversa “pedagogía”. He conocido mucha gente que lleva y llevó esas marcas tatuadas sobre su espíritu, y a veces creo que las enfermedades de las que algunos ya murieron fueron ecos de esos momentos de violencia primordial. Me resulta increíble que después de 50 y más años de conflicto armado, de espacios de excepción sobre estados de excepción (y viceversa), estatutos de seguridad (formales e informales), no tangamos un diálogo sobre el asunto, sobre quienes lo vivieron (y lo han vivido), sobre la manera como en Colombia le estamos heredando a las generaciones que vienen ciertos vacíos históricos. Habiendo estudiado y trabajo en el marco de comisiones de verdad y otro tipo de comisiones de investigación, lo único que espero es que la que nos toque no sea una oveja con piel de lobo. En ese proceso, lo que va a ser necesario es un mecanismo o dispositivo articulador que vincule diversos procesos de investigación, haga inteligible otras formas de violencia y que conecte, si es posible, la inscripción sobre el cuerpo con una historia más amplia del proceso de violencia. Pero para hacerlo necesitamos reconocer sus cicatrices.
Foto portada: Andrés Bermúdez
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