¿Cómo estamos cuidando nuestras semillas?
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1992
Sonaba la alarma. En teoría eran las 5:00 de la mañana, pero realmente eran las 4:00. En ese entonces el gobierno de Gaviria nos había adelantado el reloj una hora para aprovechar la luz solar; era el tiempo de los apagones, que se prolongaron por un año. Yo debía alistarme para poder bajar con mi abuelo a la puerta y esperar puntual el transporte. Los mosquitos y jejenes nos devoraban las piernas. Había que llegar al colegio a las 6:30 de la mañana.
Tenía ocho años para ese entonces y mis recuerdos son casi nulos de lo que aprendí en tercero de primaria. Solo recuerdo que por largo tiempo fue mágico jugar con mis compañeras de clase en el colegio cuando aún estaba muy oscuro y, en cuestión de segundos, se hacía de día. Eso es algo que, ahora como adulta, me parecería una tontería; en la niñez fue algo sorprendente.
Aprendimos a leer, a sumar, a restar, a multiplicar; mucha religión y algo de historia distorsionada, porque estudié en un colegio dirigido por españoles que nos hacían ver la colonización como algo heroico y señalaban a los nativos como seres primitivos que debían estar agradecidos con Colon y los bandidos que llegaron a nuestras tierras por mostrarles las “bendiciones” de la civilización.
La rutina estaba marcada por luchar con el sueño en la misa de 30 minutos en la que los cantos eran la forma de poder liberar bostezos represados, después haber estado sentada por 5 horas en un duro pupitre de madera de caoba mientras veía un desfile de profesores que explicaban todo en la pizarra; a veces esas explicaciones se veían interrumpidas por segundos de tortura cuando la tiza se enredaba en una que otra uña rasgando la pizarra, produciendo ese sonido chirriante que te pone los pelos de gallina.
Inmersa en un clima tan insolente como el barranquillero, las clases de matemáticas en un pupitre debajo de un abanico de techo antes del mediodía eran un somnífero para las 45 niñas que tenían que permanecer inmóviles mientras veías multiplicaciones en el tablero verde sin ninguna aplicación a la realidad. Desgraciadamente, nos enseñaron las tablas de multiplicar para aprenderlas de memoria sin la maravillosa lógica que tienen para hacer de las tareas cotidianas algo sencillo (entre ellas, para hacer rendir un sueldo cada vez más precario para la mayoría).
Como si arrastrara una cruz, yo cargaba un maletín lleno de libros cuadernos y útiles escolares que podía pesar unos cinco kilos.
Obtenías 10 en “disciplina” si tenías la “virtud” más grande en ese modelo escolar: guardar silencio, permanecer inmóvil y repetir como un loro lo que dijeran los profesores sin atreverte a desafiarlos en un debate dentro del aula. Quince años después, ya lejos del colegio, aprendí en la universidad (y por mi cuenta) para qué servía todo ese pensamiento abstracto de las matemáticas. Pero aún lamento cómo me cercenaron la posibilidad de entender y amar esta ciencia exacta que puede ser divertida y está en todo lo que nos rodea.
Ilustración 1. “La máquina de la escuela”, Francesco Tonucci
La viñeta del pedagogo Francesco Tonucci no ha perdido vigencia. Las escuelas siguen siendo lugares en los que, en parte, se busca homogeneizar a las personas en vez de trabajar en respetar las diferencias.
En una intervención en Los Danieles, Alejandro Gaviria citaba dos frases fundamentales: “las universidades son como una especie de convento donde la comunidad va a esconderse del mundo” y “si nos devolviéramos al siglo XVIII y nos trajéramos a alguien a este mundo el único que podría seguir haciendo las cosas sin notar la diferencia serían los profesores”.
Han pasado muchos años y me pregunto: ¿qué tanto ha cambiado el modelo educativo en todos estos años? ¿Las escuelas están preparando a sus estudiantes para entender su realidad y transformarla dando prioridad al pensamiento crítico y la innovación?
Ya los profesores no les ponen orejas de burro para ridiculizar a los niños que no hacen lo que ellos quieren en clase; ya no se les pega con una regla a los que no se quedan quietos y no hacen las planas; ya existen consejos estudiantiles que les dan participación a los estudiantes en la toma de decisiones del colegio, pero todavía se siguen replicando viejas costumbres que se evidencian sobre todo en la educación rezagada de muchos colegios públicos y rurales en Colombia.
Soy hija de una psicopedagoga que toda una vida ha trabajado en una institución pública de Barranquilla. Y he sido testigo de cómo, poco a poco, se ha pauperizado la inversión en educación. Si bien en ese colegio cuentan con la suerte de que el edificio no se caiga a pedazos como otros que puedes ver en la Colombia profunda, cada vez reducen más el ingreso salarial de los maestros. Esto hace que ya no sea una carrera seductora para mucha gente y el nivel académico de muchos de esos nuevos profesores deja mucho que desear; cometen faltas ortográficas y carecen de preparación para inspirar a sus estudiantes. Pero esa crisis se puede aplicar a todas las carreras, incluyendo al periodismo, en un mar de mediocridad en el que me incluyo. Aunque hay pequeños destellos de grandeza.
La pandemia ha desnudado los grandes lastres que cargábamos desde hace tiempo. Y la principal damnificada será la educación. Muchos profesores, tanto en el sector público como en el privado, han hecho un esfuerzo personal dantesco para remar a contracorriente de las dificultades de la virtualidad que se evidencia en los estratos socioeconómicos altos, pero que son un drama para las zonas vulnerables.
Conozco historias loables de profesores que conocen de cerca la problemática de sus alumnos y se involucran como si se tratara de sus propios hijos para resolver casos extremos de injusticia y desigualdad. En el plano académico es común escuchar las historias de niños que no pueden tomar las clases y necesitan recoger las fotocopias con el contenido escolar porque en su casa no hay internet o porque hay un único celular (que, además de ser una herramienta incómoda para aprender, muchas veces deben compartírselo entre padres que trabajan y otros hermanos estudiantes). También hemos visto historias de niños que han recibido la dotación de una tableta para conectarse, pero que al poco tiempo se las han robado porque viven en cordones de miseria rodeados de delincuencia. También, de niños que se encuentran indefensos en sus casas con sus propios abusadores y tienen ganas de suicidarse porque ya no tienen ni siquiera ese momento de protección que les otorgaba la escuela. Hay familias enteras que viven el duelo por la muerte de muchos familiares y que se encuentran en completa desprotección sin que el Estado les garantice su seguridad alimentaria. Hay padres que no pueden acompañar a sus hijos para apoyar el trabajo de los profesores porque deben salir a trabajar en oficios realmente duros, que los agotan, y cuando llegan a la casa no tienen ganas ni de hablar (ni, mucho menos, de explicar una tarea).
Ante esta realidad surge la necesidad imperativa de los padres de que sus hijos regresen a las aulas, pero esto choca con la realidad y el miedo real de los profesores al contagio masivo. Esto, porque saben las condiciones precarias a las que se enfrentan: niños y niñas que escasamente pueden ser alimentados, con un sistema inmunológico débil presa fácil de cualquier virus, familias que no pueden cambiar de tapabocas a diario porque es un artículo de lujo en su presupuesto, colegios que a veces no cuentan con un servicio de electricidad y agua potable ininterrumpido, con dificultades para dotar los baños con jabón y papel higiénico. Si bien la escuela sería un elemento sanador para los niños en estos momentos de aislamiento (que, además, han disparado las enfermedades mentales), puede ser también una bomba de tiempo con la circulación de nuevas cepas; ya se ha demostrado que los niños no son inmunes a complicaciones derivadas del covid. Si no se ofrecen las garantías necesarias, como la vacunación de todos los profesores, es difícil que puedan regresar a las aulas.
2021
Son las 5:00 de la mañana y escucho un gallo en un patio vecino, algo surreal en un sitio tan urbano como en el que vivimos. Desde mi ventana puedo ver cómo el sol redondo de color naranja con tonos pastel se asoma perfilando la Sierra Nevada de Santa Marta. Mi hijo se levanta a las 6:00. Le regalo una sonrisa, pero no acaba de levantarse cuando le digo que ya tiene que alistarse para “ir al colegio”; yo he replicado las mismas acciones que tanto odiaba de mi mamá. Aunque no soy tan ortodoxa como para exigirle una ducha fría a esa hora. Mientras corre por toda la casa con su mascota Kala, enciendo el computador para ingresar a sus clases virtuales.
La mitad de los estudiantes tienen la cámara encendida, y los demás (incluido mi hijo) solo tienen una foto. Llevamos un año en este modelo virtual que consiste en unos cuantos días de alternancia (temporalmente suspendido por este espeluznante pico de la pandemia). En total, mi hijo ha asistido al colegio cuatro días, que han resultado ser un elixir de felicidad para él, a pesar de que ya no ve a sus 20 compañeros en el mismo salón, sino que se ha reducido el encuentro a 5 niños; ya no hay recreos ni momentos de juego en el parque; debe ir con el tapabocas y no quitárselo salvo durante los 15 minutos de merienda; y debe lavarse las manos constantemente en múltiples estaciones de lavamanos dispuestas en cada rincón del colegio.
De lunes a viernes debe sentarse frente a la pantalla desde las 7:30 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía, con algunos intervalos de descanso que suman 30 minutos. Lo odia.
Los primeros meses lo dejaba solo frente al computador, pero me daba cuenta de que, cuando me alejaba y no veía lo que hacía, minimizaba la pantalla para abrir un videojuego: "Among Us". No sabe leer ni escribir muy bien, pero se las ingenió para activar el intérprete de voz, cosa que ni yo sabía hacer. Desde hace unos meses renuncié a todo lo que hacía durante la mañana para acompañarlo a tomar sus clases y servir como policía de mi propio hijo para que no esté brincando y corriendo por la casa junto a Kala.
Primero fui una inquisidora; lo regañaba fuerte para que atendiera las clases y lo veía llorar amargamente diciendo que había sido injusta. Tenía razón, le estaba exigiendo que hiciera algo que no es normal en un niño: quedarse quieto por tantas horas sentado frente a un computador, y sin las recompensas adictivas de los videojuegos.
En un par de semanas me di cuenta de lo estúpida que había sido en replicar la premisa de “la letra con sangre entra”. Sin llegar a los golpes lastimaba al niño con mi actitud y mis palabras por no querer “estudiar”. Luego apliqué un modelo de recompensas con una tabla de puntos que iba sumando por su “buen comportamiento” para obtener un regalo al final. Tuvo resultados en muy poco tiempo, pero aún no conseguía que realmente el acto de aprender se convirtiera en algo motivador.
Hago el esfuerzo por comprender la clase con él en un idioma que no es el nuestro. “Veis plus funf ist gleich sech”, me enseña. Desde que busco la forma de que me traduzca en palabras las emociones que siente frente a cada situación, todo va logrando un mejor cauce; escuchamos las explicaciones de las profesoras y yo lo refuerzo con mis propias explicaciones: le digo que cada letra tiene un sonido, así que cuando empieza a leer es como si hiciera música. Las vocales son las liberadoras de las consonantes y exagero con mímicas la explicación. Él se ríe a carcajadas y veo cómo empieza a leer algunas palabras cortas con fluidez. Mi obsesión ya no es que se quede quieto tantas horas: mi meta es que tenga curiosidad por aprender. Le explico que, en la medida que sepa más cosas, se hará más fuerte porque no siempre estarán papá y mamá para defenderlo.
“Por miedo a que mueran no los dejáis vivir”
Parece una frase escrita por el miedo de los padres a que los niños contraigan covid, pero es una frase del pediatra Janusz Korczak, padre de los derechos de los niños, cuando les hablaba a las madres de sus pacientes. El peligro en ese entonces era el nacionalismo y la xenofobia, no un virus invisible que se previene con solidaridad hacia el otro.
En 1942 daba de comer y atendía a niños judíos huérfanos en el gueto de Varsovia. Durante el desalojo decidió rechazar la inmunidad que le ofrecieron los nazis y tomar el tren junto a los 200 niños rumbo a Treblinka, donde fueron asesinados.
Me quedo con esta frase de su autoría: “Los niños son personas cuyas almas contienen la semilla de todas las ideas y emociones que poseemos. Hay que orientar con delicadeza el crecimiento de esas semillas”.
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