Providencia: día 100, año cero

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Cuatro meses después del huracán Iota, el verdadero daño del desastre en el archipiélago comienza a ser visible. La Silla Vacía estuvo en la Isla cuando se cumplieron los 100 días que dio el Presidente para reconstruir las casas.

Rómulo Areiza, 49 años, nacido en Providencia, describe una isla que no existe. Para en cada esquina y señala: “Acá había una casa grande y hermosa. Quedó destruida”. Casi siempre la frase es la misma, como si hiciera un inventario, pero es un duelo.

En Providencia las cosas no son lo que son sino lo que fueron: un pedazo de rama es la señal de un árbol enorme de mangos, los cimientos de una casa son una posada, la virgen de mármol del convento cortada a la mitad, a la que solo le quedaron los pies, es un monumento. 

Después del huracán, todo paisaje en la isla se volvió una evocación. 

* * *

Iota, el primer huracán de categoría cinco en la historia de Providencia y Santa Catalina -dos islas a 720 kilómetros de la costa colombiana-, llegó en la madrugada del 16 de noviembre de 2020. 

Desde entonces, casi todas las cifras en torno a las islas han sido excesivas: ese día hubo vientos de hasta 251 kilómetros por hora, el 98 por ciento de las casas y edificios y el 90 por ciento de los árboles fueron arrancados por el viento. Tres días después, el Gobierno lanzó un plan para reconstruir la infraestructura en 100 días.

El presidente Iván Duque prometió rehacer la mayoría de la isla en poco más de tres meses. En sus palabras, como “una divina Providencia”

Pero el plan se aplazó. Comenzó oficialmente el 1 de enero de 2021,con la meta final de fabricar 1.134 casas nuevas y reparar 877.

Los 100 días se cumplieron el viernes pasado, sin ninguna casa nueva terminada de las 130 que esperaban tener al 10 de abril, y con cerca de 400 reparadas, según le dijo a La Silla Vacía la presidenta de Findeter, Sandra Gómez, encargada de la infraestructura de las casas (escuchar Podcast).

Escucha"#241. "Providencia: Un huracán, 1.134 casas y 100 días después…"" en Spreaker.

Pero las señales del huracán pueden verse más allá de los techos y pilares faltantes. Más allá de los centenares de personas que aún viven en carpas levantadas junto a los escombros, y de las deudas que han contraído otras para levantar sus casas, cansadas de esperar su turno con el Gobierno. Más allá, incluso, de la presencia cada vez más fija de militares en la isla (ver historia) y de la ausencia total de turistas.

La huella es más profunda. 

Lo que quedó después del viento fue una isla que no se parece a la anterior, en la que persisten las señales de la furia de esa madrugada.

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El día del huracán, Aileen Ortiz, de 20 años, abría la puerta trasera de la casa durante dos minutos para arrojar en baldes el agua que le llegaba a la cintura. 

Entonces veía el mundo que se desmoronaba afuera. Los postes de luz que caían y batían sus cables como látigos, y el vuelo espontáneo y violento de todo lo que no se suponía que debía volar: televisores, perros, árboles y containers que se estrellaban contra las casas.

La imagen nunca era la misma. En ese lapso de cuatro segundos en el que Aileen giraba, llenaba el balde de agua y lo arrojaba afuera antes de que el viento la arrastrara a ella también, el mundo cambiaba completamente. 

A un par de kilómetros de allí, en Santa Catalina, Noel Archibold se empeñaba en no ver la destrucción. Aferrado a una cuerda, en la intemperie detrás de la cisterna que lo protegía de las olas de 20 metros que golpeaban la costa, le repetía a su esposa, María Eugenia Álvarez, y a los otros que estaban con él que no levantaran la vista. Que ocultaran la cabeza para no ser golpeados por los objetos que volaban. 

No veían nada, pero no había forma de bloquear el ruido. 

“El viento hablaba 20 idiomas. Escuchaba gritos de auxilio, gatos que chillaban, el bramido de una multitud. Pero me asomaba y no había nadie. Era el viento, que tenía adentro mil voces. El demonio”, dice el párroco Benito Huffington, que estaba refugiado en el baño de la casa cural de Providencia. 

El viento parecía empeñado en quedarse. “Cuando sentíamos que se iba, era como si dijera, ‘ah, me faltó este árbol’, y se devolvía para arrancarlo”, dice Amparo Pontón, periodista y residente en Santa Catalina. 

Un huracán no destruye solo por la velocidad del viento, sino por la constancia de su giro en espiral. Luego de dar una vuelta alrededor de su ojo, el viento regresa solo un poco más adelante del último punto por el que pasó, y repite el ciclo.

 

Por Providencia y Santa Catalina el huracán Iota avanzó con paciencia durante 10 horas. Cuando se calmó, había 10 casas en pie y no se sabía cuántos muertos.

El presidente Iván Duque no pudo aterrizar cuando hizo su primer sobrevuelo de reconocimiento por el daño del aeropuerto. Las islas estuvieron desconectadas durante más de 24 horas, sin saber cuántos de los 6.650 habitantes habían sobrevivido.

El padre Benito Huffington salió de su refugio al mediodía con la misma pregunta: “¿A cuántos tendré que enterrar hoy? ¿A quiénes?”.

La comitiva del Gobierno, la Armada y el Ejército pudo aterrizar al día siguiente, el 17 de noviembre. En la isla recuerdan que traían bolsas para recoger los cadáveres. Algunos dicen que 700. Otros que 5 mil. En ese momento nadie podía ponerse a contar. 

El huracán dejó, en total, cuatro muertos. Los isleños sobrevivieron protegidos por los pocos fragmentos de concreto que tenían cerca: los baños y las cisternas. 20, 30 personas, encerradas en búnkeres improvisados.

“Como los cangrejos que se ocultan en las raíces cuando van a desovar, que son como una sombra oscura que no se distingue en la playa, uno sobre otro, así mismo estaba la gente en los baños”, dice Areliz Fonseca, la madre de Aileen, masajista, pintora.

Y así mismo salieron los isleños a las calles destruidas cuando pasó el viento. El padre Benito Huffington bajó corriendo la colina desde la casa cural y comprobó que en el refugio del centro comunal, al que el viento le había arrancado el techo, todos habían sobrevivido en el baño de concreto. 

“Nos salvamos porque pasó de noche”, dice el cura. “Si hubiera sido de día la gente hubiera tenido la tentación de intentar salvar algo”. 

Se salvaron de la muerte porque no la vieron. Como Noel, con la mirada clavada en el suelo, y Aileen, que solo veía destellos a través de la puerta.

Pero al otro día todos tuvieron que levantar la vista. 

* * *

En los restos de la casa de Mario Watler hay una mesa con tres patas boca arriba, un cd y un rallador.

Hay cierto azar en aquello que decidió arrastrar el viento. El huracán levantó el techo y las paredes de la casa, pero dejó allí la mesa rota entre la maleza. 

Mario, nacido en Providencia, retirado, y su esposa, Mercedes Acero, viven en una carpa al borde de la montaña, mientras Findeter reconstruye su casa. No quisieron armarla más arriba, junto a los cimientos de la que fue su hogar, porque temen que la arrastre la brisa. 

Después del huracán, el viento no se ha ido del todo de Providencia. La lluvia, que debía llegar en junio, comenzó desde febrero. Los cangrejos, que debían bajar a desovar en abril, llegaron desde marzo.

Si mira con atención la montaña, Mario aún encuentra rastros de escombros entre la vegetación, entre los árboles caídos y las raíces arrancadas. De pronto se queda callado y dice: “Mire, ahí hay otro pedazo de zinc”.

Es una montaña que ha mirado toda la vida. 

Mario tenía ocho años cuando vivió su primer huracán, Hattie, en 1961. Vivía en la misma montaña, en la casa de su abuela, la primera que se construyó. Luego hubo otras dos, la de su padre y la suya. En 2005 recibió allí la noticia de que uno de sus hijos se había ahogado al caer de un bote de pesca en altamar. Ocurrió tres días después del huracán Beta. 

En Providencia los huracanes son la medida del tiempo. Con ellos se cuenta la longevidad de las vidas y de las construcciones. “Esta tiene cuatro huracanes”, dice una señora señalando su casa.

Las tres casas en la montaña de la familia de Mario fueron destruidas por Iota. “El Idiota”, como le dice Mercedes riendo, y como lo han rebautizado casi todos en la isla.

Desde 1953, el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos comenzó a nombrar estos fenómenos, como una forma de facilitar la comunicación de las previsiones y los recuentos de daños.

Es un sistema que solo puede aplicarse a desastres como los huracanes y las tormentas tropicales, que se repiten cada año en el Caribe entre junio y noviembre. 

Quizá por eso, por tener un nombre, los huracanes son un tipo más íntimo de tragedia. Los isleños hablan de ellos como de viejos conocidos; para burlarse, para maldecirlos o solo para llevar la cuenta del tiempo. Lo nombrado y lo sucesivo tiene esa carga inevitable de afecto. De afecto y de afectación.

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Rómulo dice que fue como si un gigante hubiera escupido fuego sobre la isla. O como un diente de león recién soplado. O como un ejército que dedicó la noche a arrancar una por una las hojas. La mañana después del huracán, Providencia era una isla sin sombra. 

El 90 por ciento de las coberturas vegetales, en especial en el norte, desapareció con Iota, según el Instituto Von Humboldt, que junto a otras instituciones como Coralina y el Invemar hicieron una expedición en enero para estudiar el impacto.

El coordinador del proyecto, Wilson Ramírez, dice que pueden pasar hasta 20 o 30 años para que la isla recupere “la identidad de bosque”. 

Una generación entera. 

Que vuelva el manglar alrededor de la costa puede tomar más tiempo. Se perdieron dos terceras partes, con especial daño en el mangle rojo, que tiene algunas especies que pueden demorar hasta 100 años en volver a crecer. 

El manglar fue el que recibió el impacto del tsunami que acompañó al huracán en Santa Catalina y el centro de Providencia. “Fue una barrera que rompió las olas y los vientos. Se sacrificó. Dejó su vida por salvar otras”, dice Wilson.

Los isleños han tenido una relación vital con el manglar desde hace mucho. Cuando Uriah Steele, habitante de Santa Catalina, se portaba mal de niño, su madre lo mandaba a sembrar mangle en la costa como castigo.

Hoy es biólogo marino. Ha trabajado por tres décadas con el Inderena, con el Instituto Nacional de Pesca, y con otras instituciones investigando el ecosistema en las islas, y asesorando a estudiantes de biología que llegan del centro del país a hacer su tesis de grado allí.

Tiene 62 años, le falla un poco la vista, pero aún ve claro cuando está sumergido. También en la superficie, cuando se trata de las señales del mar. “No tengo que bucear en el arrecife para saber que está destruido. En esta orilla no había olas, las frenaban corales de 8-10 metros más allá. Si ahora veo olas es porque se abrió la puerta, porque el coral está en el piso”.

Providencia tiene -hasta que un estudio dimensione el impacto de Iota- la tercera barrera coralina más grande del mundo. Ese bosque submarino hace engañosa la profundidad del océano. Unas décadas atrás, antes de que se perfeccionara la navegación, Rómulo veía desde su casa en la montaña a los barcos rumbo a Centroamérica que encallaban en el coral y luego se hundían.

Cada tanto bajaba con sus amigos a ver qué cargamento encontraban flotando en el manglar. Eran regalos del mundo que quedaba al otro lado del mar. 

“Si encallaban cerca, la gente alcanzaba a navegar antes de que se hundiera para tomar lo que los tripulantes habían dejado”, dice Rómulo.  

En el manglar Rómulo encontró carros de juguete, chaquetas de marca, gaseosas sin destapar. Allí conoció las manzanas, antes de salir por primera vez de la isla a los 16 años. También llegaron en esos barcos encallados los primeros televisores, antes de que hubiera señal de televisión en Providencia. 

Pusieron esas cajas con pantalla y patas altas en el centro de la sala como adorno y los niños iban de visita para ver los aparatos. Rómulo imita el ruido de la pantalla cuando los encendían, los puntos blancos y negros intermitentes de la ausencia de señal. “Era como arroz hirviendo”, dice.

Cuando en 1980 el gobierno de Nicaragua, presidido por Daniel Ortega, reclamó a San Andrés, Providencia y Santa Catalina, el gobierno del entonces presidente Julio César Turbay buscó dejar señales de soberanía: creó el Comando de la Armada y el Ejército en San Andrés, puso una bandera gigante en medio de dos montañas en Providencia, y llevó la televisión a la isla.

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En los primeros días luego del huracán, Providencia se vació como los barcos abandonados tras el naufragio. Muchos salieron solo para probar que estaban vivos a sus familiares, y luego volvieron.

Providencia fue, durante esas semanas, un lugar en el que todos estaban potencialmente muertos, incluso aunque caminaran y se vieran los rostros, debido a la desconexión con el exterior.

De hecho, el último de los cuatro fallecidos, Nicacio Howard, se contó entre los sobrevivientes hasta 10 días después del huracán. Le decían ‘hippie’. Le decían sabio. Era, según la periodista Amparo Pontón, la biblia del mar de Santa Catalina. Conocía cada hierba medicinal; cada insumo que el mar y el bosque tropical proveen para sanar. 

Murió el 26 de noviembre, por la hemorragia interna, que le dejaron los golpes que recibió, y por la infección que le provocó el agua que tragó durante el tsunami. 

A punto de morir, Nicacio Howard intentó encontrar hierbas de Santa Catalina para salvarse. Pero no estaban. Se las había llevado el viento.

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“La naturaleza no es ni buena ni mala. Es imparcial. Los huracanes son eventos tan naturales como el amanecer o el atardecer. No son un castigo, y después de uno solo se puede pensar en el próximo”, dice Wilson Ramírez, el investigador del Instituto Von Humboldt que estuvo en la isla estimando el daño ambiental.

Ve señales de que no fue definitivo. Aún con los troncos fraccionados y desplomados, el 60 por ciento de los árboles en Providencia está rebrotando. 

“Hay que permitirle al bosque su recuperación. Asistirlo con siembras de las especies de manglar y de árboles que más tardarán en recuperarse”, dice.

No solo la naturaleza se recompone con sus mismas piezas. 

La plataforma que sostiene la carpa en la que vive desde hace cuatro meses la periodista Amparo Pontón está construida con los mismos materiales que el huracán destruyó. Madera, clavos reacomodados y sogas. 

Entre los escombros, Areliz y su hija Aileen encontraron a una gata. Tenían otra, Kata, que desapareció en medio del caos cuando las personas trataban de dejar la isla.

A la que encontraron le falta una pata, creen que por el huracán, y al principio no sabía caminar. Pero con los días ella también aprendió a andar con la herida. La nombraron Kata.

El otro hallazgo fueron tres de los cuadros pintados por Areliz, que fueron apareciendo cuando quitaron las tejas y los muros dispersos por el suelo. Una de las pinturas está inconclusa: es una imagen de Providencia, vista desde Cayo Cangrejo, que Areliz tenía pendiente para terminar luego del huracán.

Es una vista que solo volverá a existir completamente dentro de 20 años, y quizá entonces tampoco sea la misma.

Areliz ya no sabe si quiere terminar el cuadro. “A veces digo que sí y a veces que no. Así lo dejó este suceso. De pronto este es el cuadro”.

Pero luego se arrepiente: “O de pronto lo termine cuando esté viviendo en mi nueva casa. Es que le faltan tantos detalles”.

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