Tomar o no tomar Coca-Cola (y Postobón)

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Tomar o no tomar Coca Cola, esa es la cuestión. El dilema ronda hasta en los periódicos.

Tomar o no tomar Coca Cola, esa es la cuestión. El dilema ronda hasta en los periódicos. El diario El Espectador como tantos otros, se debate entre informar haciendo periodismo o formar a sus lectores con infomerciales de los que pende el beneplácito de la pauta publicitaria y, en últimas, su subsistencia.

Esto se vio el 1 de diciembre cuando El Espectador publicó una nota bajo el titular: “Después de cinco años regresa la caravana de Coca-Cola a las ciudades de Colombia”. La información, a pesar de estar en la “Redacción Nacional” del periódico, era un informercial, la nota típica salida de la maquila de la casa publicitaria de una marca, no el ejercicio contrastado y escéptico propio de una sala de redacción periodística.

La noticia no está en la publicitada caravana Coca Cola —¿eso sería noticia?—, sino en por qué esa nota se publica una semana después de que Héctor Abad publicó en El Espectador la columna de opinión Azucar, azuquita, donde reseña la “defensa impúdica, malsana y dañina de la Organización Ardila Lulle, y de su emporio mediático, RCN, de los intereses de la industria azucarera y de refrescos”.

La reseña de Abad recibió una respuesta a los pocos días en enérgicas cartas dirigidas al periódico por parte de Claudia Gurisatti, directora de Noticias RCN y NTN24, y de Bruce Mac Master, presidente de la Asociación de Industriales de Colombia. Ambas respuestas descalificaban a Abad por no respaldar sus afirmaciones con pruebas concretas, pero tal vez lo más llamativo fue ver cómo la defensa no venía directamente de Coca Cola y Postobón, las empresas aludidas, sino por parte de un medio periodístico y de una agremiación gremial. Este ejercicio de enmascaramiento le permite a ambas marcas pasar de agache en la polémica y que su nombre no figure en notas de prensa negativas, trinos y memes que por un efecto viral llegarían a un margen más amplio de consumidores. “Los medios de comunicación son como un revólver, cuando uno lo necesita lo saca y dispara”, gustaba decir en privado el magnate Julio Mario Santo Domingo.

Gurisatti y Mac Master sí le sacaron tiempo a debatir con Abad, pero poco o nada han hecho para discutir con otro columnista del mismo periódico, Cesar Rodríguez, director de De Justicia, quen en los últimos meses ha publicado cinco columnas sobre el mismo tema. Tal vez la argumentación bien sustentada del abogado y su ONG le dificulta a los correveidiles de Coca Coca y Postobón el responder sin entrar en contradicción con la “responsabilidad social” que tanto pregonan en sus respuestas a la reseña Abad. Las críticas de Rodríguez son La conspiración del azucar (Septiembre, 2016) Censura Azucarada (abril, 2017), Censura Gaseosa (noviembre, 2017), Comida Chatarra (noviembre, 2017), y Obesos y famélicos (noviembre, 2017).

El vaivén entre las dos informaciones publicadas por El Espectador —el infomercial de la Caravana Coca Cola y la polémica por “Azucar, azuquita”— hacen eco a un reportaje recientemente publicado en el New York Times: Nos silenciaron’: La lucha en Colombia por gravar las bebidas azucaradas, una pieza de periodismo que muestra cómo las personas de la asociación colombiana Educar Consumidores reciben amenazas anónimas, intimidaciones y chuzadas en sus comunicaciones y deben enfrentar al gobierno colombiano y a conglomerados económicos que mediante acciones judiciales los obligan a retirar sus anuncios y a silenciar sus comunicaciones.

El artículo del New York Times muestra cómo de esa cadena de amenazas y censura no se salva nadie. El Espectador también recibió lo suyo, en menor grado, bajo la amenaza del retiro de la publicidad por parte de Coca Cola. El periodista del New York Times hace algo raro, periodismo del periodismo, y contrasta dos versiones encontradas dentro de la casa editorial: una, la del editor del periódico, Fidel Cano, y otra, la del vicepresidente de publicidad del periódico, Mauricio Umaña. La disparidad entre ambas narraciones da cuenta de la minada frontera entre información e infomercial que se vive día a día en las casas periodísticas. Vale la pena citar el episodio en extenso:

“Los ejecutivos de la industria no estaban contentos con la postura del diario, pero se enojaron más cuando se produjo un video, como parte de un programa quincenal llamado La Pulla, que satirizaba a los oponentes al impuesto por ignorar la evidencia científica sobre los riesgos del exceso en el consumo de azúcar. “Una vez que publicamos el video, la cosa se puso fea”, dijo el editor de temas de ciencia y salud del periódico, Pablo Correa. […] Terminaba el video con la imagen de una botella de Sprite y el eslogan de uno de los anuncios más famosos de esa bebida: “Las cosas como son”. El video se subió justo antes de la medianoche del 15 de diciembre y rápidamente obtuvo 500.000 vistas. Fidel Cano, el editor de El Espectador, y sobrino de Guillermo Cano dijo que recibió una llamada por la mañana de un ejecutivo sénior de publicidad del periódico que le dijo que un representante de Coca Cola había llamado para protestar y exigir que se eliminara la botella de Sprite. Cano se muestra apenado cuando recuerda lo que siguió. Ante el prospecto de un litigio y la pérdida de las ganancias por publicidad, dice que ordenó que quitaran la botella. En un pequeño acto de desafío, permitió que se quedara el eslogan. El video alterado se hizo viral; atrajo más de dos millones de vistas y dio pie a una discusión pública sobre la censura y el poder de la industria refresquera. “¿Ganaron?”, reflexiona Cano. “Realmente no”. En una conversación telefónica, el vicepresidente de publicidad del periódico, Mauricio Umaña, contradijo el relato de Cano, pues dice que no recibió ninguna llamada de Coca Cola ni de ningún ejecutivo de ninguna otra refresquera.”

En resumen: Cano, el editor de información, señala que la llamada de Coca Cola sí existió y que “ante el prospecto de un litigio y la pérdida de las ganancias por publicidad”, ordenó la modificación de la pieza de opinión, pero dejándole al pastel de periodismo visceral una cereza envenenada de parodia: “las cosas como son”. Mientras tanto, Umaña, el editor de infomerciales, señala que nada de esto ocurrió (de ser así, ¿por qué se modificó el video?).

Al respecto, conviene recordar una declaración de Umaña, cuando trabajaba como vicepresidente comercial de la Unidad de Medios de Caracol, en 2013: “El anunciante quiere cada vez más diferenciarse en la forma de hacer publicidad y con la diversidad de medios que ofrecemos, nuestros clientes actuales y futuros podrán tener presencia de manera estratégica y novedosa”. Tal vez la novedad que ofrece Umaña a “el anunciante” sea la de insertar infomerciales estratégicamente a manera de noticias, como es el caso del regreso de “la caravana de Coca-Cola a las ciudades de Colombia”. Gran “novedad”.

La presión de Coca Cola a El Espectador recuerda el affaire entre el periódico El Espectador, en cabeza de su editor Guillermo Cano, y el Grupo Grancolombiano. Entre 1981 y 1982, a raíz de una larga serie de artículos, noticias, informes especiales, editoriales, columnas de opinión y caricaturas que analizaban y denunciaban el manejo delictivo —mezcla de maniobras bursátiles y autopréstamos— que estaba haciendo el Grupo Grancolombiano, el pulpo económico ejecutó una tenaza económica y dinamitó el flujo de toda la pauta publicitaria del periódico con la pretensión de asesinarlo económicamente. El gesto fue imitado por otros empresarios como una muestra tácita de solidaridad gremial. Al final, los informes del periódico, que apenas eran observados por otros medios, sumados a la crisis financiera de 1983, llevaron al gobierno y a la justicia a tomar cartas en el asunto: el banquero Jaime Michelsen Uribe fue destituido de la dirección del Banco de Colombia, la justicia le dictó orden de captura y el ladrón de cuello blanco huyó del país. Sin embargo, este caso dejó una advertencia clara que perdura entre los periodistas y, más importante aún, entre los bien remunerados editores de medios: no hay que patear la lonchera. Este episodio también marcó un declive definitivo a los altibajos financieros de El Espectador, que no pudo recuperar la igualdad de estatus en su competencia con El Tiempo, empresa que sumó más pauta a su dosis jugosa de publicidad privada y estatal y que hace unos años fue adquirido por Luis Carlos Sarmiento, el hombre más rico del país y banquero-presidente de Colombia.

La pugna de El Espectador se extiende a los espectadores de la pugna, a todas esas personas que eligen no consumir bebidas azucaradas y se percatan de la conducta de esos monopolios y multinacionales. Hace más de una década la Campaña Killer Coke se inició en los Estados Unidos para protestar por la muerte violenta de Isidro Gil, líder sindical de los trabajadores de la planta de Coca Cola, que fue asesinado a la entrada de la fábrica en Carepa, Antioquia, el 5 de diciembre de 1996. El recuento de la situación señala que, dos días después del homicidio, un escuadrón paramilitar hizo presencia en la planta y repartió unos formularios preparados con antelación por un administrador de la empresa donde se les exigía a los trabajadores renunciar a la unión sindical. La versión de Killer Coke es que los trabajadores sindicalizados huyeron en masa, el sindicato se disolvió y los sueldos para los trabajadores especializados se recortaron en un tercio. En la página de Killer Coke se menciona a otros siete trabajadores de Coca Cola asesinados por sus labores sindicales, el archivo también se extiende a otras latitudes —China, El Salvador, Guatemala, India, Kenya, México, Pakistán, Filipinas, Tanzania y Turquía— y se actualiza con una amplia gama de situaciones: acosos, amenazas y maltrato laboral, sequias por usos y abusos con las fuentes de agua, campañas de desprestigio a activistas y coaptación de informes académicos para rendir informes favorables.

La locuaz beligerancia de Killer Coke ha llevado a que decenas de instituciones de eduación superior y algunos colegios estadounidenses, presionadas por uniones estudiantiles y sindicales, prohiban el consumo de Coca Cola en sus campus o no renueven sus contratos de exclusividad con la compañía, una medida que ha menguado con el tiempo al no avanzar los litigios legales en contra de la empresa por el caso del asesinato de los activistas colombianos.

Ahora es Coca Cola la que intenta poner prohibiciones en las universidades: en 2010, los organizadores de un ciclo de cine de larga tradición en la Universidad de Concordia, en Montreal, Canadá, recibieron una carta por parte de los representantes legales de Coca Cola donde los amenazaban con acciones legales en caso de incluir en su programación El caso Coca Cola, un documental que sigue de cerca el proceso legal iniciado por varios grupos de sindicalistas, en especial los colombianos, ante la justicia estadounidense. El paramilitarismo, como problema estructural del país, también puede haber tocado a Postobón, sin embargo no parece haber mucho interés por el desarrollo de estas investigaciones (ver Postobón y los paras: cero y van cuatro en La Silla Vacía).

En las oficinas corporativas de Coca Cola Femsa en Colombia hay una amplia división de personas pagadas y pegadas a pantallas que se dedican en turnos y jornada continua a rastrear informaciones relacionadas con la marca para tomar medidas cautelares (¡Hola!blush). La empresa cuida con celo su marca, que figura siempre entre las cinco más valiosas a nivel mundial y, como lo revela una filtración, los altos ejecutivos de la firma tienen estrategias disuasivas para influir sobre ministros gubernamentales y otros funcionarios en Bosnia-Herzegovina, Ecuador, Portugal y algunas regiones de España. En el reportaje del New York Times se cita al actual ministro de Salud, Alejandro Gaviria quien, al referirse a la labor de los 90 cabilderos que actuaron en las audiencias legislativas para aplastar la iniciativa tributaria del impuesto a las bebidas azucaradas impulsada con valentía desde su cartera, dice: “En Colombia, la industria azucarera y las principales empresas de medios pertenecen a los mismos conglomerados económicos […] Tienen un poder intimidatorio. Y lo usaron”.

El 11 de noviembre de este año El Espectador publicó una pieza de periodismo con un titular poco gaseoso: “En la Procuraduría no toman Coca Cola”. El texto es un ejercicio propio del qué, cuándo y cómo del periodismo que da cuenta del litigio legal entre la Indega (Femsa), la compañía que produce la bebida Coca Cola en Colombia, y la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá. Un pleito que lleva más de diez años de duración, donde está en discusión el cobro por el servicio de alcantarillado que le hace la empresa pública a la privada, un proceso que llegó a una conciliación, en diciembre de 2016, donde Coca Cola finalmente aceptó el cobró y se ofreció a pagar la cifra de $32.614 millones, con una rebaja de $10.000 millones menos al cobro inicial. La Procuraduría, en defensa de lo público, objetó esa negociación por no tener en cuenta los intereses generados en el prolongado proceso y el asunto pasó de nuevo a los tribunales.

El negocio de las bebidas azucaradas, además de problemas de salud, le trae retos a la industria: la búsqueda desesperada de una nueva sustancia que sustituya el azúcar sin afectar la adicción del ciclo corporal que demanda consumir más y más unidades. La explotación laboral en la explotación de los cultivos de caña, el monopolio del cultivo y la lucha por el control de los precios del azúcar, son ingredientes que le suman un mal sabor a la bebida, un sinsabor que, conjugado al enroque y cabildeo para cooptar la política pública, hacen que el mercadeo del producto se tenga que centrar cada vez más en factores externos a la sustancia insalubre que se está vendiendo.

El mal sabor se enmascara con emociones: se matricula a Papa Noel como ícono de la marca, se lanzan dosis joviales de porno suave en calculadas imágenes que pretenden seducir a una nueva generación global de futuros padres, se patrocina a la Selección Colombia y el Mundial de Fútbol. En el caso de Postobón el enmascaramiento más reciente consiste en usar la causa contra la desnutrición infantil en La Guajira para mezclar “responsabilidad social” con mercadeo, usar de conejillos de indias a los niños de esa región para darles una nueva bebida, Kufu, y renovar la adicción azucarada en una nueva camada de párvulos mientras los pozos de agua se secan y el agua embotellada escasea y sube de precio (ver Kufu, ¿mercadeo o responsabilidad social?, una crítica de De justicia publicada en El Espectador y Dulce Censura en La Mesa de Centro en La Silla Vacía).

Ante el poder de estas empresas, la acción individual parece limitada, pero hay cambios culturales que poco a poco alzan vuelo. De un momento a otro, toda una generación de personas cambia de perspectiva: la industria de las bebidas azucaradas podría enfrentar el mismo devenir de la industria tabacalera hace unas décadas, tal vez dentro de unos años la acción de comprar gaseosa en envase tres litros o dar ese brebaje a los niños produzca el mismo rechazo que ahora provoca fumar cigarrillos.

La cuestión dejó de ser si tomar o no tomar Coca Cola (y Postobón) —por fuera del público cautivo, son cada vez menos las personas que las toman—. El asunto es qué pueden hacer y qué no estas empresas, hasta dónde llegan sus derechos y cuáles son sus deberes. La mejor estrategia publicitaria es la genuina “responsabilidad social”. Ninguna campaña, ninguna amenaza o acción legal será tan efectiva como idear mejores productos, bebidas bebibles, al menos no tan nocivas y contaminantes.

Por el momento Coca Cola y Postobón solo quieren exprimir hasta la última gota azucarada de rentabilidad, reproducir el ciclo de adicción en nuevas generaciones, copar las góndolas del mercado y los basureros con sus envases plásticos y controlar la venta de productos alternativos comprando empresas en las que vean cualquier asomo de competencia, en especial las que venden agua, solo agua. La maravillosa delicia que es el agua, ese prodigio.

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