OPINIÓN

La Constitución cambió todo para bien

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Hace treinta años Colombia adoptó el cambio político e institucional más profundo y positivo en toda su historia republicana. Les otorgó poderes inusitados a los ciudadanos, abrió el escenario político, llenó de controles a quienes ejercen el poder y provocó el ingreso del país a una nueva época.

Aunque parece una hipérbole, en realidad no lo es. La dimensión del cambio fue tan grande que los propios constituyentes no la previeron y la tradición colombiana de aferrarse a las emociones tristes, como lo documentó Mauricio García, obliga a subrayar los beneficios que nuestros “intelectuales”, por parecer críticos, y nuestros políticos, por no abandonar un segundo la mezquindad, se niegan a aceptar de la transformación positiva que esa Constitución significó en términos de democracia.

En casi todos los países se celebra el día de la Constitución, un feriado con actos simbólicos de unidad y de consenso. En Colombia no solo no se hace, sino que se aprovecha cada aniversario para poner de presente que, a pesar de todo, perseveran la violencia, la corrupción y las carencias sociales, y sentenciar, entonces, el fracaso de ese proceso.

Es paradójico porque la Constitución colombiana goza de una enorme legitimidad. En todo el espectro político se le invoca e incluso desde las diversas vertientes del escenario se reclama su paternidad, pero no se reconoce bien como elemento unificador. Todos de acuerdo sobre sus bondades, que se niegan a reconocer en forma unificada y prefieren celebrar separadamente.

Los actores políticos proclaman y lamentan el incumplimiento de la Constitución, pero escribirían una con las mismas líneas de construcción si tuvieran hoy el papel (bueno, la pantalla) en blanco.

Los propios constituyentes, llamados en estos días a recordar y hacer un balance, consideran su obra extraordinaria pero incumplida y lo que reclaman es que se cumpla. “Nada se ha cumplido”, le oí decir a una de ellas en una exageración injustificada e injusta.

Los constituyentes se quejan de que “los políticos” generaron un retroceso en lo que ellos habían aprobado y dejan entonces un extraño sentimiento de desilusión que incluso impide celebrar que cada persona sea absolutamente consciente que tiene un enorme poder para protegerse de la arbitrariedad. “Le meto una tutela” es una expresión común, que forma parte del lenguaje cotidiano, que no requiere mucha explicación para saber de qué se trata. Ese es el enorme logro constitucional y ese es el cambio enorme de las relaciones de poder.

Todos los que ejercen algún grado de autoridad saben que hay un control efectivo a sus actuaciones, que lo ejerce cualquier persona, que impide o repara el abuso.

El texto aprobado por la Constituyente resultó tan omnicomprensivo y, si se quiere, omnipresente, que la guerrilla de las Farc duró 50 años alzada en armas contra el orden constitucional, la mitad de ellos en vigencia del nuevo orden; y, sin embargo, cuando negoció las condiciones para su desmovilización, no propuso cambio constitucional alguno. La Constitución adoptada en 1991 dejó sin discurso la lucha armada.

Todas las tareas que se les impusieron a los constituyentes en términos políticos se cumplieron con creces: matizar el presidencialismo cuya hipetrofia había merecido todo tipo de críticas y debates políticos y académicos; desbloquear el sistema político que había sido cerrado por el Frente Nacional y que invocaba la guerrilla para justificar su alzamiento; y el centralismo al que se le atribuía buena parte de la ausencia de Estado en la periferia y sobre el que se construyó esa frase que se repite permanentemente de que en Colombia hay más territorio que Estado.

El texto constitucional fue mucho más allá de lo esperado e incluso sus desarrollos han ido hasta confines impensados por los propios constituyentes. Esa ha sido casi la magia de la Constitución que la ha vuelto cada vez más legítima y que le ha permitido permanecer vigente durante treinta años y que muy probablemente logre alcanzar el medio siglo y quizás mucho más.

Los constituyentes, por ejemplo, prefirieron evadir el debate que algunos plantearon sobre la regulación del aborto, y el desarrollo jurisprudencial reconoció el derecho de la mujer a abortar cuando se encuentra en unas condiciones en las que sus derechos esenciales están en juego. Seguramente en algún momento ese derecho se ampliará.

Hace treinta años nadie planteó el reconocimiento de los derechos de las parejas del mismo sexo, ni de cambiarse de sexo o, para ir a algo más simple, cambiarse de nombre o escoger si el apellido de la madre va primero que el del padre.

Para representar el poder del parlamento británico, al cual se le hacía depositario de la soberanía en el Estado liberal clásico, se decía que lo podía todo menos convertir a un hombre en una mujer. Nuestra Corte Constitucional ha amparado en varias oportunidades el derecho de las personas a elegir el cambio de sexo, incluso a menores de edad.

A partir de artículos constitucionales, escritos hace tres décadas, en Colombia se reconoce a los animales, a los ríos, a los páramos como seres vivientes y sujetos de especial protección por parte del Estado. En ese momento a nadie se le ocurrió tanto.

El diseño institucional para la provisión de servicios sociales básicos permitió que sus coberturas pasaran de pequeños porcentajes a cubrimientos casi universales en varios de ellos.

Han pasado tantas cosas y tan sorprendentes, tan pioneras incluso en el ámbito internacional, que es difícil salir de la perplejidad cuando muchos, incluso los que la escribieron, dicen por estos días que se quedó escrita, que le pusieron un freno de mano y tantas otras cosas tan carentes de sentido histórico y tan empapadas de las emociones tristes ya citadas.

Ese balance catastrófico que se ha difundido en estos días hace recordar el título de obra de David Bushnell: "Colombia una nación a pesar de sí misma".

 

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