Colombia ha tenido organizaciones criminales, de las más peligrosas y crueles que ha visto la humanidad en los últimos cincuenta años. Guerrilleros y narcotraficantes han querido atentar contra los presidentes en innumerables ocasiones, la inmensa mayoría de ellas controladas a tiempo por los órganos de inteligencia. Solo el 7 de agosto del 2002 y ayer han logrado ejecutarlos, en ambos casos por fortuna, sin pérdidas de vidas humanas.
Entre ese atentado y el de ayer habíamos conseguido, con inmenso esfuerzo y no poco dolor, reducir en forma muy considerable a esas organizaciones criminales. Se desarmaron y sometieron a la justicia con beneficios decenas de miles de paramilitares y guerrilleros. En la confrontación perdieron la vida otros miles. Centenares se capturaron y pusieron a órdenes de la justicia o se extraditaron. El acuerdo con las Farc desmovilizó y desarmó a unos 12 mil.
Hemos gastado millonarios recursos en el combate a esas organizaciones. No se había escatimado esfuerzo económico alguno para modernizar el armamento, sofisticar la inteligencia, mejorar las instalaciones, dar la mejor formación a los miembros de las fuerzas.
Hay casi unanimidad de que el narcotráfico es el principal combustible de todas nuestras violencias, y en eso sí que nos hemos concentrado, aunque sin mayor éxito.
Íbamos relativamente bien. Desde el atentado del 2002 los numerosos indicadores, construidos también después de miles de horas de trabajo de grupos de estudio institucionales y académicos, habían mejorado.
La violencia homicida se había reducido a casi la tercera parte. Los secuestros habían prácticamente desaparecido. Las afectaciones a policías y soldados también se redujeron a casi cero. Las heridas y muertes por minas antipersona también, y claro, parecía impensable que después de tanto esfuerzo cualquier grupo tuviera la osadía, la crueldad y el atrevimiento de cometer un atentado contra el Presidente de la República.
Incluso hace cinco años, cuando los miembros de las Farc entregaron sus armas, muchos alcanzamos a tener la ilusión de que era, ahora sí, realmente el comienzo del fin.
La incesante controversia política alrededor de las condiciones para conseguir el desarme de las Farc y el desdén, por decir lo menos, con el que este gobierno recibió el encargo de cumplir ese acuerdo, impidió que, por ahora, la ilusión se cumpliera.
La “paz” no pudo ser completa porque no se pudieron construir las condiciones para que el ELN entrara en un acuerdo similar al de las Farc. Ni ese grupo ha tenido la intención, ni la sociedad dividida podía construir ese camino.
Ese grupo aprovechó las circunstancias sumadas de unos territorios abandonados por las Farc que no fueron copados por el Estado, de la incertidumbre que se generó con el cumplimiento del acuerdo, del apoyo del gobierno venezolano, de la falta de liderazgo presidencial para enfrentarlos eficazmente, para crecer y ampliar su capacidad de generar daño.
El propio gobierno dice que la presencia de ese grupo en las ciudades se ha multiplicado, y que ello explica la infiltración de grupos violentos en manifestaciones de protesta y la destrucción de bienes públicos y privados, así como los ataques a la Policía. Eso no pasaba hace tres años, o era marginal.
El gobierno abandonó la idea de promover masivamente un plan de sustitución de cultivos ilícitos para tratar de insertar en los mercados legales a decenas de miles de familias que dependen de los mercados ilegales, con todo el riesgo de violencia que eso implica. El resultado de la nueva política ha sido el aumento de la producción de cocaína, e incluso, según datos del gobierno de los Estados Unidos, el crecimiento del área cultivada con cultivos ilícitos y el incremento de la violencia homicida asociada al narcotráfico.
En seguridad ciudadana, durante casi treinta años, habíamos logrado construir políticas públicas de carácter integral, que iban desde la cultura ciudadana hasta el fortalecimiento de la justicia y el sistema carcelario. La acción con poblaciones en situación de riesgo de ser víctimas o victimarios de hechos de violencia, especialmente jóvenes para incluirlos en la sociedad, y no solo amenazarlos con el castigo por el consumo de sustancias prohibidas u otras conductas, era prioridad en casi todos los planes de seguridad.
Confiar todo al Código Penal, y el deterioro de la actuación y la organización policial por rencillas y divisiones internas, por descuido gubernamental del discurso de protección de los derechos humanos, así como las controversias políticas entre los distintos niveles de gobierno, nos devolvió años.
Ese cúmulo de cosas nos ha llevado a una situación, si se quiere, peor que la del 2002.
Las noticias y las imágenes de cuerpos decapitados flotando en los ríos, de asesinatos selectivos o circunstanciales por el robo de una bicicleta o un celular, los asesinatos de líderes sociales o excombatientes, crímenes inenarrables contra niños y niñas, y un larguísimo etc., nos cambió la ilusión por desesperanza y miedo.
Los índices de percepción de inseguridad son los peores en décadas. Las circunstancias de la pandemia, la sensación de falta de gobierno, y que todo se salió de madre, genera desconfianza que hace inviable a una sociedad.
El atentado de ayer contra Iván Duque, por todas las afectaciones personales y familiares que recaen sobre el Presidente, y las institucionales que son muy graves, debería servirnos para pensar si lo mejor era desandar lo avanzado, y si no para corregir.
Eso solo se logra con actos de humildad y audacia, que ojalá el propio Presidente u otros actores lideren, para que dentro de un año no tengamos la certeza de que hay que comenzar de nuevo y que todo se perdió.
Como lo relató La Silla, la primera reacción de los propios comunicadores de Cúcuta fue: "si ni el Presidente está seguro, ¿qué nos queda?".