OPINIÓN

El proceso de paz y las drogas: lo que revelan los acuerdos de La Habana

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Los acuerdos sobre el punto 4 de la agenda no son el fin de la “guerra contra las drogas” en Colombia, pero hay que reconocer que responden a las preguntas adecuadas.

Por: Julián Wilches* (@julianwilches)

Los acuerdos sobre el punto 4 de la agenda no son el fin de la “guerra contra las drogas” en Colombia, pero hay que reconocer que responden a las preguntas adecuadas.

Cabe recordar que en La Habana, como lo han repetido incasablemente los voceros del Gobierno, sólo se dialoga sobre lo pactado. Es decir, la política de drogas, en general, no estaba en discusión en la mesa de diálogos. Lo que sí se discutió fueron tres puntos: sustitución de cultivos ilícitos, programas de prevención del consumo y salud pública, y solución del fenómeno de producción y comercialización de narcóticos.

Del glifosato al desarrollo rural integral

Erradicación voluntaria, desarrollo rural integral, participación de las comunidades y no criminalización de los pequeños cultivadores, son algunas de las principales características de los acuerdos en materia de reducción y sustitución de cultivos ilícitos. Esto significa que la aproximación del Estado a estos territorios olvidados durante décadas, empezará por la suscripción de acuerdos con las comunidades, en los que éstas deberán manifestar su compromiso de eliminar los cultivos de coca, marihuana y amapola de sus territorios. Aunque esto ya se ha intentado antes seria la primera vez que el Estado no tendría a los fusiles de las Farc en contra.

A partir de esto iniciaría un proceso de participación comunitaria local y regional, orientada a construir planes de desarrollo rural integral con un enfoque territorial. Por eso, los acuerdos de drogas se deben leer de la mano de los acuerdos de desarrollo rural, el punto 1 de la agenda. Esto supera la típica idea de la simple sustitución de cultivos ilícitos por otros cultivos, para abarcar aspectos más amplios del desarrollo de los territorios y las comunidades, como, por ejemplo, la infraestructura, la seguridad alimentaria, la comercialización de productos, elementos ambientales, el componente económico, entre otros.

Pero el Estado no perdería su capacidad coercitiva para enfrentar la criminalidad en las regiones. Bien es sabido que los grupos armados al margen de la ley ejercen violencia y presión sobre las comunidades para que siembren coca y participen en las primeras fases de la producción de cocaína, entre ellos las FARC, como lo reconocen por primera vez en los acuerdos. De ahí que sea fundamental el compromiso de la guerrilla de “…poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentando con” el narcotráfico, pactado en este punto.

Después de una eventual desmovilización, y donde no sea posible la erradicación voluntaria, el Estado tendrá aún la capacidad de hacer erradicación manual con grupos especialmente constituidos para eso. Y, finalmente, cuando lo anterior no sea posible por condiciones de seguridad, entonces el Estado podrá emplear la aspersión aérea.

Esto implica un cambio en la secuencia lógica de la intervención del Estado: la aspersión aérea que actualmente es la regla general, a partir de los acuerdos de La Habana, será la excepción. De esta forma el Estado gana legitimidad al dejar la aspersión, que tanta resistencia genera en las comunidades, como una herramienta que sólo se utilizará cuando los pobladores no manifiesten su voluntad de erradicar y no sea posible hacerlo manualmente. Algunos críticos –Vargas en El Espectador- del acuerdo no reconocen esta enorme diferencia, de poner la aspersión en función del desarrollo y no como la punta de lanza de la presencia del Estado en los territorios.

De otro lado, el foco de las acciones del Estado en los territorios más olvidados será la generación de procesos de desarrollo y bienestar de los ciudadanos, que es una forma, principalmente, de reducir las vulnerabilidades sociales, económicas, institucionales y ambientales, de forma que no sólo se reduzcan los cultivos y la producción de drogas sino también otras formas de criminalidad. En este aspecto, ojalá se reconozcan las lecciones de varios programas anteriores que en el diseño han sido impecables pero en los que la implementación ha generado resultados muy aislados o de poco impacto.

Además de lo anterior, el Gobierno se compromete a realizar las propuestas normativas necesarias para que no se criminalice al pequeño cultivador. Esto significa ser más inteligentes al enfrentar el fenómeno e invertir los recursos del Gobierno y la Justicia en la prevención y concentrando los esfuerzos policiales y judiciales en las organizaciones criminales, en lugar de estar persiguiendo campesinos cultivadores.

De este punto del acuerdo se concluye que para los eslabones más vulnerables habrá una oferta de bienes y servicios públicos más amplia, mientras que se liberan recursos para una intervención más inteligente y eficiente contra los eslabones más criminales y con mayor capacidad de violencia y corrupción. Este cambio de enfoque que varias veces ha estado en el papel de las políticas públicas, significa nada menos que la reconversión de las capacidades de la policía y las fuerzas armadas bajo un mecanismo de modernización orientado a resultados concretos y sostenibles.

De la cárcel a la prevención y el tratamiento

En Colombia parece haber un consenso sobre la necesidad de tratar el consumo de drogas como un asunto de salud pública y con enfoque de derechos humanos, en lugar de tratar a los consumidores como criminales y enviarlos a la cárcel. En consecuencia, en La Habana se acordó la creación de un sistema de prevención y atención al consumo de drogas, que parte de reconocer que la prevención no es un hecho aislado que se hace a partir de una campaña de comunicaciones o desde un programa del Estado sino que requiere un enfoque sistémico, en el que participen los diversos ámbitos de la sociedad.

Los acuerdos deberán entonces materializarse en una política participativa frente al consumo de drogas basada en evidencia y con un claro enfoque territorial.

Incluir este punto en la agenda parecía un poco ajeno a la dinámica de la guerrilla de las Farc, pero cobra sentido como iniciativa del Gobierno, como una clara manifestación de la intención de equilibrar las capacidades institucionales. Vale la pena considerar que el presupuesto destinado a la prevención y atención del consumo de drogas en el país no supera el 8% de todo el presupuesto destinado a la política de drogas. Haber dejado el consumo por fuera de los diálogos hubiera sido, posiblemente, profundizar la concentración de recursos públicos en los aspectos represivos.

Lucha contra el crimen organizado

Establecido que los pequeños cultivadores y los consumidores requieren una respuesta del Estado orientada a la garantía de derechos y el desarrollo de las comunidades, en La Habana también se acordó concentrar los esfuerzos del Estado en la lucha contra el crimen organizado y sus actividades delincuenciales. Como se lee en el borrador del acuerdo, “el propósito central es desarticular las organizaciones criminales comprometidas con este flagelo, incluyendo las redes dedicadas al lavado de activos”.

En este último punto, Colombia es líder en la región y aun así lo logros son pocos. Los cálculos de expertos como Daniel Mejía, Daniel Rico o Ricardo Rocha indican que el producto del narcotráfico puede representar entre el 1 y el 3% del PIB colombiano y eso concentrado en las manos de unos pocos criminales, es mucho dinero. Cabe recordar que el cultivador de coca recibe unos ingresos menores a los de la línea de pobreza al producir un kilo de base de coca, que contrasta con los ingresos cercanos a los siete mil dólares de quien exporta la misma cantidad de cocaína.

Por eso el Gobierno se compromete a poner en marcha una política criminal que “fortalezca y cualifique la presencia y efectividad institucional y concentre sus capacidades en la investigación, judicialización y sanción de los delitos asociados a cualquier organización o agrupación criminal” relacionada al narcotráfico.

Con este propósito se realizará un mapeo del delito en Colombia, se conformará un grupo de expertos para la elaboración de un estatuto de prevención y lucha contra las finanzas ilícitas, se fortalecerán las capacidades institucionales y se promoverá la cultura de la legalidad, además de fortalecer el proceso de extinción de dominio sobre bienes producto del narcotráfico y la adecuada administración y destinación de los mismos. Es decir que el mecanismo institucional contra el narcotráfico se establece como la plataforma para enfrentar todas las rentas criminales, reconociendo la enorme confluencia entre éstas.

Todo lo anterior parecen funciones naturales del Estado y, sin embargo, es en este terreno en donde se encuentran los resultados menos favorables contra el narcotráfico. Así mismo, hay que decir que estos asuntos se encuentran en la agenda de política criminal de varias entidades del Estado.

Los retos de lo acordado

El acuerdo se propone una meta irrealizable: un país libre de drogas ilícitas. Este propósito guarda relación con las convenciones de Viena (el marco internacional de la política de drogas) pero no es realista. Más lo sería un objetivo orientado a reducir el impacto de las drogas sobre los individuos y la sociedad. Haber fijado esta meta será un obstáculo a la hora de evaluar lo alcanzado después de unos años de la implementación de estos acuerdos. Cabe recordar que las Naciones Unidas se han propuesto revisar las convenciones de Viena en una Asamblea General en 2016 precisamente porque después de 53 años de “guerra contra las drogas” no se han alcanzado los objetivos

Otro reto será la propia implementación de lo acordado, que supone dos cosas que en Colombia no tienen buenos antecedentes: la generación de capacidades institucionales y de la sociedad para responder adecuadamente, así como la articulación entre las entidades del Estado. Además, los acordado se encontrará con la inercia de las instituciones y de los demás actores, lo que significa que cualquier giro será lento. Un análisis profundo de los avances y desafíos de entidades claves para el proceso como Consolidación, Incoder, las corporaciones autónomas y la fuerza pública, por nombrar solo algunas, permitirían proyectar en un plano real y con casos específicos las inversiones necesarias para el fortalecimiento del Estado en el territorio.

Esta implementación deberá considerar que el narcotráfico no es la única fuente de financiación de las Farc y que este grupo no es el único que participa en el narcotráfico. Es decir, que se enfrentaran dificultades resultantes de los intereses de organizaciones criminales.

También relacionado con la implementación se encuentra el factor de la participación, que supone un reto de articulación entre lo que las comunidades perciben como sus necesidades y los conceptos técnicos que podrían no ser coincidentes.

Finalmente, se encuentra el reto de poner a dialogar los acuerdos de La Habana con la discusión global (o al menos hemisférica) sobre la reforma de  la política de drogas. En el año 2016 se realizará la Sesión Especial de la Asamblea de las Naciones Unidas para analizar este tema. Colombia no ha definido aún una posición juiciosa para este escenario internacional pero lo acordado en La Habana es punto de partida para la construcción de una política de drogas interna y tener una posición definida en el plano internacional para poder ser el jugador estrella que muchos países esperan que Colombia sea.

En conclusión, el borrador del acuerdo en el punto de drogas pretende ordenar la casa en función del desarrollo integral de los territorio y la lucha contra el crimen organizado, y dejar abierta la puerta para un debate más amplio sobre la política de drogas en Colombia, la región y el mundo.

Nota: este artículo se elaboró a título personal. Sin embargo, se consultó la opinión de Ana María Rueda, Daniel Rico y Juan Carlos Garzón. Algunos de sus aportes fueron incluidos, otro no. Muchas gracias.

 

* En Twitter: @julianwilches

* Exdirector de Política de drogas del Ministerio de Justicia y de Derechos. Fue asesor del Programa Presidencial contra Cultivos Ilícitos y desde entonces se ha desempeñado en diversos ámbitos del desarrollo, la gestión internacional y, principalmente, la política de drogas. Es politólogo de la Universidad de los Andes y tiene una maestría en periodismo de la Universidad de Alcalá de Henares.

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