Colombia ya pasó por la tragedia de la Unión Patriótica, y el fantasma de ese genocidio ronda la nueva etapa que arranca el país con la firma del Acuerdo de Paz. Este fin de semana, la presidente de ese partido, Aída Avella, denunció un atentado en contra de un joven activista wayuu.
También corrieron versiones según las cuales una universitaria de Montería que apareció asesinada pertenecía a la Marcha Patriótica y al Campamento por la Paz de esa ciudad, asunto que, sin embargo, desmintió esa colectividad.
Desde que arrancó el cese bilateral del fuego entre el Gobierno y las Farc, el pasado 26 de agosto, han ocurrido 20 homicidios contra líderes de distintas organizaciones sociales, como lo documentó La Silla la semana pasada. Pero más allá de la cifra fría, quisimos reconstruir la historia de lucha de algunos de ellos en cuatro regiones.
Un ejercicio no sólo para hacer memoria sino también para tratar de entender las dificultades y poderes a los que se enfrentan cada día muchos activistas de la Colombia profunda.
Álvaro Rincón, el líder que el Ejército mató
El día que Álvaro Rincón Galán cayó muerto al frente de su hogar en el caserío Cuatro Vientos de la vereda Patio Bonito de San Pablo al Sur de Bolívar, en ese rincón de Colombia volvieron a arder las cicatrices de la guerra curadas a medias en los últimos años con la relativa calma que volvió al Magdalena Medio tras la desmovilización paramilitar.
Tres balas: una en la cadera, otra en una pierna y otra en un brazo, fueron las que acabaron con su vida el domingo 11 de septiembre a las 5 de la tarde cuando salió a mirar mientras llevaba en brazos a su hijo Keiner de tres años, si un helicóptero del Ejército había aterrizado en sus tierras.
Keiner estaba emocionado de ver de cerca un modelo del pájaro de metal que estaba acostumbrado a escuchar de lejos; y Álvaro, dice su esposa, solo quería verificar que todo estuviera bien.
Pese a que ese día además de su hijo en brazos llevaba un buso gris y una pantaloneta -vestimenta que está lejos de ser la de un guerrillero-, un soldado de la Quinta Brigada, que acababa de bajar del helicóptero, le disparó. Así, sin mediar palabra.
La escena la relatan sus familiares con desazón y algunos, cada vez que la reviven, vuelven a llorar, porque Álvaro, y eso lo dicen también sus conocidos y otros líderes de San Pablo, no tenía problemas con nadie.
Álvaro Rincón Galán nació en Aguachica, César, hace 37 años, en el hogar de José del Carmen Rincón y Fermina Galán, dos campesinos que les enseñaron a trabajar el campo a sus 10 hijos, y que terminaron en Patio Bonito, en San Pablo, porque para la época había mejores tierras y más trabajo allá.
José del Carmen y Fermina llegaron con una mano adelante y otra atrás a esa zona rural del Sur de Bolívar, y lo hicieron tan temprano que son considerados los colonos de Patio Bonito.
“Eso fue hace como 30 años, todos éramos muy pequeños. Álvaro debía tener por ahí seis años”, recordó Naím Rincón, uno de los hermanos mayores de Álvaro.
Álvaro era el sexto de sus 10 hermanos, y al igual que a la mayoría, no le gustó el estudio.
Las circunstancias tampoco le ayudaban mucho: si quería ir a la escuela de Patio Bonito tenía que caminar una hora y hacer las tareas en la noche, porque cuando regresaba tenía que ayudar a sus papás con los cultivos de papa, arroz, yuca y plátano.
Álvaro no era de muchos amigos, tampoco era hablador, le gustaba el vallenato, pero poco el licor, y era tímido con las mujeres.
A su esposa, Edith Carmenza Delgado Fuentes, seis años mayor que él, la conoció cuando inició la década del 2000 en el barrio 9 de marzo en San Pablo, donde sus papás llegaron a vivir cuando pudieron comprar una casa en el casco urbano del pueblo, y donde se quedaron hasta que murieron.
Carmenza para esa época ya tenía tres hijos -dos hombres y una mujer- y era viuda. A su otro esposo, al igual que a Álvaro, lo confundieron y lo mataron.
A ella la indemnizaron y con eso compró una casa en San Pablo, y más adelante, cuando ya estaba con Álvaro, una parcela de 20 hectáreas en Patio Bonito (donde además de los papás, cuatro hermanos de su esposo, ya tenían su propia tierra) a la que le construyeron una casa de tabla con tejas de zinc.
En los 15 años que duraron juntos, Álvaro asumió la crianza de los tres hijos de Carmenza como propia, y además, tuvo otros tres hijos con ella: Carolina de 10 años, Yahir de 9 años y Keiner de tres. El día de su muerte, Carmenza completaba poco más de cuatro meses de embarazo de su cuarto hijo.
Carolina era, así como suele ser en las familias, la niña de los ojos de su papá. Él le había comprado una moto para que fuera a la escuela en Patio Bonito y estaba pagándola a cuotas con la plata que conseguían vendiendo plátano, yuca y cacao los fines de semana y cuidando animales de otros vecinos.
Aunque no era muy hablador, Álvaro era considerado un líder de esa vereda, que tiene poco más de 50 familias.
Él no tenía cargo en la Junta de Acción Comunal de Patio Bonito, donde su viuda es la vicepresidenta. Pero era algo así como uno de esos líderes que arrastraba con el ejemplo, que era noble y trabajador, y que, dicen los que lo conocieron, siempre estaba dispuesto a ayudar.
“Era un buen muchacho, todos lo querían”, le dijo a La Silla Juan Hincapié, líder de la Asociación Agrominera del Sur de Bolívar, Asamisur.
Por eso fue que el día que el soldado le disparó, no solo la gente de Patio Bonito, sino de la Esmeralda, Vallecito y Cañaveral Bajo (veredas aledañas) llegaron hasta su casa para evitar que el Ejército se llevara su cuerpo y para reclamar por su muerte.
Según le dijeron a La Silla dos hermanos de Álvaro, los campesinos querían evitar que el cuerpo fuera manipulado y que luego fuera reportado como un ‘positivo’ en combate.
El Ejército, que llegó a la zona en el marco de operaciones contra el frente Héroes y Mártires del ELN, ha cambiado de versiones desde el 11 de septiembre.
Primero dijo que hubo un combate y que Álvaro murió en el fuego cruzado, pero esa versión se cayó cuando declararon todos los habitantes; más adelante, que llegaron hasta allá porque tenían información de inteligencia relacionada con que en la casa de Álvaro estaba alias ‘El Contador’, un guerrillero del ELN que manejaba las finanzas del Bloque del Sur de Bolívar y que por eso entraron y dispararon; y luego terminaron reconociendo que la muerte de Álvaro había sido un error.
Días después de la muerte de Álvaro Rincón Galán, en San Pablo, un municipio en la que el 80 por ciento de sus habitantes son víctimas de todos los tipos de guerra que ha visto el país, sus pobladores marcharon y pidieron justicia.
La Corporación Regional para la Defensa de los Derechos Humanos, Credhos, está acompañando a Carmenza, y a los hermanos de Álvaro en la demanda contra el Estado.
El caso lo está tratando la justicia penal militar y ellos están pidiendo que se lo deleguen a la justicia ordinaria porque no tuvo que ver con hechos de guerra.
Los familiares de Álvaro quieren que el soldado que disparó sea condenado y que el Estado pague por los daños y perjuicios contra Carmenza y sus hijos.
Keiner, por ejemplo, desde ese día no puede escuchar ruidos fuertes sin asustarse y dejó de hablar varias semanas.
Néstor Martínez, el ‘campeón’ del centro y sur del Cesar
Casi nadie en Chiriguaná ni en el resto del centro y sur del Cesar lo conocía como Néstor Iván Martínez Castañeda. Para dar con él había que preguntar por ‘Campeón’. Así lo llamaban desde que nació porque pocos en la vereda La Sierra, su tierra natal, esperaba que naciera y menos en perfecto estado. Su madre, la lideresa Dimas Matilde Castañeda, tuvo problemas en el embarazo y al tenerlo. Pero a ese apodo hizo honor enfrentándose a gigantes por la defensa de los derechos de sus coterráneos, hasta el 11 de septiembre pasado a las 5 de la tarde, cuando una bala en la cabeza menguó para siempre su valentía.
Néstor, un campesino cultivador de yuca y palma de aceite, era el vocero del Consejo comunitario de las comunidades negras de La Sierra, El Cruce y La Estación, todas ubicadas en el centro de su departamento. Hacía parte del Congreso de los Pueblos y fue asesinado en la finca de uno de sus hermanos, que queda a unos cinco minutos en moto de La Sierra, que es jurisdicción de Chiriguaná.
Siendo el quinto de ocho hermanos, a sus 49 años parecía el mayor por el liderazgo que ejercía en el ámbito familiar. Cuando uno de sus hermanos debió salir de su tierra por un tiempo, Néstor se hizo cargo de sus sobrinos y los ayudó a criar, por ejemplo.
Campeón vivía con su esposa en el centro de La Sierra, un pobladito de cuatro calles largas sin gas y sin alcantarillado. Ahí compartía con sus seis hijos: tres de su primer matrimonio, que ya eran huérfanos de madre desde hace dos años, y tres más pequeños.
Dicen varias personas que lo conocieron que a él no se le vio en otra cosa que no fuera la agricultura y la defensa de los derechos humanos y de la tierra de su comunidad. En esa tarea empezó con la mayoría de edad. “Desde entonces nos organizaba para cortar alambres, que era lo que hacíamos para quitar la cerca que los terratenientes ponían a baldíos que nosotros usábamos”, comenta Nubia Florian, una de sus compañeras de lucha.
El trabajo del Campeón fue importante porque con él se lograron procesos fundamentales para que la comunidad de La Sierra pudiera mantener incidencia en el uso que se dé de su tierra.
Por ejemplo, en 2009, conformó el Consejo Comunitario y desde entonces estuvo detrás de la titulación colectiva de su territorio. Una especie de escudo para protegerse de la llegada sin aviso de empresas o incluso de la realización de obras públicas sin consentimiento porque, al tenerlo, antes de cualquier intervención en la zona titulada debe hacerse consulta previa con la comunidad.
En ese proceso están aún a la espera de que la recién creada Agencia Nacional de Tierras, que hereda el proceso del liquidado Incoder, les dé respuesta de la solicitud de titulación. “Ese sería un gran logro del que Campeón estaría orgulloso”, nos dijo Florián.
Dicharachero, mamador de gallo y solidario con sus amigos, Néstor fue un defensor de los recursos naturales de su territorio con los cuales eran beneficiados unos pocos. Prueba de ello son el sinnúmero de requerimientos que durante al menos 14 años presentó ante Corpocesar, la autoridad ambiental del departamento, para que no permitiera que los palmicultores y arroceros de la zona desviaran el río Anime.
En su lucha por la defensa del medio ambiente, siempre se opuso a la expansión de la mina de carbón que explota la transnacional Drummond en esta región. “Además del daño ambiental que es sabido por todos, estaba el impacto social y cultural que genera la llegada de esas compañías a esta zona, a eso se oponía Campeón”, expresó Nadia Umaña, otra compañera de Néstor que nos habló para esta historia.
La Drummond está cerca de La Sierra y ahora va a empezar trabajos de exploración en la vecina vereda de La Aurora y La Loma, donde ya adelantaron una socialización.
Toda esa valentía de Néstor Iván fue acallada el 11 de septiembre cuando entraba a la finca de uno de sus hermanos a la salida de La Sierra.
Sobre los móviles del crimen, las autoridades aseguran que el hecho se registró en medio de un hurto a la finca, de donde en efecto se llevaron un revólver. Pero sus familiares y amigos creen que esa fue la excusa para cometer el homicidio, porque, por ejemplo, no se llevaron la moto en la que se transportaba ni se robaron más nada.
Según la Comisión de Interlocución del Sur de Bolívar, Centro y Sur del Cesar, de la cual Néstor fue miembro hasta el día de su muerte, dos hombres llegaron hasta la finca donde fue asesinado y retuvieron a los que se encontraban en el lugar para esperar hasta que él llegara y cometer el crimen.
Aunque su hermano Fidian Martínez asegura que Campeón no había recibido amenazas recientes que pudieran dar pistas sobre quién estuvo detrás de su muerte, “se sabe que él le incomodaba a mucha gente y a muchas empresas que andan por esta zona”, como él mismo nos dijo.
Dos meses antes de su asesinato, Néstor había liderado una protesta en contra de la privatización del Hospital San Andrés de Chiriguaná. Se supone que ese centro asistencial por ser de nivel 1 y 2 recibe recursos del Gobierno Departamental, pero una crisis económica lo tiene a punto de quebrar y de tener que entregarle parte de su sede a un privado para que la administre.
En medio de esas manifestaciones, el 11 de julio fue asesinado otro líder de La Sierra: Neiman Lara. Aunque los pobladores aseguran que fue la Policía, las autoridades nos dijeron que siguen las investigaciones de ese caso y que hasta ahora la información que tienen es que fue en medio de “fuego cruzado”. Lara dejó una familia de tres hijos.
La orfandad por la muerte de Néstor y de Neiman no sólo se siente en sus familias. Aunque quieren seguir luchando en memoria de esos dos luchadores y por la defensa de sus derechos, los pobladores de La Sierra y sus alrededores se sienten desamparados y con más temor de seguir adelante.
Tenemos miedo de que esas muertes sigan”, nos confesó uno de los miembros del Consejo Comunitario.
“Ni de Marcha Patriótica ni de la UP ni de ningún partido en particular, Néstor Iván Martínez se debía a su gente”. Esa fue la expresión de su hermano Fidián cuando le preguntamos por los ideales políticos del fallecido, un hombre que sin mayores estudios, porque no fue a una universidad, dio buena parte de esas luchas apoyado por su comunidad, esa misma que ahora, con un poco de miedo, exige que su crimen no quede impune y espera que la firmeza que él les heredó quede intacta.
Erley Monroy, el guardián de la Macarena
A Erley Monroy se le podía olvidar cualquier cosa antes de salir de su casa menos su sombrero. “Podía ser de noche e igual uno se lo veía puesto”, cuenta Héctor Arias, el personero de la Macarena.
Monroy era un líder campesino de vieja data. Fue presidente de Ascal-G, la Asociación Campesina Ambiental Losada Guayabero, que se creó hace ya veinte años y que por ese entonces juntó a campesinos y ganaderos de la región para la defensa de los recursos naturales de su territorio y para pelear porque les dejaran hacer una zona de reserva campesina entre los ríos Losada y Guayabero.
También fue presidente de la junta de acción comunal de Puerto Losada. Desde ahí, con ayuda de otros campesinos de la vereda, creó una cooperativa lechera que se llamó Corpolosada.
Siendo líder de su vereda y de Corpolosada, Monroy se volvió el vocero del gremio de los ganaderos de Losada, Guayaval y el Pato de San Vicente del Caguán. Salió a las carreteras a protestar junto a otros dos mil campesinos de Caquetá y Meta, durante el paro agrario de 2013.
Por esos días llegaron a decir que las Farc había obligado a varias asociaciones campesinas a marchar y Monroy salió por Caracol Radio diciendo que no era cierto y que no debían confundirlos con organizaciones al margen de la ley.
No era la primera ni la última vez que él y Ascal-G fueron tildados de tener vínculos con esa guerrilla. Eso nunca se ha podido confirmar.
Aún con ese rótulo encima, Monroy se lanzó el año pasado a la asamblea departamental del Meta por Alianza Verde y aunque no sumó los votos para llegar, siguió con su trabajo de defensor del medio ambiente.
Fuera del paro agrario, su pelea más dura, cuentan personas que lo conocieron, fue enfrentándose a los representantes de Hupecol, la petrolera que estuvo a punto de empezar una exploración en el bloque Serranía, justo entre San Vicente del Caguán y La Macarena.
Desde que se supo que la Anla le había dado la licencia ambiental a Hupecol, Monroy se volvió la piedra en el zapato para evitar que la petrolera pusiera un pie en el territorio.
Hablaba con todos los medios que podía sobre la resistencia de su comunidad a que entrara la petrolera y repetía que: “mientras el Gobierno quería hacer la paz con unos, con esas decisiones hace la guerra con otros”.
Montaba reuniones con la ayuda de Ascal-G convocando campesinos de todas las veredas de la Macarena para ver cómo hacían para presionar más para que la Anla revocara la licencia. Al final la revocó.
En los últimos meses, estaba concentrado en el sueño de Ascal-G: constituir una zona de reserva campesina.
Monroy fue a la primera audiencia pública que se hizo en octubre para constituirla. Además de él y otros representantes de Ascal-G, fueron también delegados de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina, Anzorc, y de la Agencia Nacional de Tierras.
Quizás por toda esa presión para crear esa zona, comentan en La Macarena, pudo ser que lo mataron. “Aquí la gente está muy prevenida con las hipótesis de su caso, pero es que él era un defensor de temas que tienen muchos enemigos: la tierra y el agua”, dijo a La Silla una persona que pidió no ser citada por su seguridad.
Por eso en el pueblo hay quienes aseguran que no puede ser coincidencia que maten justo a tres miembros de Ascal-G.
Porque aparte de Monroy, como contó La Silla, a las pocas horas le dispararon en su casa a Didier Losada y luego, saliendo del funeral de Monroy, le pegaron tres tiros a Hugo Cuellar. Duró varios días hospitalizado pero al final también murió.
Losada era carnicero y miembro de la Junta de Acción Comunal de Platanillo, una vereda de La Macarena.
Desde ahí, coordinaba su trabajo con los demás representantes de Ascal-G, para convocar a más campesinos a la Asociación, que ya hace presencia en 68 veredas.
Lo mataron hacia las nueve y media de la noche en su propia casa, delante de su esposa y su hijo.
A Cuellar no lo alcanzaron a matar en su casa, pero sí llegando. Justo cuando salía del funeral de su amigo Erley Monroy, lo atacaron desconocidos y según miembros de Ascal-G, lo jalaron de la moto en la que iba, le dispararon tres veces y quedó con un tiro en el abdómen. Aunque lo alcanzaron a llevar a un hospital en Florencia, días después se murió.
Era presidente de la junta de acción comunal de La Victoria, otra vereda de la Macarena.
Con la muerte de Erley, Didier y Hugo, en la Macarena, como nos decía una persona que nos pidió no ser citada “ya no hay esperanza en que el Acuerdo traiga paz. Que los mataran a ellos tres la gente lo ha tomado como un presagio de que se viene algo peor que la guerra con las Farc”.
En Caloto se fueron las Farc, pero llegaron los encapuchados
En pleno cese bilateral entre las Farc y el Ejército mataron en Caloto, Cauca, a los campesinos Jhon Jairo Rodríguez Torres y a José Antonio Velasco Taquinas. Aunque la alcaldesa Liliana Ararat dice que son casos aislados, para los líderes de la zona estos homicidios son el comienzo de un ataque sistemático de un nuevo grupo paramilitar que quiere ocupar el poder que dejaron las Farc.
Caloto es un municipio de solo 17 mil habitantes, que viven en su mayoría en el campo. Las Farc ha tenido una presencia tradicional en el territorio, pero desde el cese bilateral los campesinos aseguran que ya no se les ve.
En Caloto los indígenas, afrocolombianos y campesinos libran su propia lucha por el reconocimiento de sus territorios. Los campesinos, por ejemplo, buscan desde el 2000 la constitución legal de una zona de reserva campesina, que existe de hecho, pues ya delimitaron su espacio en dos corregimientos del municipio, El Palo y Huasanó.
Allí, en esa zona, es que se unen las vidas de Jhon Jairo, de El Palo, y José Antonio, de Huasanó. Los dos murieron en noviembre, con una semana de diferencia. A Jhon Jairo lo asesinaron el primero y a José Antonio el 11, ambos hechos ocurrieron en el mismo tramo de la vía que de El Palo conduce, en menos de cinco minutos, al casco urbano de Caloto. Sus cuerpos quedaron al lado de la carretera, cerca de un puente conocido como La Trampa.
También tenían en común que eran miembros de la Asociación de Trabajadores Pro Constitución de Zonas de Reserva Campesina, organización adscrita al Movimiento Marcha Patriótica. Así consta en los libros de la Asociación. Por eso, asistían a los llamados del colectivo y tenían voz y voto. Eso sí, no eran líderes ni figuras representativas.
“Nunca dijimos que eran líderes, fueron los medios los que dijeron eso. Pero es claro que hacían parte del proceso, de nuestra defensa por el territorio”, afirmó un líder de la organización, que guardó su nombre por seguridad, pues recientemente también recibió amenazas de muerte.
Los casos
Jhon Jairo Rodríguez era conocido en El Palo, porque su familia se ha dedicado desde siempre al arreglo de motos, principal medio de transporte en la zona. “Les dicen los Rodrimotos”, contó una amiga de Rodríguez.
“Su esperanza era un lote en el que estaba cultivando fríjol y maíz. Estaba todo empeñado en sacarlo adelante, porque no lo abonó y se le estaba dañando. Para él lo importante era vender lo que saliera de ahí para darle regalos a sus hijos en diciembre”, contó su amiga.
Dos de sus conocidos lo describen como un hombre callado y calmado, que respondía con sonrisas a cualquier pelea. Tenía tres hijos pequeños y era la compañía de su mamá, pues vivían juntos. “Ella siempre ha sido risueña, pero está muy deprimida desde su muerte. Lo peor es que en unos días Jhon Jairo iba a cumplir los 34 años, justo el 17 de diciembre”, agregó su amiga.
Fue su mamá, justamente, la última persona que lo vio con vida ese martes primero de noviembre. A las 3:00 p.m. se puso ropa cómoda para estar en casa, pero de un momento a otro se cambió y le avisó que salía para Caloto. A las dos horas conocidos de la familia le dijeron que su cuerpo estaba tirado en la vía, dice el reporte de la Red de Derechos Humanos, Francisco Isaías Cifuentes, que informa sobre los hechos contra líderes del suroccidente de Colombia.
Su celular desapareció ese mismo día y un vecino de El Palo llamó al número y quien respondió le dijo: “no se preocupen por este, que todavía faltan más”, según relatan dos conocidos de la víctima.
Para los líderes de la asociación es un caso claro de nuevos paramilitares. Esto lo corrobora un panfleto que circuló dos días después del asesinato de Jhon Jairo, en el vecino municipio de Padilla. En este, a nombre de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, amenazan por nombre propio y por consejo comunitario, a siete lideresas afrocolombianas.
Al final dicen que no quieren más defensores de derechos humanos en la zona y apuntan: “váyanse, si no les pasará lo mismo que al sapo de Jhon Jairo Rodríguez Torres, de aquí cerquita Caloto, que por pirobo lo matamos”.
Sin embargo, sobre el caso el comandante de la Policía Cauca, coronel Edgar Rodríguez, se enfocó en desmentir que Jhon Jairo era líder y resaltó que tenía una condena por tráfico de droga. “Por qué le sacan eso, sí fue hace 10 años. Él sí fue mula y pagó su condena. Incluso por buena conducta le dieron el beneficio de las 72 horas.”, explicó su amiga.
Además de eso, el líder de la zona afirmó que ser mula no es atípico en Caloto, pues la marihuana es de los principales cultivos del municipio. El hecho salta a la vista en las noches, cuando las montañas alumbran con los invernaderos de marihuana.
Sobre el caso de José Antonio, que también era miembro de la junta de acción comunal de Huasanó, su familia se negó a hablar. “¿Acaso es muy importante?”, le dijo su esposa a La Silla Pacífico. Lo único que contó es que aunque no pudieron tener hijos, cuidaba como suya a su hijastra. Soñaba con conseguir un lote para dejar de vivir en la casa de su suegro y construir una casa propia.
Pero José Antonio murió a los 23 años. Según el relato de la Red Francisco Isaías Cifuentes, el 11 de noviembre estaba visitando a su mamá en la vereda El Pílamo cuando recibió una llamada y arrancó para El Palo. De allí, lo vieron salir con dirección a su casa en Huasanó, pero a medio camino le dispararon.
Algunos habitantes de la zona lo encontraron cuando aún estaba consciente y afirmaron que alcanzó a decir que uno de sus tres asesinos era alguien conocido. Estuvo hospitalizado, pero tuvo muerte cerebral, así que su familia aceptó desconectarlo cinco días después. “Tenían la esperanza de que contara quiénes lo habían atacado”, dijo el líder campesino.
Según la Red, el día del asesinato su esposa recibió una llamada: “dígale a su marido que no se vuelva a aparecer, porque la próxima no respondemos”.
La paz encapuchada
“La paz y la tranquilidad están reinando en Caloto. Hay dos casos, pero no estoy de acuerdo en que estigmaticen al pueblo por eso”, afirmó la alcaldesa María Liliana Ararat Mejía. Agregó que los móviles están en investigación y para ella los mismo líderes campesinos “deberían aclarar la cosa. Pregúnteles, ellos son los que saben lo qué está pasando allá”.
A pesar de eso, el 17 de noviembre se realizó un consejo de seguridad en Caloto por la situación de líderes, consejo que replicó en Popayán con la presencia del ministro del Interior Juan Fernando Cristo. La alcaldesa también informó que el pasado sábado se realizó otro consejo.
Por la misma línea, la Defensoría del Pueblo prepara un informe de alerta temprana sobre Caloto, pues además de los asesinatos de Jhon Jairo y José Antonio, en septiembre mataron a dos habitantes de la calle en el casco urbano y desde hace dos meses se reporta la constante circulación de encapuchados que preguntan directamente por los líderes. Todo después del cese bilateral firmado en agosto.
La zona rural de Caloto hace parte de un corredor estratégico que se une con los municipios de Corinto y Miranda. Esta es una ruta de transporte de armas y cultivos de uso ilícito, especialmente la marihuana, explicó una fuente cercana a la Defensoría del Pueblo.
Es por eso, que los casos de Jhon Jairo y José Antonio no son aislados, pues muestran un fenómeno que está viviendo todo el norte del Cauca: el reagrupamiento de grupos de tipo paramilitar, según la fuente de la Defensoría.
Esto se sustenta en hechos recientes. Por ejemplo, el pasado lunes cerca de 200 personas de las guardias indígena y campesina de Caloto se unieron para rastrear una denuncia de un indígena, que alertó que había un campamento de paramilitares en el resguardo de López Adentro, en los límites con Corinto. Aunque no encontraron ningún rastro, la denuncia hablaba de que eran casi 15 hombres armados.
Luego, el viernes, también de la semana pasada, en el corregimiento de Huasanó, una líder de la junta de acción comunal denunció que hombres armados ingresaron a su casa y la intimidaron, según cuenta un líder de la zona de reserva.
Sin embargo, el coronel Rodríguez, de la Policía ha reiterado durante el año en diversos medios de comunicación que no está comprobada la existencia de estos grupos. “Se han hecho algunas capturas de personas con escopetas y fusiles, y se ha establecido que son personas que se dedican al tráfico de estupefacientes en grandes cantidades, especialmente de marihuana. No hemos establecido, hasta el momento, la existencia de un grupo que pertenezca a bandas criminales, pero sí que son personas dedicadas al narcotráfico”, dijo Rodríguez en abril, cuando se estaban presentando los primeros casos.
Hace un mes señaló que había capturado a dos personas que se hacían pasar por las AUC y que habían sembrado el terror en Miranda, zona campamentaria de las Farc, para extorsionar a los comerciantes.
Sin embargo, el temor de los habitantes va en aumento, pues durante el año han circulado cerca de 25 panfletos en el norte del Cauca a nombre de Águilas Negras, Los Urabeños o Autodefensas Gaitanistas. Aunque esto no es una novedad, desde la desmovilización de los paramilitares es la primera vez que los autores de los panfletos adquieren cuerpo y rostro encapuchado, explicó la fuente de Defensoría.
Otro factor de análisis para la entidad es que tanto en las comunidades indígenas como en las campesinas y afro no se registran atentados contra líderes reconocidos, sino contra los miembros de base. Lo mismo lo confirman líderes de la Asociación de Cabildos del Norte del Cauca (Acin). “Ahora los ataques son contra comuneros, no contra las figuras de la organización”, dijo Edwin Mauricio Capaz, líder de derechos humanos de la Acin.
Esto es un sistema para sembrar el terror, pues no les interesa la causa de los líderes, pero sí debilitar las organizaciones, explicó el consultado de la Defensoría. “De esta manera, el nuevo grupo hace notar el cambio de autoridad en el territorio”, añadió.
El trasfondo político de este fenómeno también afecta la implementación del punto de restitución de cultivos de uso ilícito del acuerdo con las Farc, pues, por ejemplo en Corinto, ya hay presiones a los campesinos para que le vendan la marihuana a un solo vendedor.
“Nosotros estamos de acuerdo con restituir y estamos esperando a que comience la aplicación del acuerdo para empezar”, afirmó el líder de la zona de reserva campesina.
Entonces, el negocio de la marihuana desaparecería también con la salida de las Farc. Pues la posición de los campesinos como colectivos es férrea. “Aquí nadie nos viene a decir qué sembrar y si queremos cambiar, lo haremos”, aseguró el líder.
Como respuesta a las presiones los campesinos e indígenas están fortaleciendo su guardia propia. Esta semana se reunieron con Alexandra Valencia, la jefe de la Unidad para el desmantelamiento de organizaciones criminales de la Fiscalía, oficina creada precisamente para cumplir el acuerdo con las Farc que pide frenar el rearme de nuevos grupos.
Los campesinos, además de insistir en las investigaciones, le pidieron elementos para reforzar su guardia como sirenas, ampliar su cobertura de señal de radio, vehículos y equipos para mejorar la vigilancia.
Así las cosas, en Caloto ya se vive un ambiente posconflicto. Aunque las ráfagas de metralleta ya no despierta a los habitantes en las madrugadas, el temor del surgimiento de nuevos grupos paramilitares se está haciendo realidad y es la misma población la que le está poniendo el frente y otra vez los muertos.