Aunque en la mayoría de las veredas en las que se concentrarán las Farc ya están ultimando los detalles para que los guerrilleros se empiecen a concentrar, en Caño Indio (en el Catatumbo) todo está estancado por culpa de la coca.
En Caño Indio, el D+5 se enredó
El día D+5 inició con incertidumbre en Tibú, la capital del Catatumbo y el municipio donde está ubicado Caño Indio, una vereda que ha crecido en el abandono y que apareció en el mapa tras ser seleccionada como una de las zonas transitorias en las que las Farc desaparecerán como guerrilla.
El día anterior a la llegada de La Silla, cuando todos los medios reportaron que a partir de ese día comenzarían a correr los 180 días para que las Farc se desarmen y los 30 para que se concentren en sus respectivas zonas verificadas por monitores internacionales, allí la noticia fue que el Ejército había desactivado un campo minado en una de las carreteras principales.
Fue en la vía que conduce a La Gabarra (el corregimiento más grande de Tibú), que además de ser la que conecta a gran parte de la zona rural con la cabecera de ese municipio, es la misma por la que se llega a Caño Indio.
El lunes en esa carretera, que se divide entre trochas y parches de pavimento, soldados del Batallón de Ingenierías desactivaron cinco explosivos instalados a un costado del kilómetro 28, al parecer, por guerrilleros del ELN.
Eran minas antipersona y estaban diseñadas para que cuando un carro las pisara se activaran en cadena.
La segunda mesa de negociación
Con ese antecedente, el martes en Caño Indio esperaban a una delegación que además de funcionarios de la oficina del Alto Comisionado para la Paz, incluía a Pastor Alape, comandante del Bloque Magdalena Medio y miembro del Secretariado de las Farc, a Jimmy Guerrero, comandante del Frente 33, y a Sandra Ramírez, viuda de Tirofijo.
Había llovido por cuatro noches seguidas, y aunque las trochas que conectan a las cerca de 60 familias que viven allí estaban desechas, los campesinos llegaron hasta las inmediaciones de la escuela para recibirlos con bombas blancas y carteles alusivos a la paz.
Los campesinos tenían su propia comitiva, que incluía a voceros de la Asociación de Campesinos del Catatumbo, Ascamcat, y aunque el ambiente era muy parecido al de la primera vez que la Delegación llegó para anunciar a esa vereda como una de las zonas de concentración, esta vez su objetivo no era agasajar a los visitantes. Era prepararse para instalar una suerte de mesa de negociación.
Y es que pese a que ese día iniciaba la cuenta regresiva de la concentración, un tema en particular había impedido que se clavara la primera estaca de los campamentos: la coca, que es un hueso duro de roer en el Catatumbo.
La coca en el Catatumbo está sembrada en 11 municipios que son la base de una cadena productiva que alimenta el narcotráfico dominado por el Cartel de los Soles venezolano y el mexicano Sinaloa. Y los campesinos, como no tienen otra forma de sostenerse, aceptan ser parte de ella, y viven de sembrar la mata, rasparla, procesarla como pasta y venderla.
“¿A quién se la vendemos? no nos importa. Lo importante es que nos dé para comer”, le dijo un campesino de Caño Indio a La Silla.
La coca está tan enquistada en esa región, que en el último año se multiplicó su siembra (en parte porque las Farc convenció a los campesinos que si sembraban más, mejor les iba en la sustitución), y según el reporte de la Oficina Nacional para el Control de las Drogas de Estados Unidos, Ondcp, entre 2014 y 2015, Norte de Santander pasó de tener 16.500 hectáreas de coca a 30.500, área que es el equivalente a casi dos veces Barranquilla.
Por eso, ese martes, cuando el calor del mediodía combinado con la humedad del invierno tenía alborotados a los zancudos, instalar la mesa entre el Gobierno y los campesinos para definir lo que va a pasar con la coca que está sembrada allí era la prioridad.
Pastor Alape y Jimmy Guerrero por las Farc; Eduardo Díaz, de la oficina de atención integral de la lucha contra las drogas que depende del Consejero para el Posconflicto Rafael Pardo, y Diego Bautista, de la oficina del Alto Comisionado para la Paz, por el Gobierno; y Jhony Abril, de Ascamcat y David Rincón, presidente de la junta de acción comunal de Caño Indio, por los campesinos, iniciaron la discusión.
Aunque desde agosto se supo que Caño Indio sería la zona que albergaría al Frente 33 de las Farc, y desde ese entonces la coca fue uno de los problemas latentes, en todo este tiempo poco o nada se avanzó. A la reunión cada parte llegó con unos inamovibles que enfrascaron la negociación.
Los campesinos están pidiendo que les entreguen tres salarios mínimos mensuales a las familias con coca sembrada en sus tierras por tres años, bonos canjeables por carnes mensualmente y proyectos productivos para sustituir la coca gradualmente.
Por el contrario, la propuesta del Gobierno es un millón mensual por doce meses, una huerta casera para cada familia y un proyecto productivo a largo plazo, a cambio de que la coca se erradique inmediatamente.
La discusión dejó ver la complejidad de aterrizar los acuerdos de paz en los territorios donde el abandono ha sido la regla y no la excepción.
Ese día los campesinos de Caño Indio explicaban por qué no podían ceder.
“Esta no es la primera vez que a nosotros nos ofrecen huertas, tampoco es la primera vez que estamos en un proyecto productivo. Aquí todos han fracasado y ¿sabe por qué? porque aquí no hay manera de sostener ese tipo de cultivos y eso es porque no tenemos agua para el riego porque nosotros no tenemos acueducto”, decía un campesino mientras ondeaba las manos en señal de reclamo.
Es cierto. En Caño Indio no hay agua en las viviendas, que en su totalidad están hechas de tabla y de tejas de zinc, y tampoco hay estudios de suelo que digan qué se puede sembrar allí sin que se corra el riesgo de perder la inversión.
Además, dicen que el millón de pesos no es suficiente para mantener una familia de ocho personas, y menos con el plazo en el que lo recibirán, porque dicen que no es suficiente para estabilizar un cultivo nuevo. Insistieron en que sin el subsidio pasarían hambre, y no ven como una solución viable erradicar la coca ya.
“Nosotros no decimos que nos dejen la coca para trabajarla porque eso no es lo que queremos, lo que necesitamos es que esté ahí porque si no nos cumplen nos toca sacar plata de algún lado. Si nos cumplen, pues nosotros mismos la erradicamos”, diría más adelante otro campesino.
Mientras la discusión avanzaba en la escuela de Caño Indio, las Farc se movían como peces en el agua en la vereda. Era evidente la simpatía que gozaban entre los campesinos.
Su presencia infundía respeto entre los pobladores, y cualquier decisión se movía en torno a ellos, a su comodidad, a que se sintieran bien atendidos y a cumplir sus deseos. Las Farc era la anfitriona en esa reunión.
Los del Gobierno, que en esa mesa improvisada en la apartada vereda del Catatumbo estaban jugando de visitantes, explicaban que la asistencia alimentaria del millón de pesos solo la entregarán un año y no por tres, como quieren los campesinos, porque así quedó pactado en el acuerdo de La Habana y ese es el marco en el que deben moverse.
Y sobre las huertas y los proyectos productivos, decían que por estar planeados a corto y largo plazo estaba garantizada su sostenibilidad.
Además, porque en uno de los puntos del Acuerdo se estableció que el mercadeo de los productos que los campesinos cosechen en sus tierras es otro de los componentes de la sustitución.
“Ustedes no están teniendo en cuenta la inversión global que también incluye la vía para que saquen los productos y toda la financiación de cada proyecto productivo… entendemos la desconfianza con el Gobierno pero hay que erradicar los cultivos cuanto antes”, explicaba Eduardo Díaz, de la oficina integral de la lucha contra las drogas.
La discusión lejos de avanzar se estancaba, y con la frustración de los dos lados, en la tarde levantaron la mesa por algunas horas. Debían aclarar las ideas antes de iniciar una segunda ronda de negociaciones.
El comandante
Mientras el ambiente se distensionaba y parte de la delegación del Gobierno se alistaba para irse de Caño Indio y volver a la mañana siguiente para continuar la negociación, Jimmy Guerrero, el comandante del Frente 33 de las Farc, se tomaba una cerveza al lado del Puerto, la única tienda de la vereda, y a cerca de 200 metros del helicóptero que más temprano había aterrizado con la delegación.
Tenía un buso, sudadera y gorra negra y botas militares, en el brazo izquierdo el brazalete de las Farc, en el derecho un poncho blanco con el que espantaba los zancudos de vez en vez, y en la mano izquierda un reloj dorado que casi nunca consultó. No estaba armado.
Ese día sonreía y conversaba sobre lo que le preguntaban los delegados del Gobierno y de la ONU, mientras un batallón del Ejército, que desde agosto llegó para quedarse a Caño Indio, lo custodiaba.
Jimmy Guerrero, de 60 años, es uno de los guerrilleros más antiguos de las Farc y algunos lo describen como “una institución” en ese grupo.
De este hombre de contextura mediana y barba larga y blanca, las autoridades casi nada saben fuera de que su nombre es Erasmo Traslaviña Benavides, que es comandante militar de las Farc en el Catatumbo, y que su prontuario es extenso.
Ha sido señalado de haber participado en la activación de carros bomba, en la voladura de torres de energía, de ser el autor intelectual del bombazo a Caracol Radio en 2010, de aliarse con el abatido líder del EPL alias ‘Megateo’ para controlar todo el narcotráfico del Catatumbo y de infiltrar el paro campesino en 2013.
Tiene varias órdenes de captura y una de extradición, pero ese día, de los afanes de la guerra y de sus consecuencias, no se preocupaba.
Guerrero es un comandante mucho más militar que político en las Farc (aunque todos los guerrilleros tienen ambas caras), nació en Santa Helena del Opón, Santander, y es el mayor de 12 hermanos.
Vivió allá hasta los 15 años cuando toda su familia se fue para El Carmen del Chucurí, en ese entonces corregimiento de San Vicente del Chucurí, porque, según le contó a La Silla, estaban pasando hambre, y las tierras de allá estaban baldías y las podían colonizar.
Desde que tiene memoria trabajó el campo. Nunca fue al colegio por lo que no aprendió a leer ni a escribir, y tampoco le gustaba el trabajo militar. En San Vicente, donde sacó su cédula, se volvió arriero.
“Yo nunca quise ser militar ni del Ejército ni de ningún lado. Yo deserté dos veces del servicio militar, y a lo último me tocó pagar un abogado para que me dieran la libreta”, recordó Guerrero.
Sin embargo, hubo dos hechos que le cambiaron el rumbo.
En San Vicente, siendo campesino, y cuando era algo así como el mensajero de las Farc (llevaba mandados, traía mercados, entregaba razones) unos paramilitares le robaron las mulas con las que trabajaba y le mataron unos familiares. A partir de ese día, dice, quería cobrar venganza.
“No eran tíos ni papás, pero sí familia, y yo me fuí a cobrar sangre. Varios de mi familia se fueron a la pata mía y entraron a las Farc”, contó Guerrero, mientras se abanicaba con el poncho.
Ingresó a las Farc en el 82 -cuando tenía 24 años- como raso del Frente 12. Pero, según dice él, se estrelló cuando se enteró de cómo funcionaba la guerrilla. Su motivación era matar a los que habían matado a sus familiares, y no “luchar por el pueblo”.
“Yo solo quería venganza y me di cuenta de que había cometido un error, pero seguí porque ya no tenía para donde agarrar”.
Para ese entonces, Jimmy ya tenía la barba larga que lo caracterizaba. Desde los 16 años, cuando su apodo era ‘buñuelo’ -él no recuerda por qué lo llamaban así- se la había dejado crecer, y solo se la ha quitado en tres ocasiones.
Una fue en la Operación Casa Verde, el campamento más grande de las Farc en los 90, que fue atacado por orden del entonces Presidente César Gaviria, luego de que esa guerrilla hubiera incumplido unos acuerdos en el entonces proceso de paz.
“Para salir del Meta me tocó mochármela para que no me reconocieran”, dijo Guerrero. De las otras dos no habla.
Su ascenso fue rápido. Fue jefe de escuadra del Frente 20 que operaba en Barrancabermeja, Bucaramanga, Playón, Lebrija, entre otros, formó parte y comandó una columna móvil en el nordeste antioqueño que era solo para combate y a partir del 99 entró al Frente 33 que ahora comanda.
Guerrero se conoce la geografía de los dos santanderes como pocos y la mayoría la ha transitado a pie.
Aunque lleva 35 años en la guerrilla, en sus palabras dice que “jamás ha comido candela” (no ha recibido ni un disparo), no se arrepiente de nada y de hecho cuenta con orgullo las incursiones militares que bajo su mando fueron exitosas y que en varias ocasiones dejaron a decenas de inocentes muertos en el camino.
No le gusta entrar en detalles con hechos como el del bombazo del Caracol Radio, al que solo se refirió entre risas diciendo “de eso no se sabe nada”; sobre el narcotráfico dice, pese a que según inteligencia militar era uno de los grandes auspiciadores de la coca en el Catatumbo, que “solo cobraba impuesto”; y su posición sobre la acción de los demás grupos armados que operan en el Catatumbo (el ELN y el EPL) es parca.
“Es que volverse sapo…”, dijo mientras trataba de explicar lo que se viene con la colaboración de la justicia. Horas antes le había dado una respuesta militar a un delegado del Gobierno que le preguntó informalmente por el tema.
“Cómo le explico, nosotros acá y ellos allá (el ELN), ojalá puedan hacer su proceso de paz al que nosotros respaldamos. Con el EPL nosotros intentamos reunirnos muchas veces para que nos respetaran la zona, pero nunca accedieron… habrá que esperar”.
Cuando Jimmy habla de las milicias clandestinas y su relación con organizaciones sociales y campesinas mide mucho sus palabras.
Sobre Ascamcat, asociación que tiene coincidencia ideológica con las Farc y que ese día en Caño Indio llegó como vocera de los campesinos a negociar la erradicación de la coca, negó tener mando. “Otra cosa es que de pronto alguien que tenga conexión con nosotros esté allá, pero nosotros no mandamos, eso es totalmente aparte”, aclaró.
Su momento más feliz en las Farc fue cuando lo invitaron a la conferencia de los Llanos del Yarí para refrendar el Acuerdo firmado con el Gobierno, y el más duro, cuando en 2008, tras la muerte de Raúl Reyes e Iván Marulanda, el Ejército lo cercó y duró 25 días sin bañarse. Solo pudo salir con minas (la especialidad de las Farc en los santanderes), anticipando para dónde se moverían los soldados e instalándolas con su tropa.
Aunque no habla mucho de ella, tiene una compañera sentimental y una hija, a la que una vez nació sacó de la guerrilla. “Se la entregué a los familiares para que respondieran por ella”, aseguró. Desde hace varios años no la ve, y no la quiere ver por ahora, porque tiene miedo de que el Gobierno traicione a las Farc y ella quede expuesta.
Sobre su futuro, Jimmy Guerrero no tiene expectativas de salir y volver a ser un individuo de civil. En su lugar, está esperando una nueva orden de sus superiores: “Yo estoy aquí a disposición de la organización”.
La incertidumbre
Cuando ya empezaba a caer el sol y en Caño Indio, como en pocas ocasiones, la planta de energía alimentada con gasolina encendía los bombillos de la escuela y un videobeam, se acercaba un nuevo encontronazo.
Por segunda vez en ese día, Ascamcat, campesinos y parte de los delegados del Gobierno que decidieron pasar la noche para encontrar una solución a la zona y a la coca, se reunieron.
Por cerca de dos horas volvieron a discutir las propuestas y mientras que los campesinos se mantuvieron en sus demandas y hablaron de la ausencia de agua, en el lado del Gobierno ofrecieron intervenir para que les llegara agua y se mantuvieron en que la inversión que venía era más de la que creían. Esa noche tampoco hubo acuerdo.
A la mañana siguiente, el ambiente de camaradería se había evaporado.Los campesinos criticaban, entre dientes, la intransigencia del Gobierno y murmuraban que representaban a un Estado que poco los ha tenido en cuenta; algunos de los funcionarios hablaban de la evidente simpatía de los campesinos y de Ascamcat con las Farc, y de la Guardia Campesina (campesinos uniformados que prestan “logística” para eventos y que quieren ser algo así como el equivalente a la Fuerza Pública en sus territorios) y su sumisión a la guerrilla.
Mientras eso sucedía, una parte de la delegación buscaba fórmulas para destrabar la discusión que ese día tendría su tercer round, y otra parte se encontraba con campesinos y Jimmy Guerrero finiquitando los detalles del terreno en el que se levantaría el campamento.
Con los mosquitos y el calor de Caño Indio cada hora que pasaba se sentía, y pasado el mediodía, nuevamente se sentaron a discutir.
La fórmula del Gobierno era no intervenir todo Caño Indio inmediatamente, sino solo la zona veredal -comprende entre 9 y 15 kilómetros cuadrados- para llegar a un acuerdo solo con las familias que viven allí (apróximadamente 15) e iniciar la erradicación inmediatamente.
Sin embargo, los campesinos no aceptaron. Y se tuvo que programar una nueva reunión para el 15 de diciembre, cuando nuevamente las partes se sentarán.
Pero con el reloj corriendo en contra, el Gobierno estudiará si con los tiempos tan apretados como están, puede mantener a Caño Indio como zona veredal o si definitivamente y por falta de acuerdo sobre la coca, le piden a las Farc que se concentre en una de las 26 zonas restantes que se habilitaron en el país.
El miércoles en la tarde, la delegación del Gobierno salió de la zona sin acuerdo. El jueves en la vía que de Cúcuta conduce a Tibú, a una hora de uno de los puntos de preagrupamiento de las Farc y a 60 kilómetros en línea recta de Caño Indio, cuatro hombres, aparentemente campesinos, fueron masacrados. Autoridades creen que detrás del hecho estuvo el ELN.
En helicóptero salía y entraba la delegación del Gobierno para ultimar los detalles de la zona veredal del Catatumbo.