Aunque muchos le atribuyen al gobierno Duque la deficiente implementación del Acuerdo de Paz, una investigación de Andrés García Trujillo, del Externado, demuestra la responsabilidad que también tiene el Gobierno Santos en los efectos limitados del punto más transformador: la Reforma Rural Integral.
“La paradoja de Santos: negociar un Acuerdo transformador y no jugársela por ponerlo en marcha”
Andrés García Trujillo. Foto tomada de Universidad Externado de Colombia
Muchos de los que votaron por el Sí le atribuyen al gobierno Duque y al uribismo estar haciendo añicos el Acuerdo de Paz. Pero una investigación de Andrés García Trujillo muestra la responsabilidad que también tuvo el gobierno Santos en no poner a andar lo más transformador de lo pactado.
El profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Externado conoció de primera mano la fase de negociación e implementación del Acuerdo de Paz porque hizo parte del equipo del Alto Comisionado para La Paz, Sergio Jaramillo.
A partir de su experiencia y de la investigación que realizó, muestra que más allá de la férrea oposición uribista al proceso de paz, hubo también otros personajes y talanqueras dentro del Gobierno Santos y entre sus aliados que jugaron en contra de la materialización del punto de desarrollo rural que más prometía cambiar las condiciones de vida en la periferia del país.
Su libro Peace and Rural Development in Colombia da cuenta de las contradicciones internas que hubo en la administración de Santos para sacar adelante la Reforma Rural Integral que el mismo Gobierno había acordado con las Farc.
¿No ha hecho diferencia entonces que Iván Duque sea Presidente?
Sí la ha hecho, aclara García Trujillo. “Lo que tenemos ahora es una colcha de retazos. El cumplimiento aislado de algunos objetivos sin una narrativa clara de construcción de paz y sin apuntar a generar una verdadera transformación en las condiciones de los territorios que garantice la no repetición”.
“¿Si no logramos aprovechar una coyuntura de tanta excepcionalidad política como la que creó el proceso de paz para impulsar la distribución de la tierra y el desarrollo rural, cuándo podremos hacerlo?” se pregunta García Trujillo.
Aunque reconoce el esfuerzo titánico que hizo el gobierno de Santos en la negociación y que se lograron cambios importantes como la inversión en bienes públicos y la creación de instituciones para el campo, el alcance de la Reforma Rural Integral ha sido muy limitado.
“A través de este caso se pueden ver los factores políticos, económicos e institucionales que los gobiernos a cargo de la implementación de un acuerdo de paz tienen que sortear”, dice García.
La Silla Académica presenta, con base en su libro y en la conversación con García, siete talanqueras del Gobierno Santos a la paz en el punto rural. Aquel por el que las Farc se sentó a negociar y dejó finalmente las armas.
Santos o las múltiples agendas
El presidente Santos jugó a varias bandas.
“¿Trató de darle contentillo a los empresarios y a los políticos en otras cosas, para poder avanzar en una reforma rural en la que creía o sólo quería quedar bien con todo el mundo, pero no estaba jugado a fondo?”
Es una duda con la que se quedó García Trujillo.
En las reuniones privadas en las que en teoría el entonces presidente no tenía que posar de nada “citaba la Ley Lleras como un derrotero a seguir y se veía a sí mismo como un reformista” dice García Trujillo.
Al mismo tiempo, impulsó varios intentos de buscar soluciones que favorecieran a los empresarios que acumularon ilegalmente unidades agrícolas familiares -UAF-. Aunque fueron fallidos, logró que se aprobara la Ley de las Zidres que autoriza el desarrollo de grandes proyectos agroindustriales en terrenos baldíos.
Mientras la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la Agencia de Restitución de Tierras se opusieron porque consideraban que previo a habilitarse esta opción debía garantizarse la distribución de la tierra a los campesinos -una cuestión de secuencia - otros dentro del gobierno Santos consideraban que se debía ayudar a los agroindustriales que tenían sus inversiones detenidas hacía tres años por la inseguridad jurídica sobre la legalidad de sus compras.
“Como el internacionalista Joel Migdal señala: los gobiernos no son unidades homogéneas sino entes complejos y con múltiples agendas a su interior”, dice García.
En ese sentido, mientras Santos lideró la negociación en La Habana y el equipo negociador le respondía directamente, el proceso de alistamiento (cuando todavía se estaba negociando) y la implementación, en cambio, fueron procesos más técnicos a los que Santos les dio menor importancia.
“Tenía su atención aún en la negociación -que se demoró mucho más de lo planeado-, en los demás planes de gobierno, en la reelección presidencial y en el proceso del plebiscito”, dice.
Una cuestión de desfases de tiempo y prioridades en la agenda política, que redujeron la capacidad de liderazgo del Presidente, explica el investigador.
De hecho, cuenta García Trujillo, que María Fernanda Súarez, ex Ministra de Minas y Energía del Gobierno Duque, fue la primera persona encargada de hacer la planeación presupuestal para la implementación y comenzar la etapa de alistamiento. “Terminó renunciando por la poca atención que recibía en ese momento”.
El principio de la negociación de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado” se tradujo en una separación grande entre el proceso de paz en La Habana y el plan de gobierno de Santos, “lo que en principio tenía sentido ante la incertidumbre de que saliera adelante, pero al mismo tiempo generó una desalineación. Los ministros tenían que cumplir sus planes sectoriales y les dieron prioridad”, anota García Trujillo.
Tan es así, que en el Plan de Desarrollo 2014-2018 el proceso de paz sólo se mencionó tangencialmente y no se incluyeron una serie de metas que podrían haberlo agilizado.
Rafael Pardo o la diferencia entre quienes negociaron y quienes tenían que implementar
Como para Santos el alistamiento no era una prioridad, los resultados en la fase previa de planeación entraron a depender de la disposición que tuviera cada ministro según sus afinidades políticas, su compromiso con la visión pactada en la Habana o su capacidad de liderar a los funcionarios de nivel medio a cargo de la ejecución.
“Como suele pasar en contextos de burocracias complejas, hubo una distancia grande entre quienes hicieron parte del equipo negociador que conocían al detalle el Acuerdo y estaban convencidos con su espíritu transformador y quienes entraron después a ejecutarlo”, dice García Trujillo.
Ese es el caso de Rafael Pardo quien fue designado consejero para el posconflicto, según el investigador.
Un ejemplo lo ilustra bien.
“Pardo se dejó meter todos los goles que las Farc no habían podido meterle al Gobierno en La Habana en una especie de renegociación que hizo con ellos de la implementación del plan de sustitución de cultivos ilícitos -Pnis-”, anota García Trujillo.
En un comunicado conjunto que publicaron en enero de 2017 acordaron al menos dos condiciones que no estaban antes, explica García Trujillo: el pago de subsidios directos a las familias que erradicaran y la inclusión de las Farc y de ciertas organizaciones sociales en la estructura de toma de decisiones del Pnis, “dándoles una voz privilegiada, cuando estaba previsto que participaran a través de asambleas con el resto de la comunidad”.
Según García Trujillo, los subsidios, además de generar incentivos perversos de resiembra, eran insostenibles financieramente, y eso explica en parte el fracaso actual del programa.
Se le generaron unas expectativas mayores a la gente de las que eran realizables. Lo negociado en un principio era que las familias se comprometían a erradicar como parte de una negociación de bienes públicos para la comunidad en su conjunto.
La consejería para el Posconflicto tuvo además a cargo la tarea de coordinar el cumplimiento de las tareas del Acuerdo adscritas a cada ministerio, una labor que antes había estado a cargo de María Lorena Gutiérrez como Secretaria General y luego como Ministra Consejera.
“Con Pardo, la coordinación no avanzó”, es la versión que da García Trujillo en su libro.
“Tenía reuniones con los ministerios y no sabían qué tenían que hacer, lo que avanzó era porque había técnicos jugados pero los que no, como el Minagricultura, cuando estaba Iragorri, se desentendieron”.
De acuerdo con García Trujillo, la visión de Pardo no se compadecía con la visión transformadora del Acuerdo: “Fue muy poco novedoso, no peleó por hacer nada diferente”.
Mauricio Cárdenas o la ortodoxia macroeconómica
La preparación para el aterrizaje del Acuerdo implicaba desarrollar un plan de presupuestación que quedara en el marco fiscal de mediano plazo. Para eso, se contó con el apoyo de una persona asesora del Ministerio de Hacienda.
Así lograron hacer una planeación a 15 años con su respectiva arquitectura financiera, algo inédito en el país, según García.
Pero la realidad fiscal del momento en que se hicieron los cálculos fue muy diferente a la real pues no contempló la caída de los precios del petróleo que se dió entre 2014 y 2018.
“Hubo toda una discusión después sobre la necesidad de que el país se endeudara. Economistas como Rudolf Hommes y Guillermo Perry estaban de acuerdo en que para reclamar el dividendo de la paz había que invertirlo”, cuenta García.
Mauricio Cárdenas, a cargo del Ministerio de Hacienda, creyó, en cambio, que no era buena idea aumentar la deuda en momentos de déficit fiscal.
“Primó la ortodoxia macroeconómica y no se dimensionó que estábamos en una transición. Él ha sido un defensor de la regla fiscal” dice García.
Hoy, según García, Cárdenas se muestra súper aliado de lo que aprobó recientemente el Congreso por iniciativa de Roy Barreras y jalonado por Juanita Goebertus de poder usar cerca de 16 billones de pesos de vigencias futuras de regalías para financiar los Pdet, “pero en su momento no se pensó en medidas audaces”.
“Para un plan tan ambicioso como el que contemplaba el Acuerdo se necesitaba mayor espacio fiscal”, anota el investigador.
Varios expertos, como Ángela Penagos, ex directora de desarrollo rural sostenible del DNP que estuvo a cargo en esa oficina de la implementación del Acuerdo, creen que así como hay un presupuesto de regalías debería haberse concebido un presupuesto para la paz.
Cuando se estaba elaborando el marco de mediano plazo las Farc, según García, sacaron un comunicado en el que criticaban que el Gobierno sólo estuviera usando las mismas fuentes de financiación, y que no pensara, por ejemplo, “en un impuesto para la paz como en su momento, en el Gobierno Uribe, se aprobó un impuesto para la guerra”.
Según el investigador, es necesario pensar en mecanismos de largo plazo de inversión en lo rural.
La Unidad Nacional o el sistema político clientelista
De manera similar al “reformismo frustrado” del gobierno de Lleras Camargo en materia rural -como lo llamó Jonathan Hartlyn -, la obstrucción a la agenda rural reformista de Santos no vino solamente de la oposición, sino desde su propio bloque de poder, explica García Trujillo.
“La coalición multipartidista que sirvió para aprobar normas, incluída la de la paz y para ganar la reelección, le pasó factura a la implementación de la reforma rural”.
El apoyo de los congresistas nunca fue incondicional y Santos, que a diferencia de Uribe “no es un líder carismático, con conexión con la gente”, dependió en gran medida de ellos para conseguir votos, explica García Trujillo.
De acuerdo con García Trujillo, los congresistas de la coalición no estaban dispuestos en su mayoría a renunciar a réditos electorales inmediatos: ministerios y puestos burocráticos.
“Al final de su segundo mandato con su capital político disminuido, Santos le apostó a la gobernabilidad sobre la experiencia técnica y el compromiso político con la paz”, dice García, justo en los primeros dos años de la implementación que son los que marcan en buena medida la trayectoria de un proceso de paz.
“Puso ministros en diferentes carteras no porque estuvieran alineados con el alistamiento de los acuerdos sino porque eran necesarios para mantener su unidad nacional”, cuenta.
El Gobierno, según el investigador, subestimó el apoyo de las organizaciones sociales y se concentró en el apoyo de los partidos políticos.
Durante los dos mandatos de Santos, el gabinete que, en general, estuvo compuesto por 16 ministerios, sufrió 68 cambios. Según el investigador “en ambos períodos lo usó como una forma de pagar el apoyo político”.
“El bloque de la Unidad Nacional de Santos estaba pegado con mermelada: puso en entidades claves para la preparación y la implementación del Acuerdo a personas escogidas con base en un criterio eminentemente político”, dice García Trujillo.
Aurelio Iragorri o la feria del Ministerio de Agricultura y las agendas ocultas
La única explicación, según García Trujillo, para que Santos hubiera puesto a alguien en la cartera de Agricultura en detrimento del rigor técnico que requería programar los compromisos de la Reforma Rural Integral, como Iragorri, es que se trataba de un operador político que podía mantener aceitada su Unidad Nacional y dar batallas políticas duras contra opositores del Acuerdo de Paz del peso de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegan.
Iragorri fue el cuarto ministro de Agricultura, llegó después de la reelección de Santos y estuvo hasta el final de su Gobierno. “Hacia mediados de 2018, no había ejecutado ningún proyecto de gran envergadura relacionado con la Reforma Rural Integral”.
“Su apoyo al proceso de paz fue sobre todo retórico”, afirma.
García Trujillo recuerda que en una reunión en octubre de 2015 “tras decirles a los encargados de las instituciones adscritas al Ministerio que debían ocuparse de las tareas preparatorias del Acuerdo, lanzó su programa bandera “Colombia Siembra” con el que buscaba poner a producir en un corto plazo un millón de hectáreas, pero que no estaba vinculado al proceso de paz”.
Él se reconocía como un ministro práctico que quería solucionar problemas concretos en el terreno y por eso las recomendaciones de la Misión Rural le parecían “muy académicas”, cuenta García Trujillo en su libro.
Donde quedó mejor evidenciado su poco compromiso con el Acuerdo, según el investigador, fue en el intento fallido de modificar de forma unilateral el Decreto 902 de 2017, con el que se aterrizaron los principales compromisos de acceso a tierra de la Reforma Rural Integral: la creación del fondo de tierras, el subsidio, el plan de formalización, el registro de beneficiarios.
“Tras una reunión con el equipo legal de la Sociedad de Agricultores -SAC- por solicitud de los empresarios incluyó, en una primera versión, legalizar las acumulaciones pasadas de UAF y en una segunda, a punto de ser expedido, la concesión de derechos de uso de tierra para grandes empresas agroindustriales, lo que distorsionaba el Acuerdo”, dice el investigador.
Esto implicó, explica, que se cayera el proceso de consulta previa que se estaba surtiendo con las comunidades étnicas y que el decreto tuviera que volver a pasar por la comisión conformada por el Gobierno y las Farc para revisar todas las normas que materializaban el Acuerdo (la Csivi). Finalmente, Iragorri tuvo que retirar los cambios que había hecho.
El nombramiento de Iragorri, en todo caso, fue una más de las designaciones con carácter político en el Ministerio de Agricultura que marcaron el Gobierno Santos, según García.
Desde antes de su llegada, ya Santos le había dado las direcciones de entidades importantes del sector como el Incoder, el Banco Agrario y el ICA a recomendados de los congresistas: Roberto Gerlein, Efraín Cepeda y Hernán Andrade. “Con eso evitó que el Partido Conservador en momentos de la reelección se fuera con Uribe” anota el investigador.
En el 2015, en cumplimiento del Acuerdo se crearon tres agencias: la de desarrollo rural -ADR-, la de renovación del territorio y la de tierras.
Además de que Iragorri con reformas internas concentró el presupuesto de todas en el Ministerio para poderlo administrar directamente, en dos de las tres agencias, “Santos nombró gente que, en principio, no tenía ningún conocimiento en el sector: a Miguel Samper, del Partido Liberal, en la de tierras; y en la de desarrollo rural a Carlos Eduardo Géchem, del Partido de la U.”, dice García Trujillo.
Aunque Samper “mostró seriedad” y conformó un equipo de asesores con el que avanzaron en el proceso de la titulación de la tierra, “Géchem usó la ADR, que tenía a cargo el sistema de riego, la apertura de mercados y la gestión de recursos, como plataforma política para la reelección en el Congreso de su papá, Jorge Eduardo Géchem, también por el Partido de la U. Asistía a reuniones de campaña y dió cargos en la Agencia”, cuenta el investigador.
El otro “Caballo de Troya” -como lo denomina García- del punto uno del Acuerdo fue Jorge Enrique Vélez, de Cambio Radical, muy cercano a Vargas Lleras, a quien Santos puso en la SuperNotariado y Registro.
“Se volvió asesor del expresidente Santos en los temas legales de tierras”, cuenta García Trujillo. Con esa influencia en el Gobierno, saboteó la creación del Fondo de Tierras y la adopción de medidas en contra de la apropiación ilegal de baldíos del Estado.
“Cuando renunció como Superintendente en 2017, las oficinas del Alto Comisionado para la Paz y la Agencia de Tierras pudieron avanzar en esas tareas” anota García Trujillo.
Sociedad de Agricultores de Colombia o el poder de veto de las élites
“Lafaurie es la caricatura de la contradicción entre las élites económicas rentistas y una reforma agraria, pero el sector privado agroindustrial más capitalista, más moderno, fue ambivalente en su respaldo a la reforma rural”.
Hubo, según García, grupos empresariales que se la jugaron por la paz desde el momento cero: el Grupo Nutresa o La Alquería, como también ha contado Angélika Rettberg.
“Pero aún los grupos económicos que apoyaron el proceso de paz buscaron aumentar sus propios intereses durante la fase de implementación”, dice García.
Según Samuel P. Huntington, cuenta el investigador, “las democracias tienden a ser vulnerables a la captura o influencia desproporcionada en las decisiones de política pública de las élites económicas que quieren proteger sus intereses”.
El escándalo reciente de que el Gobierno Duque estaría tratando de adjudicar baldíos a los empresarios, realmente se remonta al Gobierno Santos y al Gobierno Uribe con su estatuto de desarrollo rural de 2007, como mínimo, explica el investigador.
“Los empresarios han tenido una gran preocupación por el “saneamiento” de las acumulaciones ilegales de tierra que se dieron, sobre todo, en la década de los 90 y comienzos del siglo XXI, en el Meta y Vichada”, dice.
De acuerdo con la Ley 160 de 1994 los baldíos son adjudicables a campesinos que demuestren que llevan cinco años en el terreno y que derivan su ingreso y el de su familia de su explotación agrícola.
Los baldíos se dividen en unidades agrícolas familiares que varían en área según los POT de cada municipio, pero en general responden a la lógica de que quienes la habitan obtengan al menos dos salarios mínimos mensuales por su explotación.
La restricción es que sólo se puede adjudicar una unidad agrícola familiar por familia rural y que un comprador, posteriormente, sólo puede adquirir a su vez una unidad.
“Esto no se ha cumplido y grandes empresas agroindustriales han acumulado UAF y desarrollado proyectos a gran escala de palma de aceite, soya y maíz, como ha sido denunciado por medios de comunicación, ONG, y funcionarios públicos. Ese fue el caso de multinacionales como “Cargill” o “Poligrow”, y de empresas nacionales como Riopaila Castilla”, señala García Trujillo.
Muchos de esos empresarios reunidos en la Sociedad de Agricultores de Colombia -SAC- y apoyados por firmas de abogados en Bogotá intervinieron constantemente en el proceso de aterrizaje del Acuerdo no solo para tener garantías hacia atrás sino a futuro, cuenta García Trujillo.
Lo hicieron a través de varios canales, lo que el politólogo estadounidense Charles Brockett, llama los “puntos de acceso significativos que tienen las élites en una democracia para evitar la redistribución”, dice García Trujillo.
El sector privado conformó, por ejemplo, a comienzos de 2017, un Consejo Empresarial para la Paz: los asesores legales de los gremios, entre ellos, los de la SAC, asistían a las reuniones de Palacio y podían editar los proyectos de ley como cualquier otra agencia pública, según el investigador: “las normas sobre catastro, riego, acceso y uso de la tierra, jurisdicción agraria, les fueron compartidas antes para que las revisaran en detalle”.
Los borradores con comentarios, continúa, “iban y volvían a través de la Dirección del Sector Privado de la Oficina del Alto Consejero para el Posconflicto de Pardo”.
Los empresarios tenían, además, la posibilidad de reunirse directamente con Santos cuando lo requirieran.
Del lado del Gobierno Santos, según García Trujillo, fueron cuatro los intentos de tramitar esos intereses a través de normas. Dice que detrás de algunos de los proyectos que buscaban soluciones estuvo Néstor Humberto Martínez, por ejemplo, cuando era asesor de Luis Carlos Sarmiento para legalizar las compras de baldíos del Grupo Aval.
Los funcionarios que hicieron críticas como el segundo Ministro de Agricultura de Santos, Francisco Estupiñan, y Myriam Villegas, directora del Incoder hasta noviembre de 2013, tuvieron que renunciar en buena medida por esa razón.
Finalmente se transó con los empresarios, entre ellos con la SAC, que a través de su Presidente, Jorge Enrique Bedoya, había expresado su desacuerdo con el Decreto 902 de 2017 que aterriza los puntos más importantes de la Reforma Rural Integral, que no le pusieran talanqueras a cambio de que con una ley posterior se regulara lo relativo a la acumulación previa de baldíos y se autorizara el uso hacia futuro para proyectos agroindustriales.
Antes ya había sido aprobada en enero de 2016 la ley de las Zidres, que impulsaron Maria Lorena Gutiérrez y Jorge Enrique Vélez.
En esa ley no quedó el saneamiento hacia atrás pero sí la posibilidad de uso; curiosamente, dice García Trujillo, “pasó el examen constitucional de la Corte -en una audiencia pública la SAC la defendió- que antes había tumbado otras normas, incluyendo tres artículos del Plan Nacional de Desarrollo de 2011 de Santos que permitían adquirir UAF sin límites para desarrollar grandes proyectos agroindustriales”.
Sin embargo, el procedimiento es tan engorroso (requiere acuerdos con pequeños y grandes productores y tiene unas exigencias ambientales altas) que los empresarios no han podido darle aplicación en la mayoría de los casos y siguen inconformes.
“La dificultad para aprobar normas que beneficiaran a los empresarios, muestra, en todo caso, que el proceso de paz sí puso límites y colocó en la agenda los intereses de los campesinos”, dice García Trujillo.
A diferencia del proceso de paz en el Caguán donde, como lo ha documentado Rettberg, miembros de Fedegan estuvieron incluso dispuestos a regalar tierras a los combatientes, “varios empresarios apoyaron el Acuerdo, pero sin tocar el modelo. Los avances en seguridad a los que Santos contribuyó como Ministro de Defensa de Uribe, le jugaron un efecto negativo: para los empresarios la seguridad ya no era su principal problema”, concluye García Trujillo.
Según el investigador la discusión sobre la acumulación de las UAF hay que darla de manera clara, abierta y transparente, y llegar a una solución más compleja que el perdón y olvido, o el respeto absoluto de las UAF. Hay que diferenciar entre los colonos que llegaron al Meta y al Caquetá en los 70, de los que acumularon UAF a punta de argucias jurídicas en los 90.
“Desde una perspectiva liberal, las grandes empresas necesitan espacio para producir, el punto es qué hace primero el Estado y qué es lo que rige sus decisiones, si la equidad o el lobby político”.
Sugiere el investigador que hay que formalizar la propiedad de la tierra, restituir, decidir qué se cuida, cuáles son las zonas de reserva ambiental, y después sí decidir qué se puede adjudicar a grandes empresas. “La tierra del país da para eso. Si no es un debate totalmente ideológico: solo empresas o solo campesinos”, anota García Trujillo.
La Corte Constitucional o la restricción de las facultades
Santos pasó de tener un equipo pequeño de personas negociando el Acuerdo de Paz, que solo tenían que validar en principio los puntos con los ministros, a tener que coordinar el alistamiento y la implementación con muchos actores con poder de decisión: en esta fase entró a jugar el Congreso, la Corte Constitucional, las élites económicas, por ejemplo.
“Según el politólogo Michael Albertus la dificultad de hacer reformas agrarias en contextos democráticos es que hay demasiados puntos de veto”, dice García Trujillo.
Una vez el Congreso ratificó el Acuerdo, la Corte Constitucional restringió el alcance de las facultades extraordinarias del Presidente para expedir decretos con fuerza de ley -en parte porque había perdido el plebiscito- con lo cual el gobierno tuvo menor margen de maniobra para avanzar en varias de las leyes necesarias para los distintos puntos del acuerdo, incluyendo el agrario.
En ese tema específico “era difícil trazar la línea sobre qué era desarrollo rural normal, de lo “especial” que estaba directamente vinculado al Acuerdo”, dice García.
Muchos proyectos de ley tuvieron que someterse entonces al proceso legislativo ordinario.
A diferencia de lo que ha pasado en algunos países africanos en los que se le ha achacado la falta de implementación a la ausencia de Estado, aquí, explica García, “la interacción de las diferentes instituciones y agentes en la implementación de la Reforma Rural Integral ha obstaculizado la materialización de las políticas”.
*Nota: Para poder visualizar el resto de países deslice hacia la izquierda.
Para citar:
García Trujillo, A. (2021). Peace and Rural Development in Colombia: The Window for Distributive Change in Negotiated Transitions. Routledge. https://doi.org/10.4324/9780367823979
*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.