OPINIÓN

¡No más minería! ¿O sí?

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La respuesta no es tan sencilla como parece haber dado a entender el resultado de la consulta popular de Cajamarca.

Por Marc Hofstetter

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La semana pasada Yamid Amat en “Pregunta Yamid” a Mauricio Olivera y Eduardo Lora para hablar del tema pensional en Colombia. Yamid suele cerrar el programa con un sondeo a los televidentes. Ese día propuso que se les preguntara si estaban o no de acuerdo con elevar la edad de jubilación en Colombia. Así iba a despedir el programa. Eduardo Lora alcanzó a detenerlo resaltando que la pregunta planteada de esa manera no tenía sentido pues todos preferimos recibir una pensión más pronto que tarde. Como la plata para pagar pensiones no cae del cielo, propuso que a los televidentes se les preguntara más bien si estaban de acuerdo con pagar más impuestos para poder mantener la edad de jubilación actual. El 73% respondió afirmativamente.

El domingo de esta semana los habitantes de Cajamarca acudieron a las urnas para responder una pregunta como la que iba a hacer Yamid antes de que Lora lo interrumpiera. ¿Está usted de acuerdo, Sí o No, con que en el municipio de Cajamarca se ejecuten proyectos y actividades mineras?” El 98% de los sufragantes votó (obviamente, agregaría yo) que NO. La consulta abre debates fascinantes. Bienvenidos: qué maravilla poder discutir sobre cómo, como sociedad, nos ponemos de acuerdo sobre qué actividades económicas se pueden llevar a cabo, en dónde, las condiciones de las mismas, quién decide esas reglas, quién supervisa, cómo repartimos las regalías de esas actividades, cómo mitigamos los daños colaterales si aceptamos esas actividades y un largo etcétera. Esos son los debates que deberían ocupar nuestra atención.

Comienzo por resaltar lo que la introducción anterior ya sugiere: la pregunta de la consulta no es la correcta. Si a mí me preguntan si quiero que en mi barrio haya minería también respondería que de ninguna manera. Si hacemos esa pregunta en todos los municipios de Colombia tendríamos un mandato popular que prohibiría la minería en el territorio nacional. ¿Qué implicaría ese mandato? Es bastante simple: la vida humana sería inviable. Los ladrillos de nuestras casas son minería, el cemento y la arena que los pegan también; las pantallas por las que leemos esta nota no son posibles sin minería; las tuberías que nos traen agua y aquellas que se llevan nuestros desechos vienen de la minería; los cableados que nos traen energía y comunicaciones son mineros; los andenes, rieles y carreteras no son posibles sin minería; una jeringa, su aguja y el frasco de una vacuna son subproductos mineros; una ambulancia se fabrica con minería y se mueve con combustibles que son minería; un azadón o un tractor son mineros; una tiza o un marcador son producidos con minería, y hasta las balas con las que nos matamos durante medio siglo de conflicto y el balígrafo con el que firmamos la paz no son posibles sin minería. Ah, y si queremos hablar de productos verdes, tampoco escapamos a la minería: las baterías de los vehículos eléctricos se fabrican con productos mineros, las aspas de un molino de viento para generar energía limpia también y ni hablar de un panel solar.

El punto de partida del debate no puede ser hipócrita: NO hay ninguna posibilidad de que 50 millones de personas nos acomodemos en el territorio colombiano y vivamos sin minería. Y si la respuesta no puede ser cero minería, como sociedad no podemos eludir las preguntas de dónde, cómo, quién y qué se mina. Y por eso no es obvio que las comunidades locales nos podamos tomar el derecho a decidir que en la nuestra no se vale minar. A cada una de nuestras comunidades nos resultaría conveniente no permitir minería pero, como sociedad, ese equilibrio es inviable. El debate jurídico no podrá escapar a esa tensión.

Si bien arriba argumenté que nuestra sociedad es inviable sin minería, nuestra vida es perfectamente viable sin oro. Esa distinción es clave porque el debate en Cajamarca estuvo motivado por un proyecto minero particular: el de la Colosa que pretende (¿o pretendía?) extraer justamente oro a gran escala en una mina a cielo abierto. El oro es un mineral inútil, como bien lo Héctor Abad en su columna de El Espectador, y por tanto el debate de cara a la consulta era entre permitir extraer un metal inútil o defender el medio ambiente: pelea de toche contra guayaba madura. Así, uno podría concluir que la pregunta de la consulta en Cajamarca habría tenido que enfocarse en ese metal en particular y no a la minería en general. Prohibida la minería de oro, solucionado el problema, concluirían algunos.

Pero seamos francos, ni siquiera con una pregunta mejor formulada, enfocada en la minería “inútil”, se puede resolver el debate en blanco y negro, en un o no. Así el oro sea inútil, el motor de su minería es su precio. Como hace un par de años, apagarlo pasa por una transformación de la arquitectura financiera internacional por la que deberíamos abogar pero cuyo éxito, si llega, tardará muchos años. Mientras su precio sea alto habrá tensión entre las consecuencias positivas de la empresa minera (financiar los bienes públicos con regalías, el empleo formal de sus trabajadores y las utilidades de sus dueños) y las secuelas ambientales.

Pero justamente para eso tenemos autoridades ambientales, para que de manera objetiva evalúen si los proyectos mineros pasan o no los estándares ambientales que como sociedad nos parecen adecuados, para que nos digan si las secuelas son tan bajas como queremos. Al final, que haya habido consulta y su resultado apabullante son el reflejo del fracaso de esa política ambiental en Colombia y de la poca confianza que los ciudadanos tienen en que esas autoridades sólo autorizarán proyectos con secuelas ambientales coherentes con esos estándares. Para ponerlo en de mi colega Juan Camilo Cárdenas, el Ministerio de Ambiente sólo sirve si estorba. Y el que tenemos no parece estorbar.

El precio elevado de un metal inútil no es solo el motor de proyectos legales como la Colosa, al cual las autoridades ambientales habrían podido ponerle las exigencias ambientales apropiadas. El precio elevado es también el motor de la minería ilegal que según extrae más de la mitad del oro en Colombia. Esa minería—la más dañina de todas para el medio ambiente, la salud de los mineros y de las poblaciones afectadas y la que no le deja ni un peso a los gobiernos locales vía regalías—no  sólo no se acabará con la consulta popular sino que posiblemente se exacerbe con la prohibición. La competencia de la minería ilegal es la legal. Los efectos de una política pública, de un decreto, de una ley o de una consulta, rara vez se circunscriben solo a los deseados; casi siempre tienen efectos colaterales, posiblemente no deseados. Incorporarlos a la discusión es un acto de honestidad intelectual que con demasiada frecuencia parecemos olvidar.

Total, ni siquiera con minerales inútiles es obvio que convenga prohibir sin matices su extracción. Evidentemente, con el resto de minerales que son esenciales para nuestra vida diaria, la prohibición es simplemente inviable y lo único razonable es una autoridad ambiental seria que diga caso a caso cuáles proyectos cumplen con los estándares que nosotros mismos como sociedad establezcamos. Ojalá de este debate surjan autoridades ambientales en cuyas manos sintamos que las decisiones sobre qué se permite y qué no quedan a buen recaudo. Pero me temo que en el camino habremos de ver a varios municipios empujados a votar por falsos dilemas, por preguntas incompletas y con información fragmentaria sobre los argumentos a favor y en contra, como en Cajamarca.

Mientras resolvemos el asunto, lo cual tomará posiblemente años, cabría sincerar el sistema de repartición de regalías. Por pura coherencia, si un municipio decide que en su territorio queda proscrita la minería, también debería ser excluido de la repartición de regalías mineras de otros municipios. Cajamarca, cabe decirlo, tiene 25.000 millones de pesos en proyectos financiados con esos recursos.

Pd: La votación de Cajamarca es también consecuencia de la reforma a las regalías que repartió esos recursos por todo el país en lugar de mantenerlos concentrados en los municipios que los generaban. Tras la reforma los municipios mineros se quedaron con los mismos costos ambientales de los proyectos pero con menos recursos para compensarlos. Así, la economía política local se inclinó en favor de los prohibicionistas.

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