OPINIÓN

Agro: el problema es estructural y demanda soluciones estructurales.

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El paro genera una oportunidad única para volcar los esfuerzos del gobierno hacia una política integral de desarrollo estructural, inexistente desde hace décadas. 

Por Marcela Eslava

El país, gobierno incluido, se ha puesto de acuerdo en torno a que los campesinos tienen unas demandas justas. “Hay una deuda histórica con el agro” es frase que se repite sin encontrar contradictores. También está claro ya que los problemas del campo son estructurales y se remontan a la falta de una política coherente de desarrollo rural. Este bienvenido consenso implica una oportunidad única para solucionar carencias de fondo.

Pero puede tornarse en peligro si nos lanzamos a adoptar medidas que, aunque populares, son sólo transitorias o incompletas, y si permitimos que éstas tranquilicen la conciencia colectiva ante el agro, alejándonos de la discusión de una política de Estado integral. El alto costo de los agroinsumos, uno de los elementos que ha estado en el centro de la discusión, es un buen ejemplo de cómo el debate tiende a desviarse de factores estructurales que resultan centrales.

El gobierno ha propuesto dos medidas para bajar el precio de los fertilizantes (el ítem más importante de estos insumos: casi la mitad del costo de producción en varios sectores agrícolas,  según un informe en La República la semana pasada). Ese precio está cerca de 50% por encima del internacional, según datos publicados hoy en El Espectador.

Las medidas que propone el gobierno son reducir los aranceles a las importaciones de estos bienes y adoptar un régimen de vigilancia de los precios al final de la cadena, para intervenir cuando éstos sean excesivos. Excepto por nacionalizar la venta de fertilizantes, lo que generaría la justa protesta de sus productores y comercializadores, en el tema de precios de estos insumos el gobierno se estaría “bajando los pantalones” todo lo que puede. Y esto es positivo.

Pero, la reducción de precios no es una solución completa al problema de los altos costos.  Las cifras que hemos conocido en los últimos días indican que los agricultores colombianos usan muchos más fertilizantes que sus competidores de otros países. El Espectador de hoy, por ejemplo, dice que los agricultores colombianos usan cuatro veces más fertilizantes por hectárea cultivable que  los de Ecuador o Perú.

Así las cosas, aún si se logra eliminar por completo ese 50% de exceso en el precio, en términos de fertilización  la misma cosecha le cuesta a los colombianos cuatro veces más. Así no hay cómo competir.

La pregunta obvia es por qué el consumo de agroinsumos es tan alto. Una respuesta, que no resulta del todo convincente por lo que se sabe de los suelos colombianos, es que éstos son tan mucho más complejos de manejar que los de todos los países vecinos que exigen ese costoso tratamiento. Si esto fuera cierto, nos dejaría en la sinsalida: implicaría que producir bienes agrícolas en Colombia sencillamente no se puede convertir en rentable. Afortunadamente, eso también resulta difícil de creer.

Una respuesta más plausible es que los colombianos no hemos aprendido a producir de manera tan eficiente como los del lado. La buena noticia es que en ese aprendizaje el gobierno podría jugar un papel clave, a través de los programas de investigación y asistencia técnica que los productores individuales no pueden financiar, y que tan útiles resultaron en el país hace varias décadas y tan útiles resultan en otros países en la actualidad. Ese tipo de programas son los que deberían hacer parte de una política integral de desarrollo agrícola.

Como los costos por agroinsumos, los otros puntos centrales de la discusión tienen dimensiones estructurales de fundamental importancia, que deben ser objeto de una reflexión cuidadosa entre el gobierno y el agro. Los efectos negativos que acuerdos como el TLC y el Pacto Andino tienen sobre sectores perdedores se pueden paliar activando cláusulas de salvaguardia o con subsidios temporales. Otras dificultades podrían tener soluciones temporales similares.

Pero todas éstas (incluyendo las salvaguardias) tienen límites que imponen la necesidad de buscar soluciones más de fondo a los problemas de competitividad del agro. Tales soluciones estructurales incluyen un diagnóstico serio del campo—que empieza por el compromiso del Estado hacia la generación siempre pospuesta de estadísticas sólidas sobre el agro, para que dejemos de depender de lo que los periódicos cuentan que les dijeron los gremios--, apoyo técnico, una política de reconversión de los sectores no sostenibles, y provisión de bienes públicos en lo rural (incluyendo seguridad, por la vía de la paz o la protección del Estado). No son ajenas tampoco al problema fundamental de la pobre infraestructura, que no nos permite sacar máximo provecho de los TLC ni para exportar bienes agrícolas ni para otras exportaciones.  

Por supuesto, estas soluciones de largo plazo no se pueden discutir en los afanes que imponen las graves consecuencias del paro. Por eso uno de los compromisos que debería salir de la mesa de negociación es que, más allá de las soluciones de emergencia,  se establecerá un escenario de construcción conjunta (gobierno-productores) de una política integral de desarrollo agrario.

Qué oportuno sería que esos temas se discutan desde el lado pacífico de la sociedad colombiana, y no solamente en la mesa de la Habana, donde el afán de no bloquear la posibilidad de paz limita el menú de posibilidades que entra en la discusión.

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