Aún recuerdo como en múltiples foros, entrevistas y discursos tanto el presidente Santos como Humberto De la Calle hacían sendas piruetas para sostener la idea de que la refrendación e implementación de los acuerdos de la Habana no requería cambiar la Constitución. Afortunadamente esta idea se fue al traste la semana pasada cuando el Gobierno presentó ante los medios de comunicación la propuesta de un ‘Congresito’.
Del Congresito a la Constituyente
Aún recuerdo como en múltiples foros, entrevistas y discursos tanto el presidente Santos como Humberto De la Calle hacían sendas piruetas para sostener la idea de que la refrendación e implementación de los acuerdos de la Habana no requería cambiar la Constitución.
Afortunadamente esta idea se fue al traste la semana pasada cuando el Gobierno presentó ante los medios de comunicación la propuesta de un ‘Congresito’ que dotado de facultades constituyentes discutiera los cambios que necesita la Carta del 91 para materializar los posibles acuerdos de paz.
De igual forma el presidente pone el dedo sobre una discusión que, si bien ha estado latente durante estos años, hoy ante la posibilidad real de la firma de un acuerdo se hace más indispensable y es la de la necesidad de encontrar rápidamente un mecanismo de refrendación que dote a los acuerdos de la legitimidad, la perdurabilidad y la eficacia que requieren para que en unos años no se vuelva a repetir la historia de la guerra, tal y como ha pasado una y otra vez en nuestro país.
En ambas cosas acierta Santos. Pero se equivoca al afirmar que es necesario cambiar solo una parte de la Constitución y no toda ella.
En un sentido profundo y amplio no se puede pensar que es posible plasmar de forma coherente los acuerdos a los que ya se ha llegado en torno a la participación política que incluyen, entre otras cosas, la creación de circunscripciones especiales de paz, la reforma al sistema electoral y la creación de un estatuto de oposición con la actual configuración del régimen político plasmada en la Constitución del 91.
Especialmente, después de la mal llamada reforma al equilibrio de poderes, ambas visiones no solamente son distintas sino que se contradicen en su esencia.
Una va en dirección de ampliar la democracia y de promover la inclusión no solo de sectores sino también de regiones enteras que no han participado realmente en las definiciones políticas del país mientras la otra va en procura de estrechar cada vez más los ya pequeños resquicios de la participación política en Colombia.
Lo mismo se podría decir de los acuerdos en torno al desarrollo rural con enfoque territorial.
Estos acuerdos ponen en el centro el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos lo que implica la creación de toda una institucionalidad rural con los dientes necesarios para adelantar la labor de dignificar la existencia de millones de colombianos que viven hoy en el campo y que como lo demuestran las cifras del reciente censo agrario se encuentran en las más precarias condiciones.
Todo esto no puede hacerse con una Constitución que ni siquiera reconoce explícitamente la existencia del campesinado y que contempla en materia rural figuras pre modernas propias de un país colonial.
La paz y el país requieren grandes reformas que hoy están pendientes y que para hacerlas parten de un todo acorde con un nuevo momento político derivado de la firma de los acuerdos.
Por eso deben adelantarse mediante una Asamblea Nacional Constituyente. Porque además de los temas de la agenda de la Habana, están, por supuesto, la urgente reforma a la justicia, a la educación y a las fuerzas militares entre otras.
Otro elemento en el que se equivoca Santos en la propuesta de Congresito o de Ley habilitante, es en pensar que una eventual refrendación restringida a las comisiones primeras del Congreso o a él mismo, en su condición de presidente, dotará a los acuerdos de la legitimidad necesaria para ser aceptada por los colombianos.
Y no solo en este momento, sino también a futuro ante el duro y largo camino de diez o veinte años que implicará la implementación de los acuerdos de la Habana.
Para que generaciones enteras se comprometan en la edificación de la paz y de tareas nada fáciles como la reconciliación, debe existir un hito fundacional de esa paz.
Un hito que la legitime asegurando la participación de la mayoría de los sectores de la sociedad en la elaboración definitiva del acuerdo político societal que finalice con la guerra y que defina cuáles son los mínimos de esa nueva realidad nacional a la que llamaremos paz, hecho que solo es posible mediante una asamblea nacional constituyente.
En un país amenazado por la existencia de una élite latifundista que en diversas ocasiones ha utilizado la estrategia paramilitar para hacerse cada vez a más tierras y a más poder político, la posibilidad de una reacción armada a los acuerdos de paz no es un disparate, sino una dura y fría posibilidad real.
A ésta es necesario responder no solo con medidas efectivas de desmonte del paramilitarismo sino también con la mayor legitimidad posible de los acuerdos de la Habana y a los que pueda llegarse también con el ELN.
Parte del reto de lograr la legitimidad necesaria pasa por poder incluir en la refrendación y edificación de los acuerdos, a sectores como los movimientos sociales que no se encuentran representados en instancias institucionales como el Congreso pero que cuentan con una gran legitimidad social, especialmente en zonas neurálgicas para la implementación de los acuerdos.
Esta participación no se logra mediante el Congresito, sino mediante una asamblea nacional constituyente pactada, que mediante criterios espaciales, le permita a esa Colombia indígena, afrocolombiana, campesina, joven y pobre por primera vez participar directamente en la edificación de la paz y del país que habitan.
Muchos más argumentos podrían esgrimirse a favor de la Constituyente, pero afortunadamente el debate está abierto y promete ser cada vez más interesante.