OPINIÓN

Del "tal paro" tal astilla: la política colombiana reflejada en el paro agrario

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Hoy estamos pagando los platos rotos de haber caído en la política del menudeo, y no está claro si nos encaminamos a una solución seria de los problemas de fondo del campo colombiano.

Por Leopoldo Fergusson (Twitter: @LeopoldoTweets)

Mientras escribo esta entrada, el gobierno está intentando evitar un nuevo paro agrario. Por unos días la discusión estuvo centrada en si las protestas tienen una motivación “política”, algo que debería darse por descontado.¿Qué otro tipo de calificativo se le puede dar a la movilización de unos grupos de ciudadanos que le reclaman atención a un gobierno? 

Se desprenden de acá dos interpretaciones. 

Primero, la “política" tiene tan mal nombre en Colombia que darle ese apelativo a un fenómeno (que no puede evitar tenerlo) sirve para demonizarlo. No es la primera vez que pasa. “¡Ustedes tienen intenciones políticas!”, acusan algunos. El reflejo defensivo es exclamar: “¡No! ¡De ninguna manera!”. Pero contestar así es caer en una trampa, pues lo honesto (y lo fructífero, para evitar una discusión nociva de apelativos que no toca el fondo del asunto) es decir: “¡Por supuesto! ¿Y qué?”.  

Segundo, quienes usan este apelativo tienen una crítica de fondo. Por ejemplo, señalar que más que por reclamos legítimos de los grupos movilizados, la protesta se mueve por intenciones más o menos independientes, frecuentemente electorales o de participación de la insurgencia. En medio de la campaña presidencial (aburridísima, pero campaña al fin y al cabo), una sospecha que se siembra es que los grupos en contienda manipulan la protesta para golpear electoralmente al presidente-candidato. También en este caso conviene hacerle el quite a la discusión. A la gente hay que creerle y la validez de los reclamos se puede examinar independientemente de si grupos políticos o grupos armados ilegales tratan de sacar provecho del fenómeno. Lo contrario, e “insultar” por político algo que no puede dejar de serlo, es estigmatizar la protesta social como lo hacía por hábito el gobierno pasado. Este gobierno ha mejorado, pero hay deslices de algunos funcionarios que coquetean con la idea. (A propósito: resulta poco consecuente que los que suelen criticar a las Farc diciendo que no son más que narcotraficantes sin ideología política —como ya lo he dicho claro que trafican, pero una cosa es Fritanga y otra Marulanda— son con frecuencia los mismos que critican su presunta participación en movilizaciones políticas).

Dejando de lado esos términos nocivos del debate, confieso mi ambivalencia frente a este movimiento de protestas y frente a la respuesta que ha venido dando el gobierno.

Simpatizo con la idea, manoseada y todo, de que “en Colombia tenemos una deuda histórica con el campo”. El campo no sólo es el escenario del largo conflicto colombiano. Eso puede ser apenas un síntoma de problemas estructurales que, en algunos casos como el de la concentración de la tierra, vienen incluso desde la colonia. Una muestra tristemente elocuente del desprecio hacia el campo es que llevemos años sin siquiera “contarlo”, y cuando por fin vamos a tener un censo agrícola después de décadas perduran los temores de si se hará bien la tarea. 

Por todo esto, este paro agrario y el anterior me parecen más que bienvenidos. Con esas movilizaciones, así como con las discusiones en La Habana (sobre asuntos que conviene hacer, con o sin Farc), el sector agrario en Colombia por fin parece entrar con fuerza a la política. El problema es que no ha entrado de cualquier manera. Ha entrado al estilo muy colombiano de la política como intercambio por beneficios inmediatos. Si bien se han hecho algunos esfuerzos en la dirección de crear una verdadera política agraria y corregir problemas de fondo, la sensación es que el movimiento agrario ha tenido particular éxito en obtener subsidios y beneficios muy particulares, en lugar de políticas estructurales y bienes públicos. Hay que tener cuidado con esta “política de la subsidiomanía”. No es esto en lo que debemos acercarnos a los países desarrollados como Estados Unidos o la Unión Europea con sus enormes subsidios agrícolas, un lujo dudoso de país rico. Más bien nos convendría imitarlos en la calidad de sus carreteras, o en sus inversiones en investigación y apoyo técnico. O al menos parecernos a la región, pues como mostró Marcela Eslava en una entrada reciente de blogoeconomía, apenas llegamos a la mitad del promedio latinoamericano en inversión pública para la innovación agrícola. 

Además, en el caso de los subsidios no estamos hablando de sumas de poca monta. La misma bloguera me sugirió la siguiente comparación. El costo de la doble calzada Bogotá-Girardot, que beneficia a productores agrícolas de todo tipo, y a muchos otros sectores de la economía, costó 1,2 billones de pesos (sobra decir, muy por encima del valor inicial estimado). Este año, en el presupuesto se apartó una suma similar de 1 billón de pesos para el PIC (Programa de Protección al Ingreso Cafetero).  Aclaro que el argumento no es que debamos gastar menos plata en el agro. Posiblemente debemos gastar más. Pero que sea más en bienes públicos y programas que beneficien a un conjunto amplio de productores, y menos en subsidios directos 

Esta respuesta del Estado colombiano es, seguramente, una manifestación de su debilidad. Preocupa que nos volvamos buenos para poco más que dar plata. Programas de transferencias condicionadas, como Familias en Acción, parecen funcionar bien. Pero si se trata de entregar bienes públicos más complejos, como carreteras (¡ni se diga metros!), programas de asistencia técnica, o regulación efectiva de los monopolios, estamos en problemas. Con datos de la Elca, la única encuesta en Colombia que sigue a 10.000 hogares a lo largo del tiempo —y que, valga la chiva, acaba de lanzar su versión 2013— Ana María Ibáñez hace el siguiente cálculo. Clasificando todos los programas del gobierno en el sector rural entre aquellos que entregan algún tipo de beneficio al hogar (e.g. Familias en Acción, programas de adultos mayores, ayuda a emergencias y a desplazados) y aquellos que podríamos calificar como productivos (e.g. agro ingreso seguro/desarrollo rural con equidad, oportunidades rurales, alianzas productivas, titulación de baldíos), encuentra que el 63% de los hogares tienen acceso a los primeros, y sólo el 2.6% a los segundos.  

Abusar de los subsidios es una estrategia que le sale por la culata al gobierno y, a largo plazo, a los propios campesinos. Muy asustado por las encuestas, y más ahora en ambiente electoral, el gobierno contra las cuerdas entra en la lógica de la política del menudeo y además de subsidios negocia en el calor de una protesta social “más de 159 acuerdos o compromisos”. Hoy, no sólo enfrenta la discusión de si ha cumplido o hay retrasos, sino que acá se cumple la ley de que "cada oferta crea su propia demanda": en lugar de apaciguar los ánimos, la entrega de beneficios particulares al detal no hace otra cosa que despertar nuevas demandas. Y, en el caso del campo, lo más grave del asunto es que muchas de esas demandas son necesarias y urgentes, y los líderes campesinos, por primera vez en muchos años recibiendo atención y en el centro del debate político, aprovechan la oportunidad para obtener lo que puedan. 

Pero decía que, en el largo plazo, esto también le sale caro a los campesinos. Estos movimientos se llaman dignidades, pero pocas cosas dan menos dignidad que una política asistencialista de subsidios. Lo digno es que el sector reciba, institucionalmente, la atención que merece. Que el presupuesto para el agro crezca pero no a punta de ayudas directas para quienes logran negociar con el gobierno, sino a punta de un fortalecimiento de la institucionalidad agraria. Que exista una política para el campo que ataque de frente los problemas estructurales que afectan a todos los campesinos: la informalidad en la tenencia de la tierra que les impide acceder a crédito y los desmotiva a invertir en sus parcelas, la falta de inversión en innovación, el descache entre vocación y uso de los suelos, la concentración de la propiedad con sus implicaciones sobre la productividad y sobre el acceso del campesino a la tierra, el sobre costo de los fertilizantes e insumos, y el atraso en la infraestructura vial y de puertos, para mencionar algunos de los más apremiantes. 

De lo dicho debe quedar claro que el problema no es que el sector agrícola esté logrando mucho poder político a través de la protesta. Una lectura equivocada de mi planteamiento podría sugerirlo, pues un remedio simple a la “subsidiomanía” es que estos grupos no tuviesen la capacidad de presionar al gobierno con sus manifestaciones (que, dicho sea de paso, han despertado una solidaridad que pocos grupos de interés pueden lograr; como me decía otro colega “imagínese a los mineros marchando"). El problema, más bien, es que nunca han tenido un poder suficiente y permanente, lo que los arroja a la lógica perversa de lograr lo que se pueda en el momento justo en que resuelven el dilema de acción colectiva y presionan al gobierno. Lo ideal es que el campo, y sobre todo los pequeños campesinos, tengan una verdadera representación política. Entre los congresistas, son pocos los nombres que vienen a la mente, Jorge Robledo y Guillermo Rivera son quizás las excepciones notorias de quienes parecen tener el asunto en el centro de su agenda. Pero este nuevo movimiento, con apenas dos excepciones según las cuentas de La Silla, no ha logrado aún dar el salto al poder político formal. 

En aras del equilibrio, reconozcamos como decía atrás que el gobierno también ha hecho esfuerzos para crear una verdadera política agraria y corregir problemas de fondo. Por un lado, lo que se conoce del acuerdo en La Habana trata temas prioritarios. Por otro lado, las medidas para levantar el paro del año pasado van más allá de los subsidios, e incluyen sin duda medidas importantes (un ejemplo son los esfuerzos para controlar los precios de los fertilizantes). Acá lo que habría que lamentar, con el riesgo de sonar reiterativo, es que no hayan sido identificados y atacados eficientemente antes por las autoridades agrícolas. Adicionalmente, después del paro el gobierno buscó crear un "pacto agrario” encaminado a atacar algunos de los problemas de largo plazo. En la misma dirección apunta la comisión de una Misión Rural de alto nivel. 

Pero cada uno de estos esfuerzos enfrenta dificultades, algunos de ellos exacerbados por los tumbos que ha dado el gobierno enviando mensajes contradictorios. Por ejemplo, independientemente de la disposición del Ministro, es como mínimo mala diplomacia haber designado a un funcionario que por su trayectoria profesional parece más cercano a los grandes propietarios que a los pequeños campesinos, quienes son hoy el centro del debate. Esto creó desconfianza, la que también se hizo visible con el lanzamiento del pacto agrario. Allí, quedó clara además otra crisis de representación de los campesinos: los gremios no son sus voceros. Tampoco cae bien que si se trata de fortalecer el agro y promover una política progresista, el gobierno haya accedido a politizar en lugar de tecnificar las principales entidades del sector, algo que salió a relucir de nuevo recientemente con las declaraciones del ex Ministro Restrepo. A la misión rural, queda esperar que le paren bolas, aunque es bien conocida la idea de que cuando se quiere archivar un tema, no hay mejor método que crear una comisión. Y finalmente, este análisis de La Silla muestra cómo se han embolatado o cuando menos retrasado algunas de las medidas de fondo. 

Hoy, estamos pagando los platos rotos de haber caído en la política del menudeo, y no está claro si nos encaminamos a una solución seria de los problemas de fondo del campo colombiano.

 

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