Desafío al Fast-Track
El reciente fallo sobre el Fast Track envía un mensaje claro: la Corte no es una mandadera del Gobierno. Y le impone serios desafíos a la implementación. Pese a ello, es preciso comprender este asunto más allá de la discusión política, como el efecto natural de haber desarrollado un Acuerdo de Paz sin acoger la tesis de la crisis institucional. Esta es la explicación.
La paz dialogada y los sometimientos a la justicia son procesos bien diferentes. En los sometimientos, el Estado flexibiliza sus normas para permitir la “rendición” de un actor cuya capacidad de daño y desestabilización se ha puesto en evidencia. En esos casos se procede con la convicción de que el efecto logrado compensa la excepción institucional.
Por su parte, en los diálogos de paz se acuerdan una serie de transformaciones en el orden social, político o económico, las cuales se constituyen en motivos de peso para que el actor violento cese su lucha contra el Estado. De allí la diferencia notable entre una “entrega” y una “dejación” de armas.
En ambos procesos puede haber conversaciones, así como negociación de condiciones. Pueden existir mecanismos formales de verificación y acompañamiento de la comunidad internacional, y pueden hacer presencia los intermediarios.
Lo realmente diferente es, por un lado, la hipótesis de partida – que en un caso es el reconocimiento de una amenaza y en el otro de un conflicto armado – y, por otro, el relato político que implica cada una de las estrategias: los sometimientos se utilizan para domesticar criminales, la paz negociada para integrar adversarios.
Colombia ha utilizado ambos mecanismos en distintos momentos de su historia. Instauró políticas de sometimiento orientadas a controlar la violencia de los carteles de la droga y realizó negociaciones de esta misma naturaleza que condujeron a la desmovilización parcial de los paramilitares.
Del mismo modo, le reconoció beligerancia y le aceptó motivaciones políticas, entre otros, al M-19, a la Corriente de Renovación Socialista, al EPL, al Quintín Lame y al PRT y, gracias a ello suscribió acuerdos de paz muy relevantes. Es lícito afirmar, si bien no fue su expresión única, que la Constituyente del 91 fue el modo en el que el país realizó un gran proceso de reforma institucional, concomitante a los acuerdos de paz firmados por ese entonces.
En general puede decirse que las políticas de sometimiento son más propias de los Estados consolidados y que los procesos de paz parten del reconocimiento inicial de una grave falla institucional, la cual hay que reparar. La experiencia internacional de los procesos de paz confirma esta distinción.
Partiendo de allí, resulta posible comprender por qué el acuerdo de paz con las FARC es tan peculiar y por qué su desarrollo desafía los límites tradicionales en la materia. Efectivamente, en el diálogo con esa guerrilla se suscribió la tesis de la paz negociada sin aceptar el supuesto de la crisis institucional.
En otras palabras, se reconoció la existencia del conflicto y se concedió una conversación sobre temas acotados pero estructurales, sin aceptar que la institucionalidad estaba en una crisis profunda o que el sistema era incapaz de realizar reformas por su propia cuenta.
En buena medida, la extensión en tiempo de la confrontación, la múltiple naturaleza de la acción guerrillera (bandida, terrorista, administradora, narcotraficante), los antecedentes de la seguridad democrática y el proceso paulatino de fortalecimiento del aparato estatal explican este carácter tan peculiar del Acuerdo firmado en el Teatro Colón.
Esta característica tiene efectos difíciles de asumir para cada uno de las partes. El Estado pudo preservar la tesis del orden y la estabilidad institucional, y negarse a la posibilidad de terminar en una constituyente o en un rediseño profundo de las reglas del juego. Pero, al mismo tiempo, se vio obligado a aceptar una deliberación sobre temas de democracia y desarrollo con un grupo minoritario, de pensamiento extremo y sin legitimidad política previa, asunto que le valió la derrota en el plebiscito.
Por su lado, la guerrilla consiguió reivindicar sus banderas políticas, zafarse parcialmente del sambenito narco terrorista y presentarse en la esfera política como la agrupación que presionó cambios relevantes en el tema agrario, de participación política y de cultivos ilícitos. Pero, al mismo tiempo, admitió su inserción a las reglas de una democracia en funcionamiento y, lo más riesgoso, se sometió a las decisiones institucionales derivadas de ejercicios legítimos de deliberación.
Por eso la relevancia que han tenido el Congreso de la República y la Corte Constitucional en la implementación temprana del Acuerdo de Paz. Y de allí el enorme desafío que supone la decisión de la Corte de declarar inexequible el aval previo del Gobierno a las modificaciones a los proyectos de ley y de actos legislativos y la votación en bloque de los mismos en el marco del Fast – Track.
Se trata sin duda de una decisión desafiante. Por un lado, puede hacer que el procedimiento rápido pierda su celeridad y le quita al Gobierno la potestad ser el “garante último” en cuanto a contenido del desarrollo legislativo del Acuerdo. Como lo señala en su análisis LSV, se pierden así los “seguros” que tenía el Fast – Track y se traslada la implementación al Congreso.
De otro lado, y como lo han estimado otros analistas, es posible que esta decisión contribuya en el mediano plazo a subsanar el déficit de legitimidad que arrastra el Acuerdo después del No. En efecto, si existe una deliberación más amplia y autónoma en el Congreso perderá cada vez más fuerza la tesis del conejo que aún reclama la oposición.
En todo caso, resulta inconveniente rechazar la decisión del alto tribunal por sus efectos materiales en la discusión, máxime cuando éste ya ha tomado decisiones de fondo sobre materias como la legalidad del plebiscito y su cambio de condiciones, sobre la exequibilidad de las leyes y actos legislativos ya en vigencia, y sobre los mecanismos de refrendación del Acuerdo, en los cuales sus disposiciones fueron aceptadas y acogidas. De esta coyuntura no se puede derivar que la Corte sólo obra en derecho cuando razona de modo que resulta favorable al Gobierno.
Implementar un proceso de paz respetando la autonomía del entramado institucional no resulta nada fácil. Principalmente porque las decisiones más relevantes se salen de las manos de quienes estuvieron sentados en la mesa.
Pese a ello, es una apuesta que bien vale la pena, no sólo porque la experiencia histórica muestra que aquellos países que hicieron procesos de paz en medio de hondas crisis institucionales no lograron superar sus graves problemas, sino porque de lograr la convivencia entre esas medidas excepcionales y la estabilidad del Estado, habremos conseguido que el sistema político en su integridad acoja los planteamientos del Acuerdo, y estos no se constituyan en una bandera impuesta a la fuerza por parte de un grupo poderoso pero minoritario.
Tras esta decisión queda servido el debate en el Congreso y los políticos tendrán la posibilidad de demostrar su compromiso con el Acuerdo y con la paz, o sus ansias de figuración y poder de cara a las elecciones. Mucho de lo que queda por tramitar en el Congreso son las leyes que harán realidad las reformas que tenía contenido el Acuerdo. Sin lugar a dudas, lo que debe salir del Congreso, para beneficio de Colombia, son disposiciones que, sobre las materias pactadas, respeten el espíritu y contenidos del Acuerdo y generen las mejores reglas del juego posibles. Y ese sí es un efecto posible de la buena deliberación. No sobra recordar que en la discusión sobre Justicia y Paz (Ley 975), la discusión del Congreso resultó en varios puntos útil y pertinente.
Posiblemente, en este nuevo escenario, la ciudadanía se constituya en la garante principal del cumplimiento a lo pactado. Difícil pero no imposible. Habrá que ver cómo reaccionan las FARC a todo esto.