Mombiot hizo un repaso por varios portales de organizaciones no gubernamentales que lideran campañas para que los países de Europa obliguen a las compañías de celulares y operadores a que los minerales que obtienen, con los que hacen funcionar sus teléfonos, no hayan pasado por las manos de las milicias militares, guerrilleras y paramilitares que generan conflictos bélicos y muertes de civiles. El país donde se centran estas investigaciones es el mismo de El Corazón de las tinieblas, la República Democrática del Congo.
El celular de las tinieblas: teléfonos inteligentes y minería brutal
En El corazón de las tinieblas, la novela de comienzos del Siglo XIX de Joseph Conrad, Marlow, un funcionario de una empresa dominante de explotación en las colonias, deambula por una gran ciudad del imperio colonizador y con culpa rabiosa se cuestiona: “Me encontré una vez más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar la contemplación de la gente que se apresuraba por las calles para extraer unos de otros un poco de dinero, para devorar su infame comida, para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños insignificantes y torpes. Eran una infracción a mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las cosas que yo sabía”.
¿Y qué sabe él? Sabe el infierno de la explotación en los territorios, del lugar brutal que es cantera y origen de la riqueza que va a parar a los centros urbanos. Marlow describe así el tipo de interacción de los imperialistas con los territorios ocupados: “No eran colonizadores; su administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre quienes se debaten en la oscuridad […] Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseo no tenía detrás otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte”.
Ya lo decía el Quarterly Reviewer, en el siglo XIX, en Inglaterra, cuando editorializaba así sobre el capital: “huye de los tumultos y las riñas y es tímido por naturaleza. Esto es verdad, pero no toda la verdad. El capital tiene horror a la ausencia de ganancias o a la ganancia demasiado pequeña, como la naturaleza al vacío. Conforme aumenta la ganancia, el capital se envalentona. Asegúresele un 10 por 100 y acudirá a donde sea; un 20 por 100, y se sentirá ya animado; con un 50 por 100, positivamente temerario; al 100 por 100, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300 por 100, y no hay crimen a que no se arriesgue, aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas. Prueba: el contrabando y el comercio de esclavos”.
Esto lo pudo comprobar con pasmosa actualidad George Monbiot, en su columna en el periódico inglés The Guardian, cuando en marzo de 2013 se planteó una lid tal vez más esquiva que encontrar el santo grial: Mi búsqueda por un teléfono inteligente que no esté empapado de sangre. Mombiot señalaba: “si usted está muy bien conectado, usted para de pensar. El clamor, lo inmediato, la tendencia a fisgonear en los pensamientos de otras personas, interrumpen el estado de profunda abstracción que requiere el deambular por un camino propio. Esta es una de las razones del porque no he comprado un teléfono inteligente. Pero la tecnología se hace cada vez más difícil de resistir. Tal vez este año yo sucumba. Así que me hice una pregunta simple: ¿puedo comprar un teléfono ético?”.
Mombiot hizo un repaso por varios portales de organizaciones no gubernamentales que lideran campañas para que los países de Europa obliguen a las compañías de celulares y operadores a que los minerales que obtienen, con los que hacen funcionar sus teléfonos, no hayan pasado por las manos de las milicias militares, guerrilleras y paramilitares que generan conflictos bélicos y muertes de civiles. El país donde se centran estas investigaciones es el mismo de El Corazón de las tinieblas, la República Democrática del Congo.
El investigador se dio cuenta de que los operadores y las compañías globales líderes en el mercado hacen poco por apoyar estas iniciativas y lo que sí hacen —con un interés marcado y bien engrasado a punta de dadivas—, es cabildear ante los gobiernos para evitar que estas medidas lleguen siquiera a votación en las cámaras legislativas de los países en que operan. En este informe, Mombiot destaca a Nokia sobre sus competidores y señala que la compañía es la única que trabaja de forma reciente en llave con seis propuestas diferentes para garantizar que el tantalio que proviene de las minas del Congo tenga un certificado que garantice su comercio justo (hasta donde la legalidad sea posible pues en el documental Sangre en el celular, de 2010, el caso contra Nokia y sus operaciones congolesas deja muy mal parada a esa empresa, tal vez parte del empuje de esa corporación se deba en parte a contrarrestar lo expuesto en esa película). Al final, sin tener un solo caso probado de suficiencia ética, Mombiot concluía: “Tal vez esperaré a que la compañia FairPhone [Teléfono Justo] produzca un aparato. O tal vez no me preocupe más y me resigne a menos inmediatez, menos acceso y un poco más de espacio para pensar”.
Mombiot consiguió el espacio para pensar. En abril de 2013 escribió una nueva columna titulada Mi búsqueda por un nuevo teléfono inteligente termina aquí. George Monbiot manifestó su renuncia a la pesquisa luego de que una investigación de Friends of the Earth, una oenegé que hizo una pesquisa y obligó a Samsung a admitir que gran parte del estaño que usa para sus aparatos proviene de la isla Banka en Indonesia “cuyas minas son notorias por la devastación de la vida humana, el ecosistema y el hecho particular de la explotación infantil bajo terribles condiciones”. Monbiot concluía: “Luego de indagar sobre el origen de metales de la República Democrática del Congo, y agotar la paciencia del lector cuando expuse los frustrantes resultados, decidí no comprar un teléfono inteligente, a menos que FairPhone logre producir uno. Y tal vez ni siquiera así. Confrontar esta situación me llevó a hacerme otras preguntas: ¿realmente necesito uno?¿seré feliz sin uno? ¿Y usted?”.
Usted tal vez ha averiguado por la compañía FairPhone y se ha dado cuenta de que al fin el “teléfono ético” ha llegado a la etapa de producción, pero el precio del aparato está en $310 euros y por ahora los problemas de envío y configuración actúan en su contra. Esa es la carta blanca que podrían haber jugado los otros fabricantes —la muy puritana Apple, por ejemplo— pero la dejaron pasar.
Las columnas de Monbiot recibieron cientos de comentarios, parecía como si todo usuario de un aparato de teléfono tuviera algo que decir.
Algunos comentaristas le criticaban al escritor el sesgo que tenía en relación a los teléfonos inteligentes y le preguntaban si había hecho lo mismo con el computador desde donde escribía la columna, con la comida que consumía, la ropa que vestía o si el origen de lo que recibe por publicidad el periódico donde publica obedece en todos los casos a un comercio justo. Las aristas de los comentaristas del foro muestran que las interpretaciones pueden ser simplistas pero los hechos siempre son complejos y que como en el caso del FairPhone, el problema de la ética, o de tener un teléfono ético, es por el momento un lujo posible solo para unos cuantos compradores inquisitivos y/o culposos, adinerados y/o pacientes, o para unos cuantos desclasados que logran vivir en un anacronismo deliberado, plagado de teléfonos antiguos, máquinas de escribir decimonónicas, agricultura casera, cero sushi y patinetas antes que avión.
El lujo de opinar no solo se lo da Monbiot. En esta faena cabe destacar a todos esos artistas e intelectuales capaces de denunciar la explotación del tercer mundo por parte del primer mundo, aun cuando su arte sea comprado y financiado con las utilidades de las empresas del primer mundo que ellos mismos denuncian. La filantropía perfuma el hedor de las embarradas corporativas, el arte y la cultura le dan glamour al escenario y además el precio de algunas de sus producciones sirve para evadir impuestos a costa de calculadas acciones de beneficencia.
La compañía minera Anglogold Ashanti contrató al Centro de Periodismo de la Universidad de los Andes para que produzca un taller de periodismo de siete sesiones. Al evento asistirán expertos en asuntos ambientales y minería, entre los que están Brigitte Baptiste del Instituto Humbolt y León Valencia de la oenegé Arco Iris, entre otros periodistas especializados en el tema. Los comunicadores que tomen los talleres podrán adquirir herramientas y elementos de juicio para el cubrimiento en terreno de noticias relacionadas con la minería. Y claro, también para el cubrimiento de lo que hace la minera Anglogold Ashanti que, como lo relatan el documental Por todo el oro del mundo de Romeo Langlois, la historia Las preguntas detrás de Anglo Gold Ashanti o la entrada reciente Muchas Minas, pocos dueños y favores mutuos en La Silla Vacía, esta empresa tiene y tendrá mucho por contar.
Causa resquemor ver que una empresa minera patrocina talleres de periodismo sobre la minería, y seguro cada uno, Anglo Gold Ashanti y los periodistas, jugarán al gato y al ratón: la empresa intentará capitalizar la iniciativa para lavar su imagen e incrementar su capital reputacional y los periodistas, como una suerte de Robin Hood, parasitarán los recursos del parásito para mostrar los aciertos, errores, ventajas y desventajas de su actuación, una labor de crítica que morderá pasito la mano que la alimenta.
Una frase tomada de la cantera inagotable de Walter Benjamin describe así el sentimiento sublime de terror cosmético de estas críticas tan certeras como vulnerables, tan risibles a veces en lo cínico como absurdas en lo trágico, tan críticas como autocríticas y tan propias a las condiciones paradójicas y masoquistas del capitalismo: “La humanidad, que antaño, en Homero, era objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en el espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden.”
Ante estos asuntos tan mundanos, una percepción desde el olimpo del espacio pueda ofrecer un diagnóstico más desapegado. En medio del fondo negro vemos una bola flotante con unas cuantas superficies verdes rodeadas de mar azul, nubes, unos casquetes polares cada vez más menguados y toda una constelación de luces, rayas, surcos, follajes y techos. Sobresale, a un nivel minúsculo, una serie de bacterias pedestres y motorizadas, con pulgar oponible y telencéfalo altamente desarrollado, que pululan neuróticas, sin sosiego de un lugar a otro y que con una pulsión ansiosa y cada vez más creciente, consultan unos adminículos que llevan pegados a la palma de su mano. Todo un pequeño mundo contenido en una esfera terrenal donde alguien de vez en cuando emite un grito recurrente, una señal tan limitada como la de un teléfono celular, y que se ahoga en la belleza infinita del indiferente universo: “¡El horror!, ¡El horror!…”