OPINIÓN

El economista académico y su torre de marfil

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¿Cómo salir de ella sin caerse en el intento?

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Muchas veces, y con algo de razón, critican a los economistas que trabajamos en los departamentos de economía de las Universidades por desarrollar modelos teóricos abstractos que parecen desconectados de los problemas reales de la sociedad o por hacer estimaciones tildadas de ser poco relevantes. La crítica puede ser cierta, dado que a veces hay modelos teóricos sobre los cuales uno puede preguntarse acerca de su utilidad, o hay estimaciones mal planteadas por falta de conocimiento de la “realidad”. Igual, aún cuando son críticas erradas, me parece que son útiles en el sentido que, nos obligan a reflexionar de manera permanente sobre el sentido de lo que hacemos.

Una manera de no producir desarrollos teóricos o empíricos desconectados de las problemáticas reales de la sociedad es salir de nuestra torre de marfil para enfrentarnos “al mundo real”. Hay varias formas de hacer eso, y como veremos en esta entrada, no están exentas de problemas también. En otras palabras, la torre de marfil del economista académico puede estar rodeada por campos minados y son numerosos los conflictos de interés que uno puede pisar sin ni siquiera darse cuenta al salir de la torre.

A continuación y de manera no exhaustiva, comparto varias reflexiones al respecto.

 

Público versus privado

Como economistas, tenemos generalmente una inclinación natural por reflexionar sobre temas pensando en el bienestar de la sociedad más que en los intereses privados que la componen. En efecto, que sea por los enfoques de eficiencia que desarrollamos o los diferentes criterios de equidad que contemplamos, las soluciones que emanan de nuestros análisis tienden a estar más orientados a mejorar el bienestar de las sociedades que a defender los interés privados.

Partiendo del punto anterior, uno podría pensar que la forma más segura para los economistas académicos de salir de su torre de marfil es entonces colaborar con el sector público y no con el sector privado. No obstante, creo que esta premisa está viciada por dos problemas.

El primer problema es que para ayudar al Estado en diseñar una buena regulación o una buena política pública, es importante conocer el sector en cuestión y por ende haber interactuado un mínimo con los actores privados que lo componen. Típicamente, si uno propone una regulación anticipando de manera errada la reacción de los actores privados sometidos a esta regulación, uno puede llegar a recomendar una regulación que llega al resultado opuesto al deseado.

El segundo problema es el de la independencia de los investigadores. Uno podría pensar que el sector público es transparente y libre de intereses privados, mientras que, trabajar con actores del sector privado hace entrar al académico en una zona más turbia. Yo temo que la realidad sea más compleja. En el sector público, los hacedores de políticas públicas también tienen sus agendas políticas, y a veces lo que hay detrás de estas agendas políticas son intereses privados, el tema de la financiación de las campañas políticas siendo solamente una de varias razones que puede explicar eso. En otras palabras, que sea haciendo un estudio económico con el sector público o con el sector privado, es posible que el académico se enfrente a un interlocutor que le diga que el estudio tiene que llegar a esta conclusión. En otras palabras, el estudio se vuelve casi un pretexto para defender una causa, comprando la honorabilidad del académico que produce el estudio. 

Para evitar este segundo problema, de manera independiente de si estamos hablando de un estudio para el sector público o para el sector privado, los académicos tienen que aclarar de antemano que los resultados serán publicados en un documento de libre acceso, sean los que sean. Si no le conviene al interlocutor, ya sea del sector público o del privado, pues mejor que no contrate el estudio, así de sencillo. Obviamente, es posible que no todos los académicos tengan las mismas precauciones respecto a su independencia. En este caso, no quiero pecar por optimista, pero la credibilidad de estos académicos tiende a caer rápidamente, de tal forma que el daño que pueden hacer es de corto plazo.

 

Privado contra público

Un tema aún más espinoso que el anterior es cuando el economista académico no produce un estudio, sino que es contratado por el sector privado, aparentemente en contra del sector público, es decir a primera vista en contra de los intereses de la sociedad. Como los mercados y el funcionamiento de la competencia es uno de los objetos de estudio favoritos de los microeconomistas, y que estos mercados son objetos de una supervisión por Autoridades de la Competencia (p.ej. la Superintendencia de Industria y Comercio en Colombia) que tienen que vigilar que las empresas no desarrollen estrategias que distorsionen el buen funcionamiento de estos mercados, se pueden armar “batallas” apasionantes donde cada lado busca con modelos o estimaciones mostrar la validez de sus argumentos. En este contexto, el economista tiene que ser humilde (¡a veces lo logramos!) para entender que nuestros argumentos económicos, que reposan sobre modelos teóricos o estimaciones econométricas, tienen que estar al servicio del derecho de la competencia y pensados en función de la normatividad de competencia. En otras palabras, un economista que desarrolla sus análisis sin preocuparse del contexto normativo en el cual se ubican los términos del debate tiene aportes muy limitados.

A título personal, tuve que reflexionar sobre este escenario porque por mis trabajos en organización industrial y política de competencia, varias veces fuí solicitado para participar en la defensa de empresas investigadas por la Superintendencia de Industria y Comercio, y en un par de ocasiones acepté el reto. En estas ocasiones, tuve que preguntarme si yo me encontraba del “buen lado” o si al contrario estaba colaborando en la defensa de empresas, que por sus actuaciones, habrían alterado el buen funcionamiento de los mercados, y quizás perjudicando a los consumidores.

Sorprendentemente, en este caso el dilema es sencillo de resolver. Si uno percibe que la decisión de la Autoridad de la Competencia está basada en una investigación que presenta claras fallas para castigar a las empresas, el hecho de que el economista académico participe en la defensa de las empresas es socialmente deseable. Pues, el trabajo de los académicos es útil en el sentido que obliga a la Autoridad de la Competencia a mejorar sus investigaciones en el futuro, lo que entre otras cosas reduce la incertidumbre jurídica a la cual las empresas están a veces sometidas. 

Si al contrario, el académico se da cuenta de que la Autoridad de la Competencia ha hecho bien su trabajo de investigación y saca resoluciones conformes con los alcances de la investigación, un académico que participa en la defensa de una empresa no puede cambiar o revertir la situación de una empresa investigada. En este caso, la participación del académico es inútil, pero no hace daño a la sociedad. Sería más bien un comportamiento oportunista por parte del académico el de colaborar con la defensa de una empresa investigada, mientras piensa que la investigación de la Autoridad de la Competencia está bien hecha, porque en este caso está cobrando sus servicios a pesar de que sabe que sus argumentos no tendrán impacto. De nuevo, si bien este tipo de comportamientos puede funcionar en el corto plazo, los efectos reputacionales tienden a limpiar los mercados de los académicos con comportamientos oportunistas.

 

La naturaleza de la interacción: corto o largo plazo

Como acabamos de verlo, el dilema se resuelve de manera sencilla del momento que el académico mira antes si puede ser útil para la empresa investigada, y por ende, para la sociedad entera. La cuestión de su independencia es entonces irrelevante, porque el académico participa en una defensa solamente si cree en la causa que defiende.

Quizás lo que más puede afectar la independencia de un economista académico cuando sale de su torre de marfil son las relaciones de largo plazo con algunas instituciones que pueden distorsionar la objetividad del académico. Por ejemplo, cuando un académico es miembro de una junta de una empresa privada o de una comisión de expertos para el sector público durante varios periodos, lo que puede ser deseable para efectos de aprendizaje y continuidad en las políticas propuestas, ya no puede hacer lo que acabé de describir de manera tan sencilla, i.e. defender siempre la causa en la cual cree porque su libertad está más restringida. En estos dos escenarios (puede haber otros), es posible que al académico le toque respaldar decisiones con las cuales no se encuentra totalmente alineado. Si uno se siente útil, desde una perspectiva de mediano plazo puede valer la pena tragarse culebras de vez en cuando para poder influir en la dirección que cree correcta, pero en este caso ya es más complicado saber cuando uno debería retirarse del oficio. 

 

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