OPINIÓN

El fin de las mafias

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Gustavo Petro ha hecho una carrera política diciéndole al electorado que su lucha es por un país sin mafias. Me imagino que se refiere a las supuestas mafias que, en su opinión, han gobernado durante los últimos años, aunque en la muy característica tradición de la izquierda colombiana es duro con la acusación y leve con las pruebas.

 

Gustavo Petro ha hecho una carrera política diciéndole al electorado que su lucha es por un país sin mafias. Me imagino que se refiere a las supuestas mafias que, en su opinión, han gobernado durante los últimos años, aunque en la muy característica tradición de la izquierda colombiana es duro con la acusación y leve con las pruebas.

 

No niego, por supuesto, que en Colombia haya mafias. Hay muchas, empezando por la más poderosa de todas: las FARC y sus numerosos grupos de apoyo, legales y cuasi legales. También hay mafias de narcotraficantes, lideradas por personajes con nombres siniestros como “Cuchillo”, el “Loco Barrera” y “Comandante”, quienes trabajan cada día más en asocio con las FARC, generando lo que los gurús de la administración llamarían “sinergias”. Así  como hay mafias de contratistas, en Bogotá por lo menos, cebadas como marranos navideños después de 7 años de gobiernos del Polo; mafias sindicales y hasta mafias de ex mafiosos, que ahora se llaman dizque BACRIM.

 

Los intelectuales por su parte nos afirman en sus eruditas columnas de opinión que vivimos en una “cultura mafiosa”, porque en Colombia a la gente le gusta andar en camionetas 4x4, apreciar caballos de paso y rodearse de mujeres bonitas con poca ropa, lo cual resulta tan simplón como decir que los españoles son unos sanguinarios porque les gustan los toros y los noruegos unos matones porque cazan ballenas.

 

De hecho hay argumentos muy fuertes para afirmar que durante los últimos 8 años del gobierno Uribe, a pesar de lo que nos quieren embutir los candidatos presidenciales alternativos, las famosas mafias se han debilitado y no fortalecido.

 

Por ejemplo, un reciente estudio citado en el afirma que en 1987 el narcotráfico correspondía el 6.7% del PIB del país y que hoy en día escasamente llega al 1% del mismo. Esto se explica, según el estudio, porque el valor agregado de la droga se queda por fuera, por la reducción sustancial de los cultivos ilícitos y por el importante crecimiento de otros sectores lícitos de la economía.

 

En otras palabras, durante los últimos años, particularmente los del gobierno Uribe donde se verificaron con mayor dinamismo los anteriores factores, los mafiosos ligados al narcotráfico se han empobrecido en términos relativos de una forma sustancial. Su negocio, si el análisis citado es creíble, no suma hoy día los US$2.000 millones anuales algo más del doble del negocio de las flores, que no es gran cosa. Así pues, como diría Cantinflas, un mafioso pobre es un pobre mafioso.

 

En cuanto a las otras mafias, por ejemplo las de la corrupción administrativa, ocurre algo parecido. Aunque en esta materia el desempeño no es para aplaudir tampoco se puede decir que las cosas estén peor (es más, está ligeramente mejor que en 2002, pero no mucho). El índice de percepción de corrupción de coloca al país en la mediocre media regional al lado de Brasil, arriba pero cerca de Perú y México y muy, pero muy por encima de los países del Socialismo del S.XXI, que en su orden descendente son Argentina, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y por último Venezuela, que comparte el podio de corrupción con el Congo Brazzaville y con la República Centro Africana.

 

Cierto: no estamos en el país de las maravillas, pero tampoco estamos en la paraco-narco-democracia que según Petro y sus seguidores se construyo en Colombia desde que llegó el presidente Uribe al poder.

 

 

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