OPINIÓN

En la plaza de Mocoa

Html

Estaba sentada en la sombreada plaza central de Mocoa en enero del 2012, esperando que llegara la hora de mi cita para entrevistar un contratista de la alcaldía. No podía dejar de pensar en el documento publicado por Dejusticia sobre la ausencia del Estado, en la cual describía a Mocoa como un ejemplo de ,  ejemplo que me tenía confundida. Yo estaba sentada frente a un edificio que ocupaba todo un costado de la plaza y que era la enorme sede de la Policía Nacional. Tenía garitas semi-sumergidas en cada esquina, protegidas con sacos de arena, y toda la cuadra dedicada a la Policía no alcanzaba, de manera que detrás había un edificio separado para el Gaula, con un gran afiche que promocionaba a la Policía. Mocoa además era la sede de la vigésima séptima brigada de la selva, con un batallón en Villagarzón, a 45 minutos en carro, y un batallón de apoyo y servicio en el caso urbano de Mocoa. De hecho en mis seis visitas de ese año con los estudiantes aprendí a aceptar la presencia uniformada del Ejército en las tiendas y calles del centro como parte de la vida cotidiana. ¿Cuál debilidad del Estado?

 

Sin embargo, irradiando de la plaza hacia fuera, en los barrios periféricos construidos en buena parte por desplazados, en esa y otras visitas fui conociendo otras formas de la ausencia del Estado. Algunos de los barrios tenían por nombre fechas que yo no reconocía como parte del panteón nacional: (Cinco de Septiembre, Cinco y Seis de Enero.) Eran las fechas en las que se había dado la invasión de las tierras en las que estaba ubicado el barrio; eran barrios gobernados por las Juntas de Acción Comunal, con algo de ayuda de múltiples ONG. Ocasionalmente en los barrios más exitosos aparecía el Estado de repente, de la mano casi siempre de “la política,” es decir, de algún político amigo. Un buen día llegaba el Estado como la luz eléctrica, por ejemplo, a iluminar las noches putumayenses, o el Estado como cupos en la escuela, y útiles para estudiar. Pero el agua podía seguir siendo una manguera que usaba la gravedad para traerla de un río, y los ríos prestaban también servicios de recolección de basuras y manejo de aguas servidas.

 

El barro y las rocas se llevaron buena parte de ese mundo, y desde hace casi un mes el gobierno central visita en helicóptero, afanado por reconstruir y salir en las fotos. La reconstrucción de Mocoa después de la tragedia traerá, se supone, al Estado en todo su esplendor. No es el Estado que Michael Mann llama el poder despótico, la capacidad de imponerse por la fuerza, como la Policía y el Gaula y los batallones de selva, sino el poder infraestructural o administrativo, la capacidad de penetrar la sociedad y regularla- y es a la ausencia de este poder administrativo a lo que se referiría con la debilidad institucional del Estado en Mocoa.

 

Sin embargo, la irregular presencia del Estado colombiano en el territorio, y su debilidad administrativa, persistente a pesar de la expansión del poder militar, no tiene una solución fácil pues esta debilidad administrativa es parte deliberada del sistema político nacional. A pesar de la fantasía que donde no hay Estado no hay nada, muchos de los territorios colombianos, como Mocoa, sí han sido gobernados, y co-gobernados, por poderes privados con variables grados de legitimidad. Son poderes locales que han crecido y se han fortalecido con la descentralización, dominando con frecuencia la política subnacional, y las administraciones locales, ante la complicidad y la indiferencia de un gobierno central que depende de los votos de la provincia para mandar en Bogotá.

 

Así, la debilidad del Estado en lugares como Mocoa no es falta de fuerza pública, pero tampoco es sólo una debilidad administrativa, propia por ejemplo de la falta de servicios públicos, de controles ambientales, o de la capacidad para prevenir desastres naturales. La debilidad administrativa del Estado colombiano en la periferia es también el efecto deliberado de un sistema en el cual a los políticos nacionales sólo les ha importado que la periferia le ponga los votos que necesitan para gobernar, para ganar elecciones presidenciales y pasar leyes en el Congreso. Por lo tanto, los partidos y los políticos nacionales han favorecido es a los políticos locales que pueden garantizarles los votos, incluso en contra de alternativas más capacitadas e independientes, frustrando las esperanzas de un mejor gobierno local. Por ejemplo, desde Bogotá se ha ignorado, por miedo a perder los votos, problemas críticos para la probidad de la administración subnacional, como es el diseño de las contralorías regionales. Y la indiferencia de Bogotá se extiende a las formas, a veces violentas, como los poderes locales se consolidan en las administraciones de la periferia.

 

Al fin mi cita salió muy bien ese día de enero, pero no salieron bien todas las citas que hicimos en el 2011 y el 2012. Uno de mis primeros contactos, Eladio Yascual, fue antes que pudiéramos hablar con él, según los rumores por denunciar la corrupción del entonces alcalde, ahora Otro contacto fue entrevistada por las estudiantes que trabajaban conmigo, pero se desplazó a Ecuador por amenazas antes que yo pudiera conocerla. Las tres mujeres con las que trabajamos más de cerca ese año estaban amenazadas: una era una líder popular, las otras dos profesionales de una ONG local. Las tres habían sido “declaradas objetivo militar” en algún panfleto o mensaje de texto, por meterse con los delicados equilibrios del poder local.

 

Son ambiciosos, y benéficos, los planes del gobierno nacional de una reconstrucción adecuada, y esperanzadora la atención puesta en la periferia, más allá de la inversión en Ejército y en Policía. También es una gran oportunidad para que los bogotanos reconozcan el papel de la política nacional en el descalabro administrativo de la periferia que usualmente se limitan a denunciar, como si la debilidad institucional fuera un virus propio de la tierra caliente y la solución fuera llevar la vacuna en helicóptero.

Compartir
0