La brecha de género, la maternidad y la paternidad.
Por Diego Amador
El pasado cuatro de abril se conmemoró en Estados Unidos una fecha simbólica conocida como el Equal Pay Day o “Día del mismo pago". Esta fecha, introducida en 1996 por una coalición de organizaciones y movimientos en pro de la igualdad de género, busca representar el día hasta el cual la mujer promedio en ese país habría tenido que trabajar para recibir los mismos ingresos que el hombre promedio recibió en el año anterior. La brecha de género en Estados Unidos para el 2016 se calculó en alrededor del 79%. Así, para compensar por esta diferencia en salarios, una mujer habría tenido que trabajar cerca de una cuarta parte de un año adicional. En Colombia, la fecha de ese “día de mismo pago” habría caído en la segunda mitad de febrero[1].
Cuando se habla de la brecha de género – la diferencia entre el pago por trabajo que reciben hombres y mujeres – la medición se vuelve un punto de debate. De hecho, ese 79% en Estados Unidos se calcula comparando a hombres y mujeres en términos del valor mediano del salario por hora recibido por un trabajador de tiempo completo, pero la comparación también suele hacerse con el promedio, y no la mediana, de los ingresos laborales, a veces por hora o a veces por semana. Sin embargo, uno de los puntos que se repite con mayor frecuencia es que la comparación debería tener en cuenta (“controlar por”, en el argot econométrico) las diferencias existentes entre esos trabajadores hombre y mujer promedio. Típicamente, se habla de tener en cuenta diferencias entre las industrias en las que trabajan hombres y mujeres, la experiencia laboral que acumulan, los tipos de labores o las carreras que estudian. Es el clásico “no hay que comparar peras con manzanas”. Cuando se tienen en cuentas estas diferencias, el tamaño de la brecha de género disminuye en cerca de un 25%[2].
Ese argumento es el reflejo de la comparación que en últimas quieren hacer quienes lo proponen. Si un hombre y una mujer, idénticos en todas las características relevantes salvo su género, hicieran el mismo trabajo, ¿cuál sería la diferencia en el salario que recibirían? Es una comparación, sin lugar a dudas, válida y relevante. Lo que busca es “limpiar” la comparación de las diferencias en decisiones que pueden tomar hombres y mujeres a lo largo de sus vidas, las cuales se ven reflejadas en sus salarios de alguna manera. Se enfoca, entonces, en la discriminación de género que viene del empleador, ya sea por prejuicio (consciente o inconsciente) o porque ser hombre o mujer está relacionado con otro tipo de elementos que a su vez determinan cuánto está dispuesto a pagar, como diferencias de género en regulación laboral. Nuevamente, es una pregunta sumamente relevante. Sin embargo, es igualmente importante entender cuál es la causa de esa diferencia en decisiones entre hombres y mujeres. ¿Por qué tendemos a escoger trabajos y ocupaciones diferentes, por ejemplo, o acumular experiencia laboral a ritmos distintos? ¿Se explican estas diferencias por instituciones y estructuras del mercado laboral que privilegian a hombres sobre mujeres? En particular, ¿cómo se relacionan la maternidad y paternidad con estas diferentes decisiones?
En un trabajo recientemente publicado, aunque lleva ya varios años haciendo sus rondas, Adda, Dustman y Stevens (2017) proveen unos resultados muy interesantes en esta línea. En ese artículo, titulado The career costs of children, los autores se preguntan precisamente por los efectos que tiene la posibilidad de tener hijos sobre las decisiones laborales de las mujeres en Alemania inscritas en educación de tipo técnico o vocacional[3]. Para hacerlo, plantean un modelo económico de las decisiones de fertilidad, elección de ocupación y oferta laboral de las mujeres alemanas a lo largo del ciclo de vida. En el modelo, las distintas ocupaciones se caracterizan por distintos tipos de habilidades, pero también por distintos perfiles en términos de qué tan costoso es dejar de trabajar y volver al trabajo y qué tanto aumentan los salarios al acumular experiencia. Así, teniendo en cuenta los planes y expectativas relacionados con la fertilidad, distintas mujeres se autoseleccionan en distintas ocupaciones y toman decisiones sobre cuánto trabajar. Usando datos de mujeres nacidas en Alemania entre 1955 y 1975, estiman el modelo que proponen y los usan para llevar a cabo simulaciones que les permiten contestar varias preguntas sobre los costos laborales de tener hijos (o poder tenerlos).
En primer lugar, se preguntan cómo cambiarían las decisiones de las mujeres alemanas representadas en el modelo si no existiera la posibilidad de tener hijos. Los resultados sugieren que, en este escenario, las elecciones de ocupación, incluso antes de tener hijos, serían diferentes. Sin embargo, le diferencia más grande existiría en términos de oferta laboral. Habría más mujeres trabajando y las que trabajan trabajarían más horas. Esto llevaría a mayores salarios a causa de la mayor experiencia laboral. Todo lo anterior implica que tener hijos tiene grandes costos en términos de ingresos laborales no percibidos y de menores salarios. En segundo lugar, calculan en cuánto caería la brecha de género (con respecto a hombres del mismo grupo educativo) en este escenario sin fertilidad. Aunque la respuesta, como se esperaría, varía con la edad, en promedio la brecha de género se reduciría en alrededor de una tercera parte.
Déjenme especulo un poco sobre cómo ser vería esto en Colombia. Primero, habría que tener en cuenta la diferencia entre trabajos formales e informales además de la diferencia en ocupaciones. De hecho, como lo muestra Bernal (2009), es mucho mayor la proporción de mujeres que dice elegir trabajos informales por razones de flexibilidad en las horas de trabajo que la de hombres informales. ¿Qué tanto eligen las mujeres colombianas trabajos menos remunerados y con menor protección por facilidad para cuidar de sus hijos? Segundo, la asociación entre el género y las ocupaciones es probablemente más pronunciada en Colombia. Tercero, la división de las responsabilidades en el cuidado de los hijos está, seguramente, mucho más sesgada hacia las mujeres en nuestro país. Así, la selección de mujeres en ocupaciones y trabajos con menor salario y peores prospectos de incrementos salariales con la experiencia, pero mayor flexibilidad, es probablemente mucho más pronunciada en Colombia que en Alemania. Los costos laborales de tener hijos para las mujeres en Colombia pueden ser, entonces, incluso mayores que los que se obtienen para Alemania.
¿Por qué estos costos recaen sólo, o principalmente, sobre las mujeres? Gran parte se debe a esa asociación casi inmediata e inconsciente que se hace entre la crianza de los hijos y lo femenino. La relación entre ser mujer y tener o criar hijos se encuentra absolutamente naturalizada. No solo se trata del supuesto de que la crianza es responsabilidad principal o exclusiva de las madres mientras que los padres, si mucho, “ayudan”. Es, también, la identificación de lo femenino con el rol de madre. En un ejemplo de sus grandes habilidades para la comunicación, el alcalde de Bogotá escribió recientemente en twitter que [en la alcaldía] “Trabajamos para q nuestras niñas tengan oportunidades para sus proyectos d vida y tengan su primer hijo cuando ya estén avanzadas en estos”. Sobra decir que la horda de internet, que no pierde oportunidad para indignarse, le cayó inmediatamente al alcalde. Pero lo que refleja su afirmación es que, aun mientras escribía conscientemente sobre una problemática (el embarazo adolescente) relacionada con la fertilidad y los costos que genera para las mujeres, fue incapaz de desligar la idea de ser mujer y tener hijos.
Estas asociaciones implícitas no son exclusivas de alcaldes con historiales de meter la pata al hablar. Tampoco las hacemos los hombres solamente. Los resultados de pruebas psicológicas de asociaciones implícitas muestran que muchas mujeres también tienden a asociar más lo masculino que lo femenino con otros conceptos positivos (algo similar sucede también en temas de raza, homofobia, etc.). Hay por ahí rondando en internet un video con un acertijo viejo que, aunque no se relaciona con la maternidad o paternidad, sí deja muy claras este tipo de asociaciones (lo altero para que funcione en español). “Un hombre y su hijo sufren un accidente de tránsito. El padre muere y el hijo es llevado al hospital para una cirugía de urgencia. Justo antes de que comience, a quien le fue asignada la cirugía dice: “no puedo operar a este joven; es mi hijo.” ¿Por qué?” Tanto hombres como mujeres tienden a dar vueltas antes de encontrar o que se les revele la respuesta (aunque en el video, que ya no logro encontrar, pero prometo que existe, las mujeres son las que más sufren cuando les tienen que decir que la mamá es la cirujana).
Dada esta forma de pensar el mundo, no es de extrañar que el mercado laboral esté estructurado de una forma que no tiene en cuenta la flexibilidad necesaria para poder criar hijos a la vez que se trabaja. Históricamente la crianza de los hijos ha sido una responsabilidad femenina y el mercado laboral ha sido un espacio principalmente masculino (la participación laboral femenina era muy baja hasta hace relativamente poco en la mayoría de países del mundo). Por esto, los horarios, responsabilidades, instalaciones y organizaciones no están diseñados para trabajadores que deben balancear su trabajo con la crianza de sus hijos. Quienes buscan hacer ambas, usualmente las mujeres, terminan haciendo actos de malabarismo.
Las políticas que discutimos para tratar de lidiar con estos problemas usualmente sufren del mismo mal. En enero de este año, el Congreso aprobó la extensión de la licencia de maternidad de 14 a 18 semanas. Esta ampliación potencialmente tendrá beneficios directos para los niños, pues el mayor tiempo que pasarán con sus madres puede derivar en mejores resultados en salud y desarrollo de habilidades. Sin embargo, no es claro que sea benéfico para las mujeres. La evidencia internacional no es concluyente acerca de si este tipo de políticas tiene efectos positivos o negativos sobre el mercado laboral femenino . En Colombia, un trabajo reciente sugiere que la ampliación de la licencia que se dio en 2011 pudo tener efectos negativos, pero pequeños, sobre el empleo femenino en Colombia. ¿Por qué pueden tener efectos negativos estas políticas? Al aumentar los costos para el empleador (el salario que debe pagar durante este tiempo, los costos de entrenar un reemplazo, etc.), parte de estos costos son transferidos a las trabajadoras vía menores salarios o menor empleo. De hecho, así sea ilegal, a 11% de las mujeres adultas en Colombia les han pedido una prueba de embarazo al aplicar para un trabajo[4]. No es precisamente para ir empezando a planear la licencia.
¿Y los padres? Bien, gracias, con sus 8 días hábiles de licencia de paternidad. ¿Cómo esperar entonces que las responsabilidades de crianza sean compartidas entre padres y madres? ¿Cómo esperar, también, que los costos laborales de tener hijos sean compartidos de forma más equitativa? Ahora que empezamos a discutir la extensión de las licencias más allá de la semana 12 (en las primeras semanas claramente debe haber un enfoque en la madre), debemos pensar en licencias que permitan que los padres asumen las responsabilidades y costos también. En varios países (Suecia, Dinamarca, Islandia), las licencias más allá de la semana 14 incluyen a ambos padres, ya sea repartiéndose el tiempo o con porciones específicas para cada uno.
Más allá de los efectos en términos de la repartición de responsabilidades y costos, este tipo de políticas tendrían un importante componente simbólico. Un paso inicial en la dirección correcta: empezar a pensar en un mercado laboral que le de flexibilidad a madres y padres para poder enfocarse en sus carreras y familias a la vez. En movimiento en ese sentido debe incluir también iniciativas desde las empresas mismas, pero un empujoncito no caería mal. Muchas de las rigideces en gran cantidad de trabajos son innecesarias (horarios inmodificables, no poder trabajar a distancia), pero siguen existiendo porque muchos de quienes toman decisiones tampoco ven la necesidad de modificarlas. Estoy seguro, sin embargo, de que, si empleados hombres y mujeres demandaran ese tipo de flexibilidades, sería más fácil lograrlo. Para eso, entonces, hay que empujar por un cambio en la forma en que entendemos la responsabilidad de la crianza de los hijos. Se trata de un círculo virtuoso. Y aunque es difícil pensar en cambios culturales, eso no los hace menos indispensables. Al contrario, los hace más urgentes. A ver si algún día los hombres empezamos a hacer lo que nos corresponde. A ver si algún día criamos niños cuyo mayor miedo no sea que les digan “nenas”. Hablando de esta entrada con un par de colegas en un taxi, el conductor me preguntó que en cuántos milenios pensaba que todo esto iba a pasar en Colombia. No lo sé, pero nada se hace si no se empieza. Pa’ antier es tarde.
[1] Las estimaciones difieren, pero la brecha está entre el 15% y el 10% en Colombia. Badel y Peña (2010) la calculan en 14% para el año 2006.
[2] La brecha promedio en los 90’s es de 26% y cae a 19% cuando se controla por estas diferencias en características observables. [Weichselbaumer, D and R Winter-Ebmer. 2005. “A meta-analysis on the international genderwage gap.” Journal of Economic Surveys 19:479–511.]
[3] En Alemania, las personas se seleccionan en distintos tipos de educación desde edades muy tempranas. Así, el grupo de mujeres que se inscribe en el tipo de educación vocacional o técnica lo hace previo a tener hijos.
[4] Fuente: Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS), 2010.