La parábola de Camilo
Conocimos a Camilo en el valle de Sopó, a una hora de Bogotá. Tenía 19 años, el pelo y los ojos cafés, la piel muy blanca, las mejillas enrojecidas por el sol y el viento, y ese andar torpe de los adolescentes a los que el cuerpo se les queda demasiado largo de repente. Estaba terminando el bachillerato los sábados; el resto de la semana trabajaba la parcela de sus abuelos, con los que prefería vivir antes que en dos piezas con su mamá en el sur de Bogotá.
Si algo impactaba de Camilo, era el gusto que le tenía al trabajo del campo. No sólo trabajaba esa parcela, sino que había comprado unas vacas propias que pastaba donde los vecinos, incluyendo el potrero que rodea la casa de campo de mi suegra. Lo hacía con la fuerza y la competencia de un adulto, y verlo trabajar era olvidar que era casi un niño. La leche que vendía en La Calera le había dado para comprar más vacas, una yegua, y hace poco, también una buena moto para ir y venir de la vereda. Los abuelos resplandecían de orgullo cuando hablaba de Camilo y le dedicaban un amor que quizá no habían tenido tiempo de darle a sus propios hijos.
La última vez que vimos a Camilo le daba una vuelta a la yegua, que tenía descuidada por el empache con la moto nueva. Y con su sonrisa tímida le dijo a mi hijo de ocho años que si quería dar un paseo, y lo llevo de la brida por el camino, y le dieron zanahorias a la yegua. Ahí nos contó de la moto, y del grado del colegio que se acercaba, y de lo bien que le estaba yendo con las vacas.
A unas pocas casas de la de Camilo llegaron a vivir otros muchachos. Como tantos habían dejado el campo por la ciudad hace años, al parecer la zona entre Bogotá y Chía, en barrios de calles de polvo y vida dura, pero los habían hecho salir del barrio por ladrones. De 16 y 21 años, los muchachos estaban acostumbrados a usar el cuchillo para conseguir lo que querían. Un día atracaron a un taxista y lo dejaron amarrado en el baúl del carro, hasta que un vecino lo encontró en la madrugada. Al parecer fue con el producido de esa vuelta que los chicos compraron la pistola.
Los vecinos sabían en lo que andaban, pero nadie decía nada. A la casa de mi suegra se entraron algún día- lo único que había para llevarse era un microondas y unos platos. Los vecinos nos recomendaron que no dijéramos nada, que ya los muchachos sabían que ahí no había nada que robar y que nos dejarían tranquilos. Eso hicimos.
Hace un par de meses llegaron de noche a la casa de los abuelos de Camilo, usando pasamontañas. Movían la pistola de un lado para otro, pedían plata y las llaves de la moto que era el orgullo de Camilo. Camilo se resistió y le quitó la máscara a uno; salió a correr y los muchachos detrás. Los tiros de la pistola se oyeron en toda la vereda. Los vecinos ayudaron a los abuelos a encontrar a Camilo desangrándose en un potrero y lo llevaron a La Calera donde murió ese mismo día en el hospital.
Dos familias de la vereda salieron corriendo donde familiares de Bogotá; nosotros no regresamos los fines de semana y mi suegra alquiló la casa. El resto de los vecinos se reunieron y decidieron colaborar con la policía. Un vecino había visto a uno de los muchachos pasar en la moto de Camilo. La colaboración de la comunidad con la policía fue rápida y eficaz: los rastrearon y ayudaron a capturarlos con la moto. El más joven confesó, diciendo que el que disparó fue él, y ahora el mayor está en La Picota y el de 16 años en una reclusión especial para menores.
Los vecinos también le hicieron saber a los papás de los ladrones que lo mejor es que se fueran de la vereda. Y que no regresaran jamás.
Una moraleja de la historia de Camilo es: si los vecinos hubieran hecho algo antes, con lo del taxista, quizá Camilo estaría vivo, sonriente camino a La Calera en su moto nueva, llevando las vacas a pie de un potrero a otro, ordeñando en la madrugada.
La otra moraleja es: por mucho que uno eduque a sus hijos, y en mi caso, a sus alumnos, con todo el cuidado del mundo, y por mucho que sean jóvenes ejemplares como Camilo, comparten el barrio, el colegio, la vereda, la fiesta y la calle con otros niños que saben usar puñales, que saben conseguir lo que quieren con una pistola. Con todos los niños desheredados de este país de guerra, que son sus hermanos de destino, adultos dentro de un lustro y de los cuales no podemos siempre esconder a nuestros Camilos. ¿Y entonces?