Estas elecciones se dan en medio de un contexto muy particular y determinante en la Historia de nuestro país, por un lado está la inminente firma de un acuerdo de fin del conflicto armado entre las insurgencias y el Estado y por otro la peor de las crisis ambientales de la que tengamos registro en Colombia.
Lo que está en juego en estas elecciones
Estas elecciones se dan en medio de un contexto muy particular y determinante en la Historia de nuestro país. Por un lado está la inminente firma de un acuerdo de fin del conflicto armado entre las insurgencias y el Estado y por otro, la peor de las crisis ambientales de la que tengamos registro en Colombia.
Pero lo que en cualquier otro país sin lugar a dudas marcaría la agenda política electoral aquí brilla por su ausencia, no solo en los programas y discursos de la mayoría de los candidatos, sino lo que es peor, en las motivaciones ciudadanas frente al voto.
Y no es que las preocupaciones en torno a la seguridad o movilidad que tienen los habitantes de las principales ciudades y que han venido ganando mayor centralidad en el debate no sean importantes.
Sino que quienes queden electos deberán jugar un papel fundamental en quizás los dos principales retos de nuestro país: avanzar hacia la implementación de los acuerdos de paz y enfrentar las causas y consecuencias del cambio climático.
Frente a estos elementos el panorama no es alentador.
Muchos de los candidatos al parecer no han leído ni una sola coma de los acuerdos parciales de la Habana y todo indica que no les importa. En tanto no les afecte sus negocios personales, prefieren mientras tanto seguir hablando de lo “maluca que es la otra candidata”.
Otros tantos no ven la hora de poder utilizar toda la institucionalidad y su presupuesto para impedir la implementación de los acuerdos, promoviendo miedo y resentimiento, de modo que en sus municipios y departamentos no se toque tierra alguna y mucho menos que emerjan fuerzas políticas alternativas y ni que decir de la justicia y la jurisdicción especial de paz.
Solo algunos son conscientes, lastimosamente pocos, de la importancia que tendrá su labor en la posibilidad real de alcanzar la reconciliación y de superar el lastre de la guerra.
Como todo parece indicar, la firma definitiva entre las FARC y Santos será a más tardar en marzo del próximo año y los alcaldes y gobernadores, quiéranlo o no, tendrán que enfrentarse con esa realidad.
Para quienes ejerzan en las regiones donde tradicionalmente se ha desarrollado el conflicto, el desafío y su responsabilidad será mucho mayor. Una de sus principales tareas será lograr que sus municipios sean por fin visibilizados y reconocidos por el Estado, para lo que será fundamental aprovechar las oportunidades del post acuerdo en términos de inclusión política e inversión social.
En las grandes ciudades, los alcaldes y los concejos deberían, entre muchas otras cosas, promover no solo programas tendientes a la apropiación masiva de los acuerdos sino también a fomentar prácticas políticas democráticas que permitan respirar el ambiente de pluralidad y reconciliación que requiere el país.
En materia ambiental el asunto es peor.
Doscientos treinta y ocho municipios sin agua, el rio Magdalena en el nivel más bajo de su historia, ciénagas secas y las temperaturas más altas hasta el momento registradas en muchos municipios de Colombia y la inmensa mayoría de los candidatos no se dan por enterados.
Silencio en gran medida reforzado por la difusión masiva de la falsa idea de que todo esto es culpa únicamente del fenómeno del Niño, el cual no está ligado a ninguna fuerza humana sino más bien a una suerte de predestinación divina que nada tiene que ver con el cambio climático.
Sin embargo, en contraste con el silencio de los candidatos, los gobernadores y especialmente los alcaldes tienen grandes competencias ambientales, entre ellas la formulación de los planes de ordenamiento territorial que definen los usos del suelo.
Competencias reforzadas por el artículo 89 del Plan Nacional de Desarrollo que faculta a los próximos alcaldes a modificar con autorización del concejo pero sin la necesidad de ningún tipo de concertación o consulta con las comunidades el plan de ordenamiento territorial.
Es así como los nuevos alcaldes pueden formular POTs que como en el caso de Peñalosa y sus amigos constructores partan del supuesto de que no tiene ninguna consecuencia ambiental construir sobre humedales o sobre cerros, ni construir fábricas al lado de los ríos, ni mucho menos abrir canteras a diestra y siniestra, para la explotación minera con la consabida cuota de agua que esas actividades requieren.
O por el contrario los alcaldes pueden generar POTs participativos en torno al agua y no contra ella, que pongan en cintura a la minería, que promuevan usos racionales del suelo y del agua generando justicia ambiental, logrando que quienes más contaminan asuman una mayor responsabilidad política y tributaria.
No como sucede ahora con el fabuloso modelo impulsado por el ministro de Vivienda en el que las transnacionales y las mineras gastan y contaminan el agua y los ciudadanos pagamos.
Por ende alcaldes y concejos tendrán gran responsabilidad en la profundización o mejora de la problemática ambiental.
Todo esto nos debe convocar una reflexión seria y sopesada frente a nuestro voto del próximo 25 de octubre, pero fundamentalmente frente al ejercicio de control político que tendremos que ejercer frente a los próximos gobernantes locales, ya que como vemos es mucho lo que está en juego.