Hace 20 años yo participé en mi primera marcha política. Fue la “marcha del silencio” en protesta del asesinato de Galán. De esa marcha surgió el movimiento de la “Séptima Papeleta”, que como ustedes saben derivó en la constituyente de 1991. La iniciativa estudiantil fue profundamente emotiva y sincera, pero no tan espontánea como reza el mito que se edificó a su alrededor.
En realidad el problema venía de tiempo atrás, con el hundimiento de la reforma constitucional presentada por Barco. Esta debió ser retirada abruptamente cuando los narcos compraron una mayoría de Senadores (encabezados por Santofimio) para prohibir la extradición. Independientemente del cohecho, la debacle de esta reforma repetía un patrón de frustraciones que venía desde 1979 cuando se había caído por razones jurídicas la reforma impulsada por Turbay.
La explicación de esto era el engorroso trámite reformatorio que traía la constitución de 1886, diseñado hábilmente por Miguel Antonio Caro para que nadie pudiera alterar su magnum opus. La idea de Caro, como veremos, no era tan mala, pero para finales del siglo XX el texto constitucional claramente estaba fuera de tono con los retos que imponía la modernidad.
¿Cómo reformar entonces una constitución que no se podía reformar? La respuesta la tenía un genial wunderkind de los Andes, llamado Manuel José Cepeda. Fácil (bueno, no tan fácil) pero si posible. Había que acudir al constituyente primario, generando un hecho político de gran magnitud que desembocara en una asamblea constituyente que reformara la constitución. En otras palabras, cambiar la constitución inconstitucionalmente, o sea cambiarla de facto.
Así fue como acabé yo en la marcha, que llevaría al movimiento, que llevaría a la votación de la Séptima Papeleta (que era ilegal pero que fue enorme), que llevaría a la convocatoria, que llevaría a la votación de los constituyentes (que era legal pero que casi nadie votó), que llevaría a la asamblea y de ahí a la constitución de 1991 (con prohibición de la extradición pagada por los narcos).
Esta era en palabras de sus creadores “una constitución viva”, que debía amoldarse a los tiempos. Para eso y para evitar una repetición de las frustraciones pasadas incorporaron en el texto todos los mecanismos de reforma imaginables, incluyendo un sencillísimo proceso para la aprobación de actos legislativos; además de referendos, asambleas constituyentes y demás artilugios.
Lamento decirlo pero nuestra constitución no es un texto vivo sino un texto amorfo, que cada quien manosea a su conveniencia. El último y más grave de estos atentados es la teoría del “estado de opinión”. Teoría absurda si es que hay una, pero finalmente no tan original de Uribe.
Sin saberlo nos la inventamos en esa marcha que les cuento y en el movimiento que se derivó de ella. Usándola logramos nuestro cometido: darle un golpe de opinión a la obra de Núñez y Caro que la mandara al basurero de la historia.
No conozco a ninguno de los marchantes que hubiera perdido el sueño por esto, pero estoy seguro que sí lo perderán cuando se imponga –si es que lo hace- el “estado de opinión”, hijo bastardo de la Séptima Papeleta. Al fin y al cabo hay una ley que es superior a la constitución: la ley de las consecuencias indeseadas.