Por qué Uribe (y otros) se equivocan sobre las universidades públicas
Hace más de dos semanas el presidente Uribe reaccionó vehementemente en un trino en contra del supuesto nombramiento de un profesor de historia de la Universidad Nacional a la Comisión de Verdad:
Los escritos de MAURICIO Archilla, integrante del Cinep y de la Comisión de la Verdad, son calumniosos y apologistas del terrorismo
— Álvaro Uribe Vélez (@AlvaroUribeVel) 9 de noviembre de 2017
Desde entonces han sido publicadas diferentes intervenciones al respecto en las cuales se ha insistido sobre la importancia de que la política partidista respete la autonomía del campo académico, sobre todo cuando ciertas declaraciones ponen en riesgo la vida de las personas. Estoy de acuerdo con estos reclamos, aún teniendo diferencias políticas importantes con Archila. De hecho, nos enfrentamos en el pasado desde frentes opuestos en un debate sobre si es legítimo o no que la política partidista interfiera en la academia. En esa ocasión, así como en esta, me opongo a eso.
La intervención del presidente Uribe está equivocada también por otra razón que no ha sido mencionada en el debate hasta ahora: contribuye a consolidar la influencia que las alas militantes revolucionarias tienen sobre ciertas dimensiones relevantes de la cotidianidad de las comunidades universitarias. Veamos por qué.
A lo largo del conflicto armado se han confrontado en las universidades públicas tres concepciones radicalmente diferentes de la vida social: una civil y republicana, con un compromiso hacia una política pacífica entre ciudadanos con intereses diferentes y en conflicto; una militante revolucionaria, que condona la violencia política, como dijo Jorge Orlando Melo, manteniendo “la tranquilidad moral del que no hunde el gatillo pero lo apoya”, y que supedita todos los espacios de la vida social (y por ende también la universidad) a las determinaciones y a la agenda de la organización militante; y una concepción conservadora, que eleva la armonía al supremo valor social y reconoce a los ciudadanos solo en la medida en que participan en la construcción de esa unidad armónica.
Dependiendo de las universidades y de los contextos territoriales, y gracias a las presiones guerrilleras y paramilitares sobre ellas, los campos militante revolucionario y conservador, respectivamente, lograron ejercer su control sobre la cotidianidad de esos recintos universitarios mucho más allá de lo que en realidad el respaldo hacia ellos hubiera sido.
Por el otro lado, académicos y estudiantes del campo civil se retiraron en una “paciencia prudente”, refugiándose con frecuencia en la apatía y la indiferencia y recurriendo al eufemismo para no llamar por su nombre a la realidad que los rodeaba. Y ocasionalmente toleraban, por conveniencia, el asalto que los militantes o conservadores de turno le propinaban a la lógica académica y a su autonomía.
Tradicionalmente, la izquierda democrática ha pertenecido al campo civil y republicano. La polarización y las amenazas de los paramilitares, sin embargo, terminaron soldando en las universidades públicas a esa izquierda civil con la izquierda militante.
Ahora bien, para que las universidades públicas colombianas puedan recuperar su misión civil en aquellos contextos en los que el campo militante ha logrado establecer mayor control, es necesario emancipar a la izquierda democrática del abrazo de oso que la izquierda militante le ha dado, ubicándola en el centro del conflicto, como si fuera extremista y combatiente, y generar incentivos para que la izquierda militante se vuelva democrática, aún si eso pueda requerir más tiempo. Estigmatizar a los miembros de la izquierda democrática, en consecuencia, como en el caso de Mauricio Archila, es una equivocación.
¿Qué hacer entonces, en el mientras, con la izquierda militante en las universidades públicas colombianas en ese camino de recuperación de su función civil? Queda claro que cada vez que esa izquierda extremista ha logrado influir preponderantemente sobre sus comunidades universitarias, éstas han dejado de producir conocimiento y han empezado a hacer adoctrinamiento. Sin embargo, la universidad de una sociedad abierta necesita al pensamiento militante revolucionario de la misma manera que zoológico que se respete tiene cocodrilos. A la izquierda militante hay que reconocerle sus espacios, pero sin dejar que se tome el zoológico.
Eso no se logra ni con la violencia ni con las incitaciones hacia ella. Lo que hay que hacer, por empezar, es reconocer cómo es que unos militantes extremistas lograron establecer su control sobre dimensiones importantes de la vida universitaria, ganando argumentos frente a unos contradictores amarrados por intimidaciones y presiones más o menos directas por parte de los violentos y de sus anillos de respaldo, contradictores que por eso no podían argumentar libremente y que regularmente quedaban reducidos a la auto-censura. El público colombiano podrá reflexionar y decidir qué pensar al respecto.