Chocó y Norte, los nuevos focos de deforestación que opacan avances nacionales

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Foto tomada de Semana Sostenible.

La siembra de coca, la extensión de la frontera agrícola, ganadería y el negocio de la madera, ayudan a explicar avance de este crimen ambiental en esas regiones.

En su informe de deforestación -uno de los peores crímenes ambientales del país- en 2019, presentado hace unos días, el Ideam contó que el año pasado se talaron 158.894 hectáreas de bosques, 36 mil menos que en 2018. La disminución se dio, principalmente, en la golpeada Amazonía y el Ministerio de Medio Ambiente celebró explicando que se trata del resultado de la política ambiental y la cooperación internacional, que es la que financia los programas de conservación.  

Sin embargo, el mismo documento advirtió que la desaceleración de la Amazonía, donde se han concentrado los esfuerzos internacionales, no fue igual en el Pacífico o en departamentos de la región Andina como Norte de Santander porque allí aparecieron nuevos focos o revivieron otros.

Ese cambio, que los expertos ambientales definen como una ‘fuga’ en la que los agentes deforestadores dejan de operar en zonas aparentemente controladas por las autoridades y migran hacia otras que siguen descuidadas, hace que la reducción no sea general sino parcializada.

Y si a eso se le suma que los informes preliminares de este año advierten que se sigue tumbando árboles indiscriminadamente, cantar victoria en la lucha contra la deforestación es aún muy temprano.

Riosucio, el foco pacífico

En 2019, en Chocó fueron deforestadas 11.457 hectáreas, seis mil más que en 2018. La nueva cifra equivale a desaparecer un pueblo como Quimbaya, en el Quindío.

El epicentro de esa tala fue Riosucio con 6.389 hectáreas. Un 236 por ciento más que el año pasado. 

Esa es una población ubicada al norte del departamento en límites con Panamá, y en la que viven unos 50 mil habitantes, la mayoría en zona rural. 

 

Allá la deforestación se disparó por cuatro factores. 

Primero, la siembra de más hectáreas de cultivos de coca, motivada por el ELN y las Autodefensas Gaitanistas (también conocido como el Clan del Golfo), grupos que asumieron el control territorial tras la salida de las Farc.

La guerra no ha cesado allá. La Unidad de Víctimas tiene reportado que entre 1987 y 2017 de ese municipio fueron expulsadas por la violencia unas 98 mil personas.

El control de esos grupos ha generado nuevos desplazamientos masivos según ha documentado la Defensoría del Pueblo.  

Los que se han quedado han encontrado en la coca una actividad para garantizar el sustento: de cada diez habitantes siete tiene necesidades básicas insatisfechas. 

“Sí están aumentando los cultivos ilícitos, y se está imponiendo el control de algunos grupos ilegales”, reconoció el alcalde del pueblo, Conrad Valoyes. 

La sentencia del mandatario no solo contrasta con el informe de monitoreo de cultivos ilícitos, que dice que en 2019 en Chocó hubo 900 hectáreas de coca menos, sino que aumenta los ruidos alrededor de la credibilidad de las cifras de reducción de coca como lo contó Semana.

La coca es solo una punta de la ilegalidad para entender este nuevo foco de deforestación, otra es el tráfico de madera, un negocio cuya legalidad no es fácil de medir, según los expertos. 

El 30 por ciento de la madera que sale del Chocó es de Riosucio. Se calculan unos 140 mil metros cúbicos al año. De esa actividad participan unas dos mil personas. 

La madera de allá es apetecida en el mercado por su calidad, porque es densa y durable. Se saca por el río Atrato hasta Quibdó, o por carretera hacia municipios de Antioquia. 

Miguel Pacheco, especialista en bosques de WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza) señala que ese negocio sigue siendo rentable porque no tiene un control estricto de las autoridades. 

Dice que en Chocó, Putumayo y Caquetá, donde se concentra la tala de madera como negocio, las autoridades ambientales no son suficientes y no dan garantía de hacer un seguimiento a lo que se tala, transporta y comercializa. 

“Colombia no tiene un sistema de trazabilidad, como sí lo tiene por ejemplo Bolivia. Ese sistema permitiría hacer un rastreo del árbol que se taló, se transporta y llega a un consumidor final. Por eso mismo no sabemos ni podemos estimar la legalidad o ilegalidad de la madera que se mueve”, señala. 

También advierte el experto que ese comercio ha corrompido la institucionalidad porque, además del poco control, han encontrado mucha permisividad. 

Pone de ejemplo una práctica conocida como el ‘blanqueo’, una operación que vuelve legal la madera ilegal. Eso pasa cuando una autoridad ambiental da un permiso para aprovechamiento o extracción de madera en determinado punto pero la persona que pide ese permiso lo hace en otro y a mayor escala. 

“Entonces como la persona tiene el salvoconducto, pasa frente a las autoridades con justificación, pero no se advierte en el permiso qué tanta madera se puede sacar, ni de qué clase”, añade Pacheco. 

El ‘blanqueo’ ya se volvió internacional, como lo documentó un informe de la Agencia Noruega de Cooperación para el Desarrollo sobre la Amazonía.  

Otro motor deforestador de Riosucio es la ampliación de la frontera agrícola. 

La que se hace a gran escala está relacionada con la extensión de cultivos de arroz, puntualmente en el corregimiento de Belén de Bajirá. En 2016, desde ese municipio se sacaban unas 10 mil toneladas del cereal con destino, especialmente, Chigorodó, donde hay una planta comercializadora. Esa producción se duplicó en los últimos tres años.  

“Encuentra uno que donde antes había pasto ahora hay arroz, donde había madera, ahora hay arroz. Esa transformación no siempre va ligada a buenas prácticas y por eso también fomentan la deforestación”, dice el alcalde Conrad Valoyes. 

La ampliación a menor escala está en los consejos comunitarios de la cuenca de los ríos Salaquí y Cacarica, o en el resguardo indígena Emberá Katío, donde están tumbando bosque para sembrar cultivos de pancoger como plátano o yuca. 

La ganadería extensiva también tiene las alertas disparadas porque para meter más vacas se necesita convertir zonas boscosas en praderas con pastos. Allá en Riosucio hay registradas 33.545 cabezas de ganado, el 20 por ciento del inventario de todo el departamento. 

Chocó tuvo un crecimiento súbito de ganado: de 47 mil cabezas que había en 2017, pasó a 166 mil el año pasado. 

Aunque el Alcalde Valoyes dice que se necesita una intervención nacional para evitar que la deforestación siga con topes altos, señala que desde su Administración van a buscar la siembra de unos 60 mil árboles en los próximos cuatro años para reforestar lo que se ha perdido. 

Pero no será suficiente, porque las alertas tempranas del Ideam para lo que va del 2020 advierten que en Chocó se han presentado 1.300 puntos de calor relacionados con incendios y quemas en zonas boscosas.

Tibú, coca y deforestación

La foto de la deforestación en Norte de Santander (9.910 hectáreas) no difiere mucho de Chocó.

El municipio de Tibú, de unos 58 mil habitantes, pegado a la frontera con Venezuela, concentró 7.100 de las hectáreas afectadas, un 19 por ciento más que en 2018. 

Allá la causa es más directa y simple: coca. 

Aunque históricamente la zona del Catatumbo ha sido punto de referencia de los cultivos ilícitos, ha tenido un crecimiento mayor de áreas sembradas en los últimos años. 

Pasó de seis mil hectáreas en 2014 a 33 mil en 2018. El informe preliminar de 2019 señala que hubo un aumento de unas ocho mil hectáreas para llegar a 41 mil. Casi el mismo número que Nariño que es el primero en el ranking de departamentos con más coca. 

“El costo de oportunidad de los cultivos de uso ilícito frente a otras actividades, continúa fomentando el establecimiento y la expansión de la coca en la región”, resume el Ideam.

Ese aumento está colocando en riesgo zonas de amortiguamiento ambiental como el parque Catatumbo - Barí. Los resguardos indígenas Motilón-Bari y Gabarra-Catalaura están parcialmente afectados.

La relación deforestación-coca en Norte no solo pone en evidencia el fracaso del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, Pnis, que, como hemos contado sigue sin despegar, sino que muestra el terreno que han ganado los grupos ilegales.   

Cuando las Farc entregaron sus armas públicamente, en el Catatumbo se beneficiaron el EPL y el ELN. Pero ahora, las disidencias de la ‘Segunda Marquetalia’ de la banda de Iván Márquez y el Frente 33 han regresado a disputar espacios. 

Los cuatro grupos se mueven motivados por la hoja de coca y esa renta ilegal. 

El aumento de los compradores y el fracaso del Pnis, se convierten en el caldo de cultivo para incentivar más siembra. 

Por eso, según le explicó a La Silla un líder de derechos humanos de la región que pidió no ser citado por seguridad, ahora en el Catatumbo se ven espacios más grandes de áreas cultivadas. 

“Pasamos de cultivos de campesinos de una o dos hectáreas a unos de 15 o 30 hectáreas. Cada vez más algunos se arriesgan a procesar hasta cinco kilos porque saben que hay quién compre, aunque eso implique muchos riesgos”, nos comentó el líder. 

Y en ese propósito, el río Catatumbo se está consolidando como la ruta para sacar la droga.  

“Son esos grupos armados ilegales los que promueven actividades ilícitas que afectan los bosques de la zona”, añade el Ideam en su informe.

Las alertas tempranas de este año advierten más de 2.821 puntos de calor en el Catatumbo. Es decir, siguen las quemas para habilitar nuevos cultivos donde antes había bosque. 

Con las cifras sobre la mesa, está por verse si la expansión de esos nuevos focos en Chocó y Norte será sostenida o, al igual que como pasó con la Amazonía, el Gobierno podrá frenar su devastación y celebrar.

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