Un estudio de coautoría de Fernando Carriazo, profesor de la Universidad del Rosario, ofrece luces sobre cómo lidiar con el cada vez más grave problema de la calidad del aire.
La gente está dispuesta a pagar más por tener mejor aire: una idea para los nuevos alcaldes
Fernando Carriazo. Foto: Marcela Becerra
El aire que respiramos los colombianos no es bueno y los colombianos lo saben hasta el punto que están dispuestos a pagar más por vivir en zonas menos contaminadas. Esta conclusión de un estudio publicado en 2018 llamado “The demand for air quality: evidence from the housing market in Bogotá, Colombia” ofrece a los futuros alcaldes claves para mejoras en ese campo.
Los profesores Fernando Carriazo, del pregrado Gestión y Desarrollo Urbanos de la Universidad del Rosario y especialista en economía ambiental, y John Alexander Gómez, midieron cuánto estarían los bogotanos dispuestos a pagar para vivir en un sitio con mejor aire. Lo hicieron de forma indirecta, a través del mercado de vivienda.
Con una muestra de casi 12 mil viviendas que tomaron de la Encuesta Multipropósito de Bogotá de 2011, identificaron las que tenían características similares como el área, la cantidad de baños y habitaciones, o el tipo de material en que está construida, y establecieron la diferencia en el precio de arrendamiento en función del valor que los arrendatarios le dan a la calidad medioambiental del entorno (cercanía a parques y humedales, o lejanía de fábricas).
Para determinar qué parte de ese mayor valor entre dos vivienas similares podría atribuirse a la valoración de la calidad del aire, controlaron otras variables que pueden influir como la cercanía a vías de acceso, transporte público, centros de salud o estaciones de policía.
La conclusión, que publicaron en el artículo de 2018, es que los hogares bogotanos estarían dispuestos a pagar en promedio cerca de 40 mil pesos más (poco más de un uno por ciento del ingreso promedio de los hogares bogotanos) por vivir en una zona con un nivel de contaminación del aire que se ajuste a los niveles exigidos por la Agencia de Protección Ambiental de los EE. UU., que equivalía a dos puntos menos de los niveles de contaminación en ese entonces.
Esta suma es casi 16 veces mayor - más de 600 mil pesos- si la reducción fuera de más de la mitad de los niveles, para ajustarse a los estándares de la Organización Mundial de la Salud. En otras palabras, los hogares bogotanos estarían dispuestos a destinar cerca del 21 por ciento de su ingreso promedio para gozar de un mejor aire.
Estos cálculos son importantes porque, según Carriazo, por lo general las autoridades ambientales calculan cuánto cuesta mejorar la calidad del aire (las estaciones de monitoreo valen cerca de 500 millones de pesos y su mantenimiento anual cerca de mil millones de pesos), pero no tienen cifras del valor monetario que la gente le da a esa labor ni de la contribución que podrían estar dispuestas a hacer para que se reduzca la contaminación.
Otra brecha
Porque aunque todos respiramos aire, no respiramos el mismo aire.
“En Bogotá hay una segmentación socio económica de la contaminación”, dice Carriazo.
En barrios de estratos medios o altos como Usaquén o Bella Suiza, y, en general, cerca a los Cerros Orientales, la gente respira aire limpio, mientras en lugares menos acomodados como Kennedy, Puente Aranda o Altos de Cazucá, todos al occidente, los niveles de contaminación son muy altos.
Este contraste, según el investigador, se ve al comparar los reportes de las estaciones de monitoreo del norte y centro de la ciudad con respecto a las del sur y suroccidente.
Según cifras del Ideam de 2017, la estación de Carvajal-Sevillana (ubicada al suroccicente, en la Autopista Sur y hacia la salida de la ciudad) es la que tiene niveles de contaminación más altos en toda la ciudad. Ella y la estación de Kennedy, también en el suroccidente, mostraron niveles por encima del máximo recomendado por la Agencia Ambiental de EE.UU.
En cambio Usaquén, al nororiente, registró cerca de cuatro veces menos concentración de material particulado y un nivel más bajo que el exigido por la OMS, que es bastante estricto. “Claramente la contaminación atmosférica también es un tema de justicia ambiental” señala Carriazo.
Los datos también refuerzan la importancia de conservar los Cerros Orientales y en general los parques. Cuenta el investigador que es evidente cómo mejoran las lecturas de la calidad del aire en las zonas cercanas al Parque Simón Bolívar, por ejemplo.
Uno de los principales factores detrás del mal aire en estas zonas es el tráfico de camiones que mueven mercancía entre Bogotá y otros lugares.
Carriazo dice que los responsables de la mala calidad del aire en Bogotá o en Medellín no son tanto los carros, que causan el 20 por ciento de la contaminación, sino los buses de transporte público, los camiones, las volquetas y los llamados vulgarmente “carros chimenea” que causan cerca del 40 por ciento.
A diferencia de los carros que producen monóxido de carbono -CO-, los carros pesados que funcionan con diésel producen partículas diminutas de polvo o “material particulado”, que se conoce técnicamente como PM por sus siglas en inglés. La contaminación del aire en estas dos grandes ciudades se debe más a concentración de PM que de CO.
El PM se mide en micras y entre más pequeño sea, más letal.
El PM10, que es el que se monitorea usualmente en Colombia, es un polvo cien veces más delgado que un pelo humano y que entra directamente a los pulmones. Pero hay uno aún más pequeño: el PM 2.5, que puede entrar al torrente sanguíneo directamente y causar la muerte de una persona. En Colombia, cerca de ocho mil personas al año mueren prematuramente por causas asociadas a la calidad del aire, según las cifras del Departamento Nacional de Planeación de 2017.
Además de ese factor, en las zonas más contaminadas también hay muchas industrias.
Las ladrilleras o las fábricas de alimentos que utilizan aceite quemado para funcionar son muy contaminantes, señala Carriazo; y las sanciones, en general, poco efectivas. De 2000 a 2019 se han impuesto únicamente 130 sanciones según cifras de la Secretaría de Ambiente recolectadas por el investigador.
Justamente para poder mejorar esa intervención, es clave tener mapeada la contaminación, para priorizar su reducción y las medidas para prevenir enfermedades. Incluso puede influir en el cálculo de instrumentos como el predial.
Además de los factores humanos mencionados, las condiciones climáticas y la ubicación son muy relevantes en Bogotá y Medellín, dice Carriazo, las ciudades con los niveles más altos de contaminación de Colombia (aunque en Bogotá bajaron en 2018).
En la capital, los vientos bajan de los cerros orientales hacia el occidente, con lo que transportan las partículas contaminentes en ese sentido.
También hay otros factores. Por ejemplo, la alarma que se generó en febrero de 2019, y que puede volverse a generar en el próximo febrero, tuvo que ver con incendios ocasionados por la radiación solar propia de esa época. “De la misma forma, una lluvia torrencial que cayó por esos días -y no tanto el pico y placa especial que impuso el Alcalde- limpió el aire y bajó la alarma.", dice.
“Las lluvias, en general, ayudan a que Bogotá no esté tan contaminada como podría estarlo”, concluye.
De hecho, agosto es la época con menos contaminación por los fuertes vientos, y el opuesto es febrero.
Aunque en otros casos, los vientos juegan en contra: expertos han demostrado cómo corrientes de viento transportan PM10 desde los desiertos africanos hasta Sudamérica.
En el caso de Medellín, la geografía es todavía más determinante. Por estar rodeada de montañas, la circulación del aire es difícil, algo que pasa también en Santiago de Chile, anota Carriazo.
De otras ciudades no hay un mapa tan claro, pues en Sincelejo, Montería o Barrancabermeja, y en general de las que tienen máximo 100 mil habitantes, la gente no sabe la calidad del aire que está respirando por falta de estaciones de monitores. De hecho, para 2017 había 204 estaciones en todo el país, y solo en 91 municipios.
Incluso en las ciudades grandes, falta información: en Bogotá solo hay 14 estaciones para poco más de siete millones de habitantes, y solo unas tres pueden medir el PM 2.5. que es el más letal. En lugares como California hay 272 estaciones de monitoreo para 38 millones de habitantes.
“En todo caso, que ahora generemos alarmas medioambientales muestra madurez de las instituciones encargadas de controlar la contaminación", dice Carriazo. "En el pasado nunca habíamos tenido tantas alertas”.
A futuro
Las conclusiones del estudio abren un espacio para que los nuevos alcaldes puedan enfrentar el problema más allá del día sin carro. Como dice el profesor, ese día ayuda a cumplir con el compromiso del Acuerdo de París de disminuir los gases efecto invernadero, pues ataca las emisiones de monóxido de carbono, pero no sirve tanto para mejorar la calidad del aire local ocasionada por el material particulado.
“En un estudio que hicimos con el profesor Jorge Bonilla (Uniandes), encontramos que el día sin carro sólo disminuye en cerca de un 2 por ciento las partículas de polvo -PM10-” anota Carriazo.
Hay otras medidas que han sido más acertadas, si bien no son ideales: “Aunque el diesel es contaminante, desde 2005 su calidad mejoró por cuenta de que se reguló su contenido de azufre para que fuera mucho menor", explica el investigador.
En la misma línea, la flota de 700 buses Euro V (diesel) de Transmilenio que empezó a operar este año en Bogotá tienen filtros de partículas contaminantes para que no las expulsen al aire, que es preferible a que no lo tenga.
Pero, según Carriazo, todavía hay un camino largo por recorrer. Por ejemplo, en la compra de buses y carros eléctricos, como reclamó la opinión pública al alcalde Peñalosa, o en la chatarrización de los camiones con tecnologías de hace 20 años, que sigue siendo un asunto pendiente.
“Deberíamos empezar también a pensar en un mercado local de permisos negociables”, dice Carriazo.
La idea es que la autoridad ambiental defina el nivel máximo permitido de contaminación y genere unos permisos a las empresas; así, las que menos contaminen pueden vender esos cupos a las que contaminen más, que pueden ser las que les es más costoso reducir sus emisiones.Es decir, un equivalente a los bonos de carbono que existen a nivel global.
También ve como medidas posibles el impuesto al carbono o los cobros por congestión en ciertas zonas, de los que se habló en las pasadas elecciones además de seguir empoderando a la ciudadanía.
La “ciencia ciudadana”, dice Carriazo, muestra que los que toman las decisiones de política pública se pueden apoyar en las cifras que las mismas personas están generando con aplicaciones u otros dispositivos portátiles.
Por ejemplo, el año pasado un ciudadano se subió a Transmilenio y con un aparato portátil midió los niveles de contaminación de ese sistema, cuenta Carriazo.
Hay muchas alternativas que los nuevos alcaldes pueden explorar, más allá de las sanciones, para mejorar la calidad del aire que los colombianos respiran y por lo que parecen estar dispuestos a pagar.
Para citar:
Carriazo, F. y J. A. Gómez-Mahecha (2018). The demand for air quality: evidence from the housing market in Bogotá, Colombia. Environment and Development Economics, 23, 121–138
Berdegué, J. A., F. Carriazo et al (2015). Cities, Territories, and Inclusive Growth: Unraveling Urban–Rural Linkages in Chile, Colombia, and Mexico. World Development, 73, 56-71
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