Frente al fracaso conjunto en la lucha contra la cocaína, Biden y Duque toman caminos opuestos

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No han logrado bajar la cantidad, el consumo y ni aumentar el precio de la droga exportada por Colombia a Estados Unidos.

"Si no se para la oferta no se para la demanda. Yo no puedo trabajar en mi gordura si me meto en un cuarto lleno de pizzas”, dijo esta semana sobre la cocaína que llega a Estados Unidos John P. Walters, el ex zar de drogas de George W. Bush. 

Junto a otros ex funcionarios gringos que apoyaron el Plan Colombia, Walters habló en un evento organizado por el embajador Francisco Santos en Washington, según informó El Tiempo. Ahí insistió en su apoyo a la fumigación aérea de cultivos en Colombia.   

“La gente va a experimentar, especialmente los jóvenes. Por eso toca atacar la fuente y los grupos que trafican”, agregó Walters. 

La visión que representa este ex funcionario ha marcado por décadas la política de drogas bilateral de Washington y Bogotá. Pone el énfasis de la lucha antidrogas en la reducción de la oferta y no en la demanda. En reducir la cocaína que producen campesinos colombianos y venden grupos criminales transnacionales, más que bajar el consumo de los millones de estadounidenses que financian el negocio. 

Esto ha sido aceptado, con pocos cuestionamientos, por sucesivos gobiernos colombianos. Por eso, durante dos décadas, el éxito de la política bilateral se ha medido más en hectáreas de coca en Colombia que en número de consumidores, o precio de la cocaína, en el mercado gringo.

Pero la llegada de Joe Biden, al menos en el discurso, marca un giro importante. El presidente demócrata le quita el ojo a las drogas en sí, y se enfoca en sus consecuencias de salud pública en Estados Unidos y en las causas del crimen y en el hemisfero occidental. 

Es el primer presidente en proponer la despenalización de la marihuana, la droga más consumida, a nivel federal. Y en su primer documento de política de drogas, Biden propone una aproximación distinta para los países productores, puntualmente México y Colombia. El foco no está sobre la erradicación de cultivos, que no se menciona, sino en la “colaboración bilateral en aproximaciones de salud pública, presencia estatal y desarrollo de infraestructura”. 

En Colombia Iván Duque se mueve en la dirección opuesta. Esta semana, dos hechos mostraron que el regreso del programa de fumigación aérea será una realidad: la publicación del decreto que regula la aspersión y la aprobación de la licencia ambiental de la Anla. Los aviones, calcula el Gobierno, estarán en el aire en julio, tras seis años de suspensión del programa, como contamos aquí.

Pero en Washington, además de Walters y los viejos guerreros contra las drogas invitados a foros por el embajador Santos, nadie está aplaudiendo. 

Estados Unidos atraviesa la crisis de salud pública más dura de su historia causada por las drogas, en especial los opioides legales e ilegales. En 2019 las muertes por sobredosis llegaron a 70.630 personas. Esto ha hecho que el país mire con ojos distintos hacia adentro. 

Y en los resultados para luchar contra la demanda de cocaína, lo que le interesa a Colombia, esa mirada revela un gran fracaso.

El negocio sigue parecido desde Pablo Escobar

La “responsabilidad compartida” ha sido uno de los pilares de la relación bilateral con Estados Unidos. La idea de que ambos países, el productor y el consumidor, tienen que hacer su parte frente al tráfico y consumo de drogas. 

Colombia ha fracasado en su parte, y hoy produce más cocaína que nunca. Pero Estados Unidos también. Desde el 2011, el número de consumidores frecuentes de cocaína se ha incrementado en 46 por ciento. 

Además, el consumo se ha vuelto más problemático. En 2014 el Centro de Control de Enfermedades registró 5.496 muertes por sobredosis de cocaína ese año. Para finales de 2020 esa cifra iba en 19.239. 

El problema no tiene que ver con que haya más cocaína, de la que Colombia exporta el 90 por ciento que llega a Estados Unidos. Según la DEA, el aumento se debe “principalmente al aumento continuo de fentanilo en la oferta de cocaína”, refiriéndose a un opioide sintético que se mezcla con el estimulante colombiano.

Pero la muestra más grande del fracaso se ve reflejado en el precio de la cocaína en las calles estadounidenses. La lógica de la prohibición es que al reducir la cantidad que entra a Estados Unidos —erradicando en Colombia, incautando en el camino, penalizando adentro— su precio se haga tan alto que menos consumidores puedan costearla. Esto, tras tres décadas de esfuerzos mutuos, no ha sucedido. 

Humberto Bernal, un economista del Colegio Mayor de Cundinamarca, publicó recientemente un estudio en el Journal of Globalization and Development que ayuda a entender porqué las fluctuaciones de precio no han logrado tener impacto. 

Según Bernal, sí existe elasticidad del precio de la cocaína. Esto quiere decir, que “si se incrementa el precio con medidas de prohibición efectivas se reduce la demanda, baja la cantidad de gente que consume”, según le explicó a La Silla Vacía. Pero este principio clave para justificar la prohibición se choca con que los narcotraficantes tienen “un margen muy grande para mantener el negocio”. Es decir, que pueden reducir los precios y aún así generar ganancias importantes. 

Reducción de la demanda en Estados Unidos

Tanto Colombia como Estados Unidos han hecho inversiones enormes y asumido costos dolorosos para mantener la prohibición. No solo en recursos, también en vidas. La cuota de sangre colombiana es bien conocida. Pero los estadounidenses, especialmente los afroamericanos y latinos, han sido desproporcionadamente encarcelados por delitos de drogas. En total, hoy hay cerca de medio millón de personas tras las rejas, sin que el precio se haya movido sustancialmente.   

Tim es uno de los cerca de 2 millones de consumidores frecuentes de cocaína que hay hoy en Estados Unidos. “En todos lados ha sido relativamente fácil de conseguir”, le dijo a La Silla Vacía, pidiendo no ser identificado del todo para discutir detalles de una actividad ilegal. 

Empezó a usarla en el 2015, cuando estudiaba en Hong Kong, siguió en Nueva York, donde vivió luego, y la usa ahora en Portland donde trabaja para una ONG de vivienda popular. “Viene alguien a mi casa y la compro. Sobre todo en Portland y Nueva York fue relativamente fácil conseguirla”. Dice que antes de la pandemia se conseguía un gramo a 80 dólares, y ahora ha subido hasta 120. Tim anota que ha tenido ciclos de consumo distintos, con algunas rachas problemáticas, que luego logra controlar. 

“No fui a un tratamiento. Pero sí visité a un terapeuta y eso me ayudó”, explica. Suele usar la cocaína para ir a fiestas y conciertos, “o a veces para jugar videojuegos en mi casa”. Tim, como la gran mayoría de usuarios de drogas —9 de cada 10, según la ONU—, tiene un consumo recreativo que no termina siendo problemático. 

Y para los que sí tienen un consumo problemático en Estados Unidos no hay muchas opciones. John Walsh, director de política de drogas de Wola, una ONG estadounidense, anota que no se han desarrollado terapias efectivas para la adicción a la cocaína, a diferencia de lo que sucede con los opioides. 

Esto es un problema porque “Más o menos el 20 por ciento de los usuarios representan el 80 por ciento del consumo”, dice Walsh. Entonces incluso si se logra reducir el número total de consumidores, no hay garantía de que los que están más enganchados, y representan la mayor parte de la demanda, dejen de comprar el producto exportado por Colombia. En un estudio, la Casa Blanca calculó que un usuario crónico de cocaína gasta alredor de 1.000 dólares al mes.   

Y no hay señas alentadoras de que esto vaya a cambiar. Si bien la cocaína es el motor principal del narcotráfico en nuestro país, en término de consumo tiene un puesto secundario en Estados Unidos. “Ya no es la droga más popular”, dice Tim. Entre sus amigos que también experimentan con drogas, dice, hoy es más utilizado al éxtasis. 

Walsh agrega que la atención sobre la cocaína “se diluyó, si bien no se ha ido. Pero sí fue opacada por “las metanfetaminas, y ahora por los opioides como amenaza de salud pública”.

Esto apunta a que los mercados de consumo de drogas se mueven también por los gustos y modas, además de los precios y la oferta. Y que, por ahora, el problema principal para el narcotráfico en Colombia es un asunto secundario en Estados Unidos. 

La nueva dirección de Biden

Encabezando la nueva política de drogas de Estados Unidos están los opioides, que incluyen la heroína, pero sobre todo los farmacéuticos, legales e ilegales, como el fentanilo y la oxicodona. “El presidente Biden ha dejado claro que enfocarse en la epidemia de sobredosis y adicción es una prioridad urgente de esta administración”, dice el documento publicado hace un par de semanas. La palabra “cocaína” aparece dos veces en las 11 páginas, mientras “opioides” aparece 20. 

En el nuevo enfoque hay dos ideas principales. Primero, “expandir el acceso a tratamiento basado en la evidencia”. Esto incluye estrategias de reducción de daño, que buscan atacar las consecuencias negativas del uso de drogas y no su consumo. Por ejemplo, entregando agujas para reducir enfermedades, y medicamentos de choque contra las sobredosis. Estas estrategias no tienen como principal objetivo la reducción de la demanda, sino de los efectos negativos del consumo.

En segundo lugar, la estrategia de Biden busca “avanzar en temas de igualdad racial en nuestra aproximación a la política de drogas”. Esto apunta a luchar en contra de la discriminación racial del sistema penal, que judicializa a más personas negras y latinas por temas de drogas. 

Estas medidas pueden, en el largo plazo, llevar a una reducción de la demanda, además de los problemas asociados al consumo. Pero la política de Biden no tiene como objetivo explícito reducir la cantidad de drogas que consumen los estadounidenses, ni se pone una meta. La Silla Vacía le preguntó a la Embajada de Estados Unidos en Bogotá por qué, pero no recibimos respuesta.   

En cambio sí es un objetivo explícito “la reducción de la oferta de sustancias ilícitas”. Aunque, como mencionamos, a través del fortalecimiento estatal en Colombia y México.   

Peter Reuter, economista de la Universidad de Maryland, y uno de los principales académicos en política de drogas de Estados Unidos, llama a la cautela ante el optimismo del giro de la política de Biden. “Es una declaración de principios muy amplia, y es difícil saber qué significa en realidad. Esperaría para ver el presupuesto antes de saber qué tipo de política pública es”, le dijo Reuter a La Silla.   

Por ahora, en el lenguaje los cambios sí marcan un giro importante con la visión que ha predominado en Washington desde que Nixon inauguró la guerra contra las drogas. 

Una en la que, para usar la metáfora del ex zar de drogas Walters, busca detener la llegada de apetitosas pizzas que llegan desde Colombia y tientan a los glotones estadounidenses.

“Con el mismo argumento de Walters, Colombia podría argumentar que debemos dejar de luchar contra las drogas porque los gringos tienen un consumo insaciable”, dice Daniel Mejía, un economista de Los Andes que ha publicado ampliamente sobre política de drogas. “Ni la demanda crea oferta, ni la oferta crea demanda. Son cosas independientes, reguladas por el precio”, agrega Mejía.  

Al arranque, la política de Biden se alinea con el consenso de los expertos en el tema, que llevan años pidiendo políticas basadas en evidencia. Mientras tanto en Bogotá, el Gobierno de Duque, ahora sin recursos ni presión de los gringos, regresa a la estrategia del pasado. 

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