La cruzada para convertirse en víctima

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A Luz Alba Figueroa Castillo los paras le desaparecieron a su hermano José Alejandro cuando ella tenía 16 años. Dos décadas después, esperanzadas con las promesas de reparación de Justicia y Paz primero y de la Ley de Víctimas ahora, finalmente se decidieron a denunciar su muerte y comenzaron a documentar su caso. Pero -pasados 23 años de su muerte y seis desde que la vienen reconstruyendo- ni Luz, ni su madre ni sus dos hermanas son aún oficialmente 'víctimas'.

A Luz Alba Figueroa Castillo los paras le desaparecieron a su hermano José Alejandro cuando ella tenía 16 años. Dos décadas después, esperanzadas con las promesas de reparación de Justicia y Paz primero y de la Ley de Víctimas ahora, finalmente se decidieron a denunciar su muerte y comenzaron a documentar su caso. Pero -pasados 23 años de su muerte y seis desde que la vienen reconstruyendo- ni Luz, ni su madre ni sus dos hermanas son aún oficialmente 'víctimas'.

No lo son porque, enpantanadas por la ausencia de documentos que soportan su caso y perdidas en lo que ellas ven como un laberinto burocrático sin salida, no han podido completar los trámites que les permiten ser reconocidas como víctimas del conflicto y clasificar para una reparación en alguno de los ocho años que le quedan de vigencia a la Ley de Víctimas.

La historia de esta tolimense, que trabaja en una fábrica de confecciones en Bogotá, es una muestra de las dificultades y los retos que todavía tienen muchas víctimas en llevar sus casos ante las autoridades y ser incluidas en el registro que lleva la Unidad de Víctimas, que ya contabiliza 6.739.978 personas en el país (2,1 millones desde que nació la Ley en 2011 y otros 4,6 millones que venían del censo de desplazados). Y que, dependiendo de cuántas personas se encuentran en un limbo como el de Luz, podrían ser más.

Tras las huellas de José, 17 años después

Sólo hasta 2008, 17 años después de que su hermano José Alejandro Casas fuera asesinado por los paramilitares al mando de Ramón Isaza, Luz tomó la decisión de denunciar su caso. Tras oír en la radio un anuncio explicando que el proceso de Justicia y Paz con los paramilitares repararía a sus víctimas, le contó a su madre y sus hermanas y comenzó a documentar los eventos que habían ocurrido esa mañana del 1 de junio de 1991.

Lo único que tenía su madre Ana Dolores Castillo, una campesina que llegó a Guayabal tras la erupción del Nevado del Ruiz, era el certificado de defunción que indicaba que su único hijo hombre había muerto a los 22 años de un trauma craneo-encefálico severo.

Era el único papel que contaba, de manera muy fragmentaria, la historia de José Alejandro. Esa mañana el hermano mayor de Luz había salido, como todos los sábados, a esperar el carro que lo llevaría a Ambalema a cobrar su salario como regador nocturno en los cultivos de algodón en una hacienda de la zona y también el de su madre, que recogía algodón allí pero estaba incapacitada tras cortarse los dedos del pie con un machete.

De una camioneta roja se bajaron varios hombres armados y lo obligaron a él y a un vecino a subir. José logró sacar la cabeza por la ventanilla mientras los hombres perseguían a un tercer vecino, llamado Ovidio Aguirre, que arrancó a correr por el pueblo. “Nos van a matar. Me llamo José, yo soy hermano de Luz Alba, por favor avísenle que nos van a matar”, gritó.

Tras la advertencia de los vecinos, los Castillo salieron a buscarlo: mientras Ana Dolores fue a Armero, Luz recorría las orillas del río hasta Honda. Regresaron con el ocaso, sin nada.

Esa noche vino a su casa un cuñado de Ovidio, que también había salido a buscarlo. “No busque más, está en Ambalema”, le dijo a Luz Alba. “Ah, ¿está allá?”, le preguntó ella, iluminándosele el rostro. “Está muerto”, le dijo él, contándole que había llegado al cementerio del pueblo vecino guiado por la noticia de una campesina de que habían encontrado un 'n.n' en el río Lagunilla. Era él.

Luz y su madre nunca pusieron la denuncia. No lo hicieron porque el día que velaron a José, dos hombres en moto le preguntaron a una vecina si ellas vivían solas y si pensaban llevar el caso a las autoridades.

En su casa marcaban siempre el aniversario de la muerte de José Alejandro, pero fuera de ella no hablaban del tema. Sobre todo a medida que consolidaron su poderío en la zona -y comenzaron a amontonarse los asesinatos- de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, el bloque paramilitar que comandaba Ramón Isaza alias 'El Viejo'.

Con ese único documento en mano Luz -ya de 31 años y viviendo en Bogotá- arrancó su pesquisa, un proceso que ha sido igual de intermitente y en ocasiones sin norte.

Pidió permiso en el hotel en el norte de Bogotá donde trabajaba y se fue a Ambalema a sacarle una copia al certificado de defunción. Unos meses después la citaron a exponer su caso en Justicia y Paz. El fiscal le habló de los beneficios para las víctimas, de un psicólogo y una ayuda económica para su mamá. Y le preguntó si quería ir a una audiencia de Ramón Isaza, que ella declinó -“¿yo para qué quiero ver al señor que mandó matar a mi hermano?”-.  Les asignaron una abogada que llevaría su caso, a la que le firmó un poder y le envió su historia manuscrita en cinco folios. Luz sentía que todo avanzaba bien: dejó de seguir activamente el caso y se confió que saldría solo.

Un par de meses después el caso se comenzó a enredar: le llegó una carta de su abogada, pidiéndole una larga lista de documentos faltantes, pero cuando ella los llevó a la Defensoría le advirtieron que su caso estaba cerrado porque había pasado la fecha para presentarlos. Cuando fue a Acción Social con su formulario para inscribirse en un programa de ayudas, el programa para víctimas ya había cerrado.

En la Defensoría le dijeron que tenía que arreglar con su abogada. “Ella me dijo que no había problema y que le llevara todo a su casa en Bulevar Niza. Un mes después, cuando la volví a llamar, me dijo que no había abierto el sobre porque tenía mucho trabajo. Nunca me llamó”, dice Luz.

Se convenció que sus hermanas, que siempre le decían que “eso es una perdedera de tiempo”, tenían razón y abandonó su caso por varios años.

El laberinto para ser víctima

“Ahí dejé de molestar, pero hace un año y medio fui al pueblo y vi la situación de mi mamá. Ella depende de mí y de mis hermanas, pero es poco lo que le podemos mandar. Y ella no se viene para acá [a Bogotá] porque dice que tiene a mi hermano allá”, cuenta Luz.

Ana Dolores, hoy una mujer campesina de 76 años que vive sola y que no sabe leer ni escribir, enferma de cáncer de riñón y proclive a olvidarse de las cosas, acababa de salir del hospital. Cuando Luz la vio, regresaba caminando de una finca -a una hora y media de distancia- donde estaba volteando maní. La escena la conmovió y decidió retomar el caso, ya en épocas de la nueva Ley de Víctimas de la que varias personas le habían hablado.

En octubre del año pasado Luz se acercó a la oficina de atención de la Unidad de Víctimas en Kennedy. “¿A usted no le ha llegado nada? Porque su caso está archivado. Tiene que buscar a su abogada y pedirle que le averigüe”, le dijeron. Como la abogada no le contestó, fue a la Defensoría y tampoco encontró una explicación. Volvió a la Unidad en Kennedy y, tras esperar diez horas, le dijeron que debía arrancar el trámite en la Fiscalía desde ceros.

“Mi mamá no aparece como víctima. Yo tampoco, ni mis hermanas tampoco. Es como si nosotras nunca hubiéramos hecho estado en ninguna entidad”, dice Luz, mientras ordena los diez papeles que tiene su carpeta del caso. Pocos realmente para llevar su caso exitosamente ante la Ley de Víctimas. No le ayuda que en 2009, cuando recién se había reunido con la abogada que llevaba el caso, le robaran la cartera frente a Unicentro con varios documentos.

Aunque una de las misiones de la Unidad de Víctimas y la de Restitución -las dos piedras angulares de la Ley de Víctimas- es hacer pedagogía para las víctimas, el caso de Luz muestra que no es sencillo. Incluso cuando una víctima ya se ha acercado por primera vez a las oficinas de atención no es posible garantizar que estén realmente enteradas de cómo es el proceso y qué les corresponde a ellas hacer. Y, aunque no hay números, también hay víctimas que aún no se han enterado de los beneficios que les otorga la ley.

Una investigación que acaba de hacer el Observatorio de Restitución de Tierras -que crearon cinco universidades y que dirige Francisco Gutiérrez Sanín- arrojó que entre 75 y 79 por ciento de los campesinos despojados saben que pueden comenzar el trámite para recuperar sus predios. Eso significa que en restitución, que es un grupo mucho más reducido de víctimas, hay un 20 por ciento de potenciales solicitantes que no se han enterado.

Pero su mayor escollo sigue siendo no hay un acta de levantamiento porque al cuerpo de José Alejandro, que tiraron al río Lagunilla pero quedó atascado en una ropa, nunca le hicieron una necropsia porque ya llevaba varios días muerto y olía muy mal. Ese fue también el final de Ovidio -que apareció flotando en el río Magdalena frente a Honda unos días después- y el de las miles de víctimas que terminaron tirados en los ríos.

“No hay nada que diga a qué horas los encontraron ni dónde ni cómo. Ni que era un 'n.n' ni que apareció en un pueblo que no era de él”, dice Luz, explicando que ha buscado por Ambalema y por Lérida, en la Fiscalía y la Policía, en Medicina Legal y en los juzgados, sin éxito.

Hasta hoy no tiene ningún documento que avale una historia que ellos se saben de memoria pero que nunca quedó por escrito. Que cuente que ellos reconocieron a José porque, aunque no tenía camisa, llevaba unos tenis que estaba estrenando. Que lo identificaron de forma inequívoca porque, entre la muñeca y el dorso de la mano izquierda, tenía una cicatriz alongada que le dejó un alambre la noche de la erupción del Nevado del Ruiz, cuando él -que estaba trabajando en los campos de maíz- se perdió y solo reapareció en el refugio para damnificados de Loma de la Cruz cuatro días después. Que no saben por qué lo mataron, aunque ella hoy sospecha que pudo haber sido porque fumaba marihuana y “al vicio le hacían limpieza social”. O que su cuerpo estaba tan hinchado que no cabía en un cajón.

“Tenía un tiro en la frente, en toda la sien, y no tenía los deditos. Además tenía marcas de estrangulamiento en el cuello, marcas de amarrado en las muñecas y heridas en las rodillas y los codos. Los tenis estaban rotos en la suela. Nosotros creemos que los arrastraron”, dice Luz, mientras muestra la única foto que conserva de su hermano. La imagen, ya medio descolorida, muestra a José durante la construcción en 1988 de la casa familiar en Guayabal, tras dos años viviendo en carpas y refugios desde Honda hasta Bogotá.

Aunque Luz casi no ha avanzado en su caso, está pensando en tirar la toalla. Siente que ha invertido mucho tiempo y plata, dos activos escasos para una persona que gana poco más del salario mínimo y que ha estado desempleada durante períodos largos en los últimos años.

Ella hace las cuentas: el tiquete de Bogotá a Guayabal vale 25 mil pesos. Para ir a Lérida, hay que sumarle un bus de 6 mil y luego un taxi hasta los juzgados de 3 mil. Para Ambalema le sale en 5 mil el carro hasta el cruce de Armero y luego 10 mil el bus. Eso lo multiplica mentalmente por cinco viajes a Ambalema, uno a Lérida y otros dos a Guayabal, para que su mamá le firmara un poder y para que los vecinos testificaran ante un notario que José murió de muerte violenta. Su hermana Elizabeth, que comenzó ayudándole y luego se cansó, fue tres veces a Ambalema y otra a Ibagué.

“He gastado lo que no tengo para que no me solucionen nada. Comienzo a pensar que al final es una gastadera de plata, de tiempo y de permisos en el trabajo. Si pierdo mi trabajo, pierdo la oportunidad y no puedo darle nada a mi mamá y a mis hijos. No se puede estar en dos lados al mismo tiempo”, dice.

Sabe que tiene que arrancar su caso de nuevo, pero no sabe exactamente cómo hacerlo. Está todavía rumiando si debería intentarlo de nuevo, tal vez en la Unidad de Víctimas de Chapinero, que le queda a nueve cuadras de la fábrica. Sabe que la reparación administrativa no puede compensar la pérdida de su hermano, pero los cinco a seis millones de pesos que podría recibir representan para ella una gran ayuda.

“Sería para que mi mamá viva más tranquila”, dice.

Esta historia es parte de una serie sobre la Ley de Víctimas financiada por la Unión Europea y Oxfam.

     

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