La horrible noche guajira (parte I): El aniversario de una muerte cantada

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La hija se la balearon en Santa Marta hace exactamente un año y desde entonces Franca Sierra le ha dicho a todo el que ha querido oírla que Kiko Gómez es el autor del asesinato. Este es uno de los casos por los que tendrá que responder ante la justicia el mandatario local. La Silla estuvo en el aniversario de su muerte.

Así lucen los avisos de entradas a las comunidades indígenas en La Guajira, en donde casi la mitad de su población de unas 800 mil personas es indígena. 

El mes pasado el Gobernador Juan Francisco ‘Kiko’ Gómez Cerchar fue detenido señalado de ser el autor de un puñado de homicidios y de tener vínculos con bandas criminales dedicadas al narcotráfico, al tráfico de gasolina y de armas y al contrabando, y la situación de temor en La Guajira no ha variado para nada. Aunque sea un deporte nacional hablar mal de los políticos, en Riohacha no hay quien se atreva a criticar a Kiko en público. La vieja matrona wayúu Franca Sierra, más conocida en la región como Mamá Franca, se atrevió a hacerlo. Y no por cualquier asunto. En 2009 y de manera formal ante la Fiscalía, la Mamá Franca dejó constancia de que si algo le pasaba a una de sus hijas sería responsabilidad de Kiko Gómez.

La hija se la balearon en Santa Marta hace exactamente un año y desde entonces Franca Sierra le ha dicho a todo el que ha querido oírla que Kiko Gómez es el autor del asesinato. Este es uno de los casos por los que tendrá que responder ante la justicia el mandatario local.

La Silla viajó a la zona para contar cómo ha sido la terrible noche guajira y qué ha pasado sin Kiko. Al menos, con Kiko físicamente ausente. Y publica a partir de hoy una serie de tres historias. Espere la del Senador que apadrina al Gobernador y la de los aspirantes a heredar su fortín político.

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El miedo es con certeza lo único que ha prosperado en los últimos años en la golpeada Guajira. 
La ranchería que resiste al sol, al polvo y a la lejura.
La capilla en medio de la nada en la que los wayúu celebraron la vida de la supuesta víctima de Kiko Gómez. 
El banquete para después de la ceremonia en el que no podía faltar el chivo guisado. 

“A mí me quiere matar Memín”, cuenta Wilber Hernández Sierra como quien dice “hace sol” o “tengo hambre”. Y con la misma naturalidad de quien detalla lo inevitable puntualiza algo aún peor: “Bueno, en realidad a mí me quieren matar todos, pero la información que hay es que él en especial”. Y sigue conduciendo su camioneta blindada por la vía que de Riohacha lleva a Maicao. Hacía varios meses que no se atrevía a pasar por este trayecto.

Hoy es 19 de noviembre por la mañana y hace exactamente un año faltaban unas cinco horas para que asesinaran en Santa Marta a su hermana: la Chachi Hernández Sierra, quien, apoyada por su madre, también alcanzó a hacer público su temor de que Kiko Gómez la asesinara.

Serán tres horas de viaje al lado de Wilber rumbo a la ranchería Kaiwá de la casta wayúu Pushaina, en la alta Guajira, para asistir a la conmemoración del “cabo de año” de la hermana mayor que le llevaba 11 años de edad y era famosa entre otras cosas por tener un spa y por las elegantes mantas wayúu que solía ponerse.

Por las cosas que dice, y sobre todo por la tranquilidad con que las dice, es claro que el abogado que no pasa los 40 años se resignó al peligro. Aprendió a convivir con él. “Lo que pasa es que a uno a estas alturas el miedo se le desaparece, uno se vuelve valiente a la fuerza”, dirá en unos minutos.

Antes, otro crudo apunte: “Mira, allá es la entrada a Curiche, la L que vamos a recorrer es muy riesgosa porque hay muchas trochas desde Curiche a la carretera por la que vamos”.

Curiche es la vereda polvorienta en la mitad de un desierto en la que nació más o menos en 2008 la banda criminal de Los Curicheros, supuestamente comandada por el capo Marquitos Figueroa, a quien señalan de ser socio del Gobernador. Memín es Memín Cotes Gómez, una de las cabezas de la bacrim que se dedica al narcotráfico y al tráfico de gasolina.

Wilber ha respaldado la denuncia de su Mamá Franca frente a las autoridades. La verdad de esquina en Riohacha es que Marquitos Figueroa dio la orden de matar a todo el que declare en contra de Kiko. Los Curicheros son unos 800 hombres armados hasta los dientes, otra verdad de esquina pero sustentada en los retenes ilegales en trochas, en las muertes selectivas, en las noticias de enfrentamientos con otros ilegales.

Le sobran razones a Wilber, pues, para sentirse en riesgo. Y a todo el que se le acerque también.

Este es el abogado Wilber Hernández Sierra, hermano de la Chachi Hernández Sierra, frente a las tumbas de sus antepasados. 

El suyo es uno de los rostros símbolo de la horrible noche que atraviesa el departamento más norteño de Colombia, vecino de Venezuela, que históricamente ha padecido la violencia de la ilegalidad, de las armas y del olvido estatal. Pero que hoy es amenazado por el desespero de unas bandas criminales que ya no operan con la tranquilidad de antes y que se encuentra descuadernado administrativamente con su gobernador titular tras las rejas.  

“Lo que estamos viviendo acá es otro Medellín de los 80”, dice. Y no parece tan exagerado cuando, acabando de pasar por Uribia “la capital indígena de Colombia”, nos enteramos de que la noche inmediatamente anterior explotó un artefacto en la Alcaldía de Barrancas (el pueblo en el que Kiko nació, gobernó en dos ocasiones y fue capturado) y a los pocos minutos pasamos junto a los destruidos vagones del tren carbonero que supuestamente las Farc volaron el mes pasado.

La ranchería, como todas las que hemos visto así sea de lejos por el camino, se levanta  en medio de la nada resistiendo el sol, el polvo y la lejura. En realidad, apenas si nos asomamos a ella porque llegamos hasta la primera parte en donde está el cementerio de la casta de la familia materna de la Mamá Franca, algunos ranchos para pasar las noches de los novenarios y cactus por doquier. En medio de ese mundito, una estructura en cemento: una capilla pintada de blanco de techo ovalado y pisos sin pulir. Ahí será la misa cantada.

Pero primero, el cementerio. Hace demasiado sol como para detallarlo todo. Está cercado por un muro de cemento de color blanco y casi todas las tumbas tienen placas conmemorativas. Es el primer lugar que pisa Wilber, el único hijo que le queda a la matrona en la región debido a que todos decidieron irse lejos luego de la muerte de la Chachi, después de parquear su camioneta blindada debajo debajo de un árbol que disimula sombra.

Dicen acá que la Chachi, acaso tan consciente como su hermano de sus riesgos, pidió meses antes de su asesinato que la enterraran aquí y no en Maicao, en donde vive su madre, o en Santa Marta, en donde vivía ella.

Está al fondo, hacia la izquierda del lugar. A un lado ella y al otro, Víctor Ojeda, el marido que le asesinaron en 2004, supuestamente también por orden de la organización criminal de Marquitos Figueroa. Ojeda, dice el portal Verdad Abierta, era un jefe local del contrabando que se alió con los paramilitares. Y el rumor en Riohacha es que la muerte de la Chachi podría ser el resultado de una guerra de narcos. Por algunas de sus calles, y por twitter, ruedan pasquines que han querido justificar el asesinato diciendo que se trataba de una narcotraficante, mensajes que quienes la quieren atribuyen a sus asesinos y un asunto que a la larga no sorprende en la cultura esa que señala que “el muerto tuvo la culpa porque algo estaría haciendo”.

Meses antes de la muerte de Víctor Ojeda, a la mujer le habían secuestrado su hija mayor, entonces de 16 años. Versiones familiares aseguran que fueron los aliados de Marquitos Figueroa, quien libró una guerra con Jorge 40, uno de los jefes paramilitares con los que habría tenido alianzas Ojeda.

Desde que le mataron al esposo, la Chachi pasó siete años intentando hacer arreglos para que no la mataran a ella.

Wilber contó en la camioneta que su hermana logró reunirse con Marquitos Figueroa en la casa del capo en Valledupar y que ahí él, frente a su madre, se comprometió a no matarla. “En 2011, en plenos carnavales, se vio en Barranquilla con Kiko Gómez (...) él le dijo ‘yo a ti te mato’ (...) todo esto se lo he contado a la Fiscalía”.

La molestia del hoy detenido Gobernador, prosiguió Wilber, habría tenido que ver con que la Chachi le había advertido a su amiga la exalcaldesa de Barrancas Yandra Brito que le escuchó decir a Gómez que la iba a matar. Yandra y su madre también habían denunciado ante la Fiscalía que Brito estaba en peligro de muerte por oponerse a Kiko. A Yandra la asesinaron tres meses antes que a Chachi.

Ya casi va a comenzar la misa cantada a la que asistirán los wayúu nativos, los hijos de Chachi que llegaron del extranjero, casi toda su familia y hasta dos coroneles, un cabo y un sargento del Centro de Instrucción y Reentrenamiento de La Loma que llegaron acompañados de 12 soldados para cuidar que nada pasara. Ellos, los militares, están encargados de la seguridad de la Mamá Franca.

La línea férrea del Cerrejón funcionando, una imagen típicamente guajira.  
Los vagones del tren de carbón que el mes pasado supuestamente volaron las Farc. 

Precisamente ahí, de pie en una de las entradas de la capilla que parece a punto de encenderse por cuenta del sol, está ella: la señora, la Mamá Franca, la vieja Franca, con su manta guajira negra y sus 80 años bien disimulados. Dura, lúcida, como un roble, dando órdenes: invitando a la gente a sentarse, cuidando que tomemos agua, saludando a los que llegan, como un imperio, un imperio al que sólo se le ve tambalear de llanto cuando el cura católico recuerda a Martha Dinora (“o Chachi, como cariñosamente la llamábamos”) y pide celebrar su vida en vez de llorar su muerte.

“No hay un metro cuadrado en La Guajira en donde no se sepa quién es ella”, me había dicho una fuente días antes. “De las wayúu más respetadas y conocidas”, había agregado otra voz por ahí. “Es gran amiga de (Álvaro) Uribe”, comentó alguien más.

Cuando la llamé por teléfono para pedirle una cita se había negado, pero al día siguiente devolvió la llamada contando por qué: “Yo no quería recibir periodistas, pero mi hijo Wilber me convenció de hacerlo. Me dijo que le debemos mucho a los periodistas. Otro familiar me dijo que gracias a ustedes el Gobernador ha recibido una lluvia de tiros de papel que le han hecho mucho daño”.

La Mamá Franca habló conmigo más en esa conversación telefónica que ahora en la ceremonia. Pero es apenas entendible con toda una familia y un dolor por atender.

En esa ocasión contó que fue concejal y primera mujer diputada de Maicao y que su hija Daisy llegó a ser alcaldesa de ese municipio, que el maestro Rafael Escalona le decía siempre que escribiera un libro para contar todos los problemas de violencia histórica que había tenido que solucionar en su clan y que sí es muy amiga de Uribe, como dice la gente.

“Lo quiero y me quiere. Jerónimo (Uribe) es el padrino de uno de mis nietos. Él aceptó mandarlo al bautizo en Maicao a pesar de que antes me había dicho ‘Franquita, la única manera que tienen mis enemigos de arrodillarme es meterse con mis hijos’. Pero yo le respondí que primero me pasaba algo a mí que a Jerónimo”.

Y, claro, también habló de la Chachi: “Yo se que el que me mandó a matar a mi hija fue el Gobernador que está preso. Yo no les tengo rabia. Lo que le tengo a él es lástima. Yo le mandé a decir que no matara a mi hija porque las culturas hay que respetarlas. Los arijuna tienen muchas vírgenes, pero para los wayúu la mujer es una sola, la única que da vida, y hay que respetarla. El que le quita la vida a una mujer queda peor que los perros. Por eso le tengo lástima, porque yo sabía lo que le esperaba”.

Así fue por teléfono. Aquí, a la entrada de su capilla, cálida y generosa: “Esta es mi legítima tierra de aquí a la orilla del mar, bienvenida”.

***

La misa, católica, duró casi dos horas durante las cuales la Mamá Franca y los suyos entonaron cánticos religiosos, oraron y se abrazaron.

Muy rápido, los hombres presentes se fueron retirando en silencio, discretos, hacia el rancho en el que nativos estaban sirviendo el banquete de chivo guisado, pargo frito, arroces, patacones, sopa.

Hacia cualquier lado se observaban soldados. Las armas en las cinturas de casi todos los presentes contaban que era la misa más custodiada a la que haya asistido.

Nadie estaba demasiado triste. Acaso por lo que me había dicho un rato antes Wilber, con su usual naturalidad: “Yo le digo a mi mamá que tenga fortaleza y piense en las muchas víctimas de este señor que han tenido que esperar años para sentir algo de justicia. Nosotros, después de sólo un año, ya empezamos a sentirla”.

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