La Ley de Víctimas se queda corta con las de minas

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?Reinel Barbosa, que fue una de las víctimas invitadas a hablar con los negociadores de las Farc y el Gobierno en La Habana, lleva año y medio esperando que le entreguen una prótesis nueva que reemplace la desgastada que carga. Su caso refleja el abandono que sienten las víctimas de minas antipersonal en el país, cuyas dificultades para acceder a los beneficios de la Ley de Víctimas muestran cómo está quedándose coja con uno de los grupos más vulnerables justo en momentos en que arranca el acuerdo sobre desminado.

?Reinel Barbosa, que fue una de las víctimas invitadas a hablar con los negociadores de las Farc y el Gobierno en La Habana, lleva año y medio esperando que le entreguen una prótesis nueva que reemplace la desgastada que carga. Su caso refleja el abandono que sienten las víctimas de minas antipersonal en el país, cuyas dificultades para acceder a los beneficios de la Ley de Víctimas muestran cómo está quedándose corta con uno de los grupos más vulnerables.

“Hoy es más triste que nunca: estamos hablando del acuerdo histórico de desminado de La Habana, pero a los sobrevivientes de las minas no es prioridad sacarlos del estado de necesidad en el que se encuentran”, dice Barbosa, uno de los líderes más visibles de uno de los grupos de víctimas más invisibilizados en el país. Él, que organizó la primera red de asociaciones de víctimas de minas, perdió la pierna izquierda a los 23 años cuando -una Semana Santa en que visitaba a su familia en Uribe (Meta)- pisó una mina tras bañarse en el río con sus amigos de colegio.

Como Barbosa hay 13.001 colombianos, todos víctimas directas de minas, municiones sin explotar y otros artefactos explosivos y muchos de ellos en situación de discapacidad, una cifra que convierte a Colombia en uno de los países más afectados del mundo. Estas son las seis razones -contadas desde las voces de las propias víctimas- por las que la Ley de Víctimas, que les prometió una atención integral, sigue en deuda con ellas.

Las EPS les maman gallo con medicinas y prótesis

Como víctimas que requieren tratamientos médicos complejos y rehabilitaciones largas, una de sus mayores batallas es contra las EPS que no les reconocen los medicamentos y las prótesis que necesitan y les insisten con frecuencia en que no están en el POS.

“Es como si nunca fuera urgente”, cuenta Rosa García. A ella le toca ir al menos tres días cada mes, desde la madrugada hasta el atardecer, a la EPS Sabia Salud para recoger las gotas Ritanten que necesita su hijo Juan Carlos Ramírez para controlar la presión en el ojo. Solo así puede evitar que se le dañe la última cirugía, la número 30 desde que -cuando tenía 8 años- le explotó una munición con la que él y dos amigos jugaban en San Carlos, en el Oriente antioqueño. Ellos dos murieron, él perdió un ojo y sigue luchando por mantener el otro.

“Tengo que hacer tres idas siempre: una para entregar papelería, otra para preguntar si ya las autorizaron y otra para recogerlas. Siempre dicen que llaman pero no, a uno ni le contestan y cualquier pregunta toca ir a hacer la cola. La última vez incluso me dijeron que si perdía la fecha y hora de recogerlas me tocaba empezar de nuevo todo. Y las gafas especializadas se negaron, que unas más sencillas”, dice Rosa, que llegó hace 15 años desplazada de San Carlos y no ha regresado porque es más fácil que a Juan Carlos lo atiendan en Medellín.

Esa situación es especialmente común con las cremas cicatrizantes y las prótesis oculares y de mano, que muchas veces son calificadas como 'estéticas' -y por lo tanto excluibles del POS- por las EPS. Por no hablar de las demoras de hasta 8 meses en que les programen citas con los especialistas que necesitan ver, dificultades que les dejan pocas opciones aparte de entutelar o poner quejas en la Supersalud.

“A mí en enero me recetaron unos lentes de policarbonato que reducen los rayos del sol y que costaban 750 mil pesos. 'Muy caras', me respondió mi EPS Emdisalud” cuenta José Nicolás Petro, un campesino de Puerto Libertador (Córdoba) que pisó una mina una madrugada de octubre de 2010 cuando fue a recoger su caballo al potrero. El año pasado le hicieron dos cirugías: una para reconstruir la cara y una en la barriga para extraer el tejido para la primera.

Así que se fue a la Secretaría de Salud departamental y de allí presionaron a la EPS para que le autorizara las gafas, las gotas para ojos y la crema que requería su recuperación. “Si uno no empapela y entutela y se para allí, no le resuelven nada”, dice Petro.

Les cobran lo que no tienen para evaluar su discapacidad

Una víctima que tiene más del 50 por ciento de discapacidad tiene derecho por ley a una pensión pero -para que Colpensiones se la pueda evaluar- tiene que presentar un certificado que elabora una junta calificadora de médicos. Pero éstas están cobrando, en casi todo el país, un salario mínimo mensual -644 mil pesos- que la mayoría no tiene.

“No tengo de dónde ahorrar esa plata. Yo ando con tres niñas -de 12, 10 y 9 años- y es mi mujer la que rebusca porque yo no puedo ni trabajar. Ella está en una casa de familia, que le está pagando 480 mil al mes, con el pasaje incluido. ¿Yo de dónde voy a sacar esa plata si lo que hace ella es para la comida?”, pregunta Maicon Cortez, un campesino de Magüi Payán (Nariño) que hoy vive en Cali. Lo hizo después de pisar una mina en septiembre de 2011, mientras huía de una balacera entre el Ejército y las Farc cercana a la parcela donde solía cultivar cacao y plátano.

Con frecuencia no les reconocen un 50 por ciento de discapacidad, ni aún perdiendo una pierna, quedando con traumas y sin posibilidad de trabajar en el campo. Eso aumenta su reticencia para hacerse la evaluación, que a veces -dada la naturaleza degenerativa de algunos de sus problemas físicos- necesitan repetir en varias ocasiones.

“A mí me dieron 39,5 puntos de discapacidad. Y eso que la pierna derecha la perdí justo arriba de la rodilla y en la izquierda me sacaron el hueso y tengo una platina interna. El brazo derecho se me zafó y no pudieron cuajármelo. Yo creo que en verdad pasa de 80”, cuenta Eris Ernelys Valencia, un campesino del Medio Atrato chocoano que hoy vive en un barrio de invasión en las afueras de Quibdó con sus dos hijos y su esposa embarazada.

“Mi evolución fue rápida, pero no para recuperar el camino de mi vida”, dice Valencia, que compite en los torneos de voleibol sentado.

Una de las pocas excepciones a esta situación es Nariño, donde -tras un acuerdo entre la Gobernación y las víctimas- deben pagar solo 24 mil pesos.

La pensión es, de todos modos, una de las prioridades para las víctimas de minas. Precisamente una de las propuestas que le entregó Reinel Barbosa a Iván Márquez en La Habana, en nombre de todas las víctimas, fue la de una pensión para las víctimas que pierden un 30 por ciento de su capacidad laboral a raíz del conflicto.

No tienen cómo llegar a sus tratamientos

Dado que la mayoría de tratamientos son largos, muchas de las víctimas de minas -que suelen ser campesinos- terminan yéndose a vivir a la ciudad más cercana. Y las que deciden quedarse se enfrentan a costearse solas esos traslados, pese a que las EPS están obligadas -según la ley del Plan Obligatorio de Salud de 2013- a cubrírselos.

“A mí nunca me los ha pagado mi EPS. Eso toca del bolsillo propio: 5 mil desde mi vereda de Pandiguando hasta El Tambo, 4500 hasta Popayán y de ahí a Cali otros 16 mil, más los taxis porque no se puede desenvolver en esa ciudad”, dice Wilmer González, un campesino caucano que perdió el pie derecho tras pisar una mina en febrero de 2010, tras madrugar para ir a una capacitación del Sena en una vereda cercana a la suya. Solo en su vereda hay tres víctimas de minas, en su municipio 108.

A eso se suma lo que deben pagar en alojamiento y comida para ellos y sus acompañantes, ya que muchos no pueden hacerlo solos.

Solo en algunas ciudades como Medellín existen hogares de paso donde les ofrecen todo por 10 mil pesos el día. En la mayoría, sin embargo, están a la deriva o dependen del todo de la ayuda que les dan Pastoral Social, la Cruz Roja, la ONG francesa Handicap Internacional o, en el caso del Cauca, la Fundación Tierra de Paz.

No tienen psicólogos que los oigan

Las víctimas de minas, como las demás en Colombia, llevan años incubando dolores y traumas sin ningún tipo de apoyo psicológico y social que les ayude a mitigarlos y superarlos.

Aunque en el 2014 el Ministerio de Salud lanzó el Papsivi, el programa de atención psicosocial de la Ley de Víctimas que contempla un tratamiento especializado para cada uno de los tipos de trauma y los perfiles de las víctimas, la mayoría de víctimas de minas insisten en que no lo han visto. Y si lo han recibido, ha sido del hospital que los trató, de la Cruz Roja o la Campaña Colombiana contra Minas.

“Nosotros vivimos cosas muy desagradables. Más que todo quisiera ayuda para mi hijo de 11 años año, que le tocó vivir cosas muy feas y que a veces se pone muy agresivo y 'pelión'. Una enfermera en el hospital de Pasto nos dijo que lo que necesitaba era un psicológo”, dice Johan Martínez, un campesino nariñense que perdió una pierna con una mina.

Como dice Martínez, esa situación es especialmente fuerte para los niños. El estudio que hicieron Unicef y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en 2013 sobre el impacto psicológico del conflicto armado concluyó que los niños víctimas de minas tienen niveles de escolaridad más bajos y estudian menos aún años después del trauma, además de tener las mayores afectaciones de salud.

No se les respeta prioridad para la indemnización

Sobre el papel las víctimas en situación de discapacidad tienen prioridad para acceder al plan de reparación integral de la Ley de Víctimas dado que están entre las más vulnerables. De hecho, según la Unidad de Víctimas, para las de minas “el reconocimiento [como tal] será prueba suficiente de la discapacidad”.

Pero, a la hora del maní, la inmensa mayoría de ellas no han recibido las indemnizaciones a las que tienen derecho, de 30 salarios mínimos cuando tienen una discapacidad leve y 40 si es grave.

Ni siquiera aquellas que, además de discapacitadas y víctimas de minas, son ancianas. “A mis 62 años no tengo un sueldo ni de qué vivir porque he sido muy enferma. Aparte de la prótesis que tengo, que me está dando muchos dolores en la cintura y me quema el muñón, estuve 13 días hospitalizada hace dos meses por una neumonía que resultó de una crisis de asma. Vivo de lo que los hijos, cuando tienen trabajito, me dan”, dice Aurora Ibarra, una campesina de El Tambo (Cauca) que perdió la pierna derecha en agosto de 2005 cuando, tras dos semanas de combates de las Farc y el Ejército que dañaron las cercas de su parcela, se fue a buscar sus vacas y pisó una mina. Ahora está esperando el cambio de su prótesis, que vale 5 millones de pesos.

Esa lentitud en darles prelación es que, en un país donde ya hay 7,4 millones de víctimas oficialmente registradas, hay demasiados priorizados y es difícil atenderlos a todos con la misma premura.

Solo en esa resolución de la Unidad de Víctimas que establece quiénes son prioritarios hay al menos nueve categorías: las víctimas que vienen de Justicia y Paz, las que tenían su indemnización atrasada de un programa anterior en épocas de Álvaro Uribe, las que tengan una enfermedad terminal, las mujeres cabeza de hogar, las de violencia sexual, los niños que fueron reclutados, los adultos mayores y los LGBTI.

“Por la indemnización me llamaron desde el 2013 pero hasta el sol de hoy no me han llamado más”, dice Eris Ernelys Valencia.

No tienen cómo sostener a sus familias

Por su condición de doble condición de campesinos y discapacitados, muchas víctimas de minas no tienen cómo sostener a sus familias.

“Yo ya camino a las maravillas, pero esta tierra del Cauca es muy desnivelada y con la prótesis es tan difícil que al rato estoy muy adolorido. En el estado en que quedé lo que gano es poco, pero a uno le toca -así sea de arrastre- trabajar”, dice Wilmer González, un campesino de 36 años que vive de cosechar café o hacerle 'la limpia' a los cultivos en El Tambo. Está esperando un cambio de prótesis para su pie derecho, aunque sus perspectivas laborales no cambiarán mucho con ella.

Tampoco es más fácil para los que, en aras de recuperarse, trastean a sus familias a las ciudades. “A mí ninguna empresa me recibe así como estoy, que no puedo quedarme parado más de un rato. Como yo soy el que produzco para la familia, compré tres lavadoritas de ropa con una ayuda de emergencia de la Unidad [de Víctimas]”, cuenta Edelson Cassiani, un campesino de Montelíbano (Córdoba) que está esperando una operación desde que le explotó una mina en 2013 al salir de su cultivo de arroz.

Hace exactamente un año, en mayo de 2014, la directora de la Unidad Paula Gaviria y el DPS firmaron un acuerdo para poner en marcha proyectos productivos para víctimas de minas.

Pero, en palabras Reinel Barbosa, “sin trabajo, sin recursos, en zonas rurales, ¿cómo se va a superar el estado de vulnerabilidad? Por ahora es como un pescadito: nada por aquí, nada por allá”.

Fotos cortesía de la Campaña Colombiana contra Minas.

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