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Mientras las instituciones de este pueblo en el Huila confían en que la paz va llegar, muchos no la ven tan cerca, así la quieran también. 

En Algeciras, un pueblo a una hora larga de Neiva, la guerra dejó de ser paisaje. Los camiones salen repletos de banano, café, tomate y maracuyá; los niños juegan tranquilos en las calles con los ojos encandilados por el sol; la gente ya no se esconde por las noches a esperar los disparos y cilindros; y el alcalde Javier Rivera se pone la mano en el corazón cuando le hablan de la paz que puede firmarse en La Habana. Pero el miedo a que la columna móvil Teófilo Forero de las Farc, comandado por alias 'El Paisa', vuelva a bajar por las montañas a hacer presencia siempre está ahí. Siempre.

“Para mí la guerrilla está en hibernación”, dice Luis Enrique Reinoso, uno de los periodistas del pueblo, que transmite su noticiero en el canal 4 del pueblo todos los domingos. “Ellos están guardados esperando a ver que pasa, pero débiles jamás”, cuenta mientras se fuma su Mustang.

Algeciras es el espejo de lo que pasa en el país. Mientras las instituciones de este pueblo de casi 25 mil habitantes, casas de colores, y jeeps cafeteros, confían en que la paz va llegar y todos los días el alcalde Rivera se levanta con esa idea, muchos en el pueblo no la ven tan cerca, así la quieran y la vivan por ahora.

La espera de la paz

La última trinchera que le queda al pueblo es un arrume de bolsas verdes repletas de arena que hace rato no se usan. Antes, la entrada de Algeciras estaba llena de esos escondites para el Ejército.

 

Pero hace un mes exacto, justo cuando el pueblo celebraba sus 92 años y como muestra de confianza de la firma en Cuba, el alcalde Rivera mandó a quitarlas: “porque no queremos que la gente piense en Algeciras y lo primero que se le venga a la cabeza es guerra. Aquí ya no somos eso.”

La llegada a este pueblo huilense es un zig zag de curvas rodeadas por grandes montañas. “Por eso es que esa zona era tan estratégica para la guerrilla. Es un escondite perfecto”, dice el conductor del carro mientras llegamos. A la entrada se ve esa última trinchera diagonal al batallón del Ejército. Recostados en los sacos de arena, descansan dos soldados y a un par de pasos de ellos, un perro a punto de dormir.

Más adelante, ya en el casco urbano, está la plaza central, donde llegan camiones y camiones cargados con las cosechas y se encuentran los campesinos a descargar los productos. La gente se ve tranquila, es jueves y cada quien está en lo suyo. Pasan las motos, se ve a los niños caminando de la mano con sus mamás para el colegio, los de la alcaldía trabajan en un informe sobre desminado y Reinoso, el periodista, cuenta que la guerra de verdad se vivió arriba, a cuarenta minutos de Algeciras en moto, en la vereda El Paraíso.

Llegamos a la vereda, hasta la última casa, antes de la carretera que conduce a San Vicente del Caguán. Ahí estaba Doña Marina. Una viuda de 76 años que siempre ha vivido en la vereda atendiendo su tienda, la última antes de la trocha que conduce a la puerta de entrada del Caquetá. A pesar de las amenazas y presiones de la guerrilla, ella no ha dejado de atender un solo día su tienda. Cuenta que una vez llegaron cinco guerrilleros y le tocó prepararles un desayuno trancado antes de siguieran su camino a Caquetá. “No les cobré un centavo y les dije que tranquilos. Que buen viaje”, dice.

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“Mi esposo siempre me decía que ellos (la guerrilla) nunca se van a desarmar, así firmen la paz. Eso no se entrega así de fácil”, dice sentada al lado de la vitrina de su tienda.

En El Paraíso había milicianos, vestidos de jeans y saco, y aunque intentamos hablar con uno, nos dijo que iba a pensarlo y al final no quiso. La prevención a hablar de lo que se viene se nota. Varias personas con las que hablamos se negaron a ser citadas. “Eso que ellos hicieron en Conejo, Guajira,  aquí también lo hacen. Están haciendo propaganda a favor de una asamblea nacional constituyente. Vienen milicianos e repartirnos volantes”, dice uno de ellos.

En todo caso, en Algeciras están empeñados en dejar la guerra atrás. Por eso el alcalde nos dijo que la idea es quitar en máximo quince días la última trinchera “Queremos que antes de la firma aquí vean que solo vamos a estar preparados para la paz. No para la guerra”, dice.

Desde hace más de un año, calculan los algecireños, no se oyen disparos, ni se vive la guerra a la que han estado acostumbrados. Y los cálculos cuadran porque desde julio del año pasado, cuando la guerrilla anunció un cese unilateral del fuego, Algeciras dejó de vivir en el infierno de los combates. 

“La gente ya no vive con miedo, ni con esa zozobra de salir de noche. Uno se siente más libre”, dice Reinoso, el periodista.

“La guerrilla ya no se manifiesta como antes. Sabemos que están por ahí, metidos en la selva, pero nada más”, dice el alcalde.

Cuando el gobierno y las Farc decidieron sentarse a hablar, hace ya tres años, en Algeciras se sintió un cambio. “La actitud de todos es otra. Sentimos que ahora podemos vivir más tranquilos, que mientras ellos hablen y arreglen las cosas, nosotros estamos mejor”, nos dijo Saida, una joven de 23 años.

Por eso cuando el 23 de marzo no hubo firma, sintieron mucho miedo. “Acá nos aburrió mucho la noticia porque queremos que esa tranquilidad que venimos sintiendo no se nos vaya y que la paz llegue rápido”, dice Saida.

La Mesa en Cuba, de a poquitos, le ha dado dosis de tranquilidad a este pueblo. Poco a poco, con el repliegue de la guerrilla a la selva que queda entre Algeciras y San Vicente del Caguán, las carreteras se volvieron a transitar más tranquilas.

Eso ha reactivado el comercio y más en este pueblo que se autodefine como la “despensa agrícola del Huila”. Y no le queda para nada grande el nombre.

“Aquí crecen frutos hasta en las piedras”, cuenta otro lugareño. Crece desde yuca, tomate y café, que ahora está en periodo de cosecha y salen camionadas a Neiva y de ahí a otras ciudades, hasta amapola, una flor que hace años pintaba las montañas de rojo, y que con las fumigaciones y ahora con la ausencia de guerrilla para que cuide los cultivos base para la producción de heroína como antes, ya no se ve.

Por eso para el alcalde Rivera no hay de otra que la paz. “Yo soy un convencido. Llevo  46 años, todos vividos aquí y quiero, de verdad, que la calma que hoy sentimos se quede para siempre”, dice. “Ya pusimos los muertos, vivimos el atraso y el peso de ser productores de guerra. Ahora queremos ser productores de paz”.

Una paz que aunque no se ha firmado con puño y letra en La Habana, en Algeciras ya la firmaron sus habitantes.

La guerra que dejan atrás

Desde esas trincheras que ya no están, se cruzaron por años las balas los soldados del Ejército y los de la columna móvil Teófilo Forero, al mando de Hernán Darío Velásquez, alias ‘El Paisa’.

El mismo que voló El Nogal, que secuestró el edificio Miraflores en Neiva, que mandó a talar los árboles, como cuentan en el pueblo, para que las alas del avión de Aires aterrizara sin problema cerca del municipio de Hobo para llevarse al entonces senador Jorge Eduardo Géchem.

El mismo que antes de entrar a las filas de la guerrilla, hizo parte de la red de sicarios de Pablo Escobar. “Era un matón más. No un tipo notable de la mafia. Si él quería hablar con el patrón yo le llevaba las razones”, le dijo a La Silla Jhon Jairo Velásquez, alias ‘Popeye’.

Y el mismo que sin verlo, todos reconocen en Algeciras. Unos dicen que es alto y fortachón, otros que es calvo, otros que es más bajito. Pero todos saben que es el protagonista de una guerra que cargan en la memoria.

A Algeciras llegó ‘El paisa’ a comienzos de los noventas, apenas salió de la cárcel. Aunque en el pueblo la mayoría dice que jamás lo han visto, un funcionario de la alcaldía cuenta que vivió en la que ahora es la casa de la cultura, cuando era el escolta de un mafioso que llegó a la zona. “El tipo lo cuidaba, pero no se metía con la gente”, dice.

Se enteraron que iba para La Habana por los noticieros. “Yo vi por televisión que se iba para allá y la verdad me alegró mucho”, dice el alcalde. “Si está allá es porque se va a desmovilizar y su gente también.”

Durante dos días, antes de que se fuera para Cuba, dicen en el pueblo que vieron aviones sobrevolando la zona.

Pero hay quienes creen que su llegada a La Habana no significa nada hasta que no haya firma. “Él es el seguro de vida que tiene la guerrilla. Si no se firman los acuerdos, él es de la inteligencia militar, el de las armas duras”, nos dijo una persona que pidió no ser citada.

Porque si algo ha vivido de cerca Algeciras, es la capacidad letal que tiene la Teófilo Forero.

Para todos hay un antes y un después de la historia de los “patrulleritos”. Cinco niños que la Policía tenía como los cuidanderos del pueblo y el 12 de noviembre de 1990, antes de que El Paisa llegara a esas filas, la guerrilla les lanzó un cilindro y los mató al pie de la carretera que conduce al pueblo.  

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Esa masacre y la toma del 2000, son los dos episodios más crudos para ellos. En esa toma,  cuenta Reinoso, el periodista de los Mustangs, que: “vimos bajar de la montaña como un río a unos cuatro mil guerrilleros. La gente salió corriendo, otra se escondió en sus casas y comenzaron a sonar esos cilindros, uno tras otro. Fue muy duro.”

“Al otro día amanecieron por ahí unos dedos tirados en la calle y una pierna”, nos contó Raúl, un algecireño que en ese entonces no pasaba de quince años y tiene nítido en su cabeza el recuerdo de estar con su abuelo, encerrados en la casa y ver cómo el estruendo tumbaba los santos de porcelana de la repisa. “Eso era como ver venir al diablo”, remata.

Tan vecina se volvió la guerra, que entre los pobladores había reglas para resistir. Que nadie, así los guerrilleros mandaran a decir o no, saliera por las noches; que nadie le pasara información al Ejército porque al otro día alguien amanecía muerto por ahí.

Y la más impactante de todas: que cuando explotaran los cilindros, un sonido que ya era tan común como el del motor de un camión, todas las familias se escondieran en los baños de sus casas. “Como los baños tienen plancha encima porque arriba está el tanque, ahí uno está más protegido que en cualquier otro sitio de la casa. Y aquí eso se volvió casi que regla de supervivencia”, le contaba a La Silla el alcalde.

Ahora que no han vuelto oír disparos, ni caen cilindros como lluvia, el pueblo vive más tranquilo. Aunque la regla silenciosa de la guerrilla, la de las vacunas, sigue vigente. “Acá nos siguen cobrando el 1 por ciento de todas las cosechas. Existe una cosa que se llama ‘el banco de la montaña’ y es que ellos nos mandan a decir con los de la junta de acción comunal en qué montaña van a cobrar el impuesto y allá nos toca ir”, dice otro campesino.

De hecho, la Teófilo llegó a entregarle un ‘manual de convivencia’, durante los años de la zona de distensión, entre 1999 y 2002, a las juntas de acción comunal del pueblo, según una fuente. Las normas eran claras: no se podía contaminar el agua del río Neiva, ni talar árboles; el que se agarraba a puños con otro tenía que pagarle un millón de pesos y el que matara a otro lo mataban.

Aunque Algeciras no quedó dentro de esa zona, creada por el gobierno de Andrés Pastrana para negociar con la guerrilla, era como si lo estuviera, por ser una de las puertas de entrada. “Aquí pasaban todos los días senadores, periodistas, ministros en su camino a la zona de despeje”, dice Reinoso.

Por eso, como en todo pueblo dominado por la guerrilla, eran los jueces. Aparte de resolver las riñas o los problemas de plata, también resolvían litigios por herencias. “Se moría alguien y ellos decidían quién se quedaba con las vacas, quien con la finca, quien con las gallinas. Todo era así”,nos contaba el periodista.

Los que resisten

Entre el fantasma de ‘El Paisa’ y el desmonte de las trincheras, los algecireños esperan la firma de la paz por motivos muy diversos.

Unos esperan que si se llega a un acuerdo, los veinte presos en casa por cárcel que ahora se calcula viven en el pueblo por ‘rebelión’, logren algún beneficio. “Yo espero todos los días esa firma porque se le puede resolver la situación a mi papá”, nos contó una persona.

Aunque no se sabe exactamente cuántos presos hay, en Algeciras son comunes las historias de personas acusadas por rebelión. Con tantos años de convivencia entre los habitantes y la guerrilla, las relaciones llegaron a ser estrechas y en muchos casos la gente ayudaba a las Farc por miedo a que los mataran. “Uno ha sobrevivido aquí porque mi dios es muy grande”, dice doña Marina.

Por eso ella espera, a sus 76 años: “que mis rezos se cumplan y no vivamos más con miedo”, dice con sus candongas doradas y su vestido verde limón, sentada a la entrada de su tienda.

Otros, como el grupo de ‘Legionarios’, una organización de 150 habitantes del municipio que con permiso de ‘El Paisa’, como nos confirmó uno de sus integrantes, iban por las veredas a sembrar árboles y hacer talleres de teatro a los niños, pero que no han seguido porque la misma guerrilla hace un tiempo los desautorizó: “podamos volver a hacerlo, como una forma de ayudar a que la paz no tenga que empezar desde Cuba, sino desde nosotros”, nos dijo uno de ellos.

Y otros como don Jaime Castro, un campesino de 77 años con los cachetes arrugados y la piel tostada por el sol: “para llegar a mis ochenta y cumplir un sueño: ver con mis propios ojos de frente a la paz.”

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