Fuimos tras el rastro de los líderes asesinados en el sur de Córdoba y encontramos un pueblo en medio de la guerra entre narcos que hay en el Bajo Cauca. Crónica.
Los líderes (y todo el mundo) están bajo fuego en Uré
San José de Uré, el pueblo del sur de Córdoba que más está padeciendo el reciclaje de la guerra en el Bajo Cauca antioqueño. Fotos: Laura Ardila
Este año en San José de Uré han matado a tres líderes sociales.
Uré es el pueblo de Córdoba en el que más líderes han sido asesinados en 2018: Plinio Pulgarín. Antonio Vargas. Arturo Royet.
Córdoba, a su vez, es el departamento del Caribe que más cuota ha puesto este año en la tragedia que es esa matanza nacional: cuatro. Los tres de Uré más Orlando Negrete, presidente de una Junta de Acción Comunal en el municipio de Tierralta, del sur al igual que Uré.
El dato con el que inició esta reportería señalaba que esa cifra era de nueve, cuatro de ellos en Uré. Entrevistas en terreno sobre la vida y actividades de las víctimas y datos de la Defensoría del Pueblo, que también averigua yendo a los territorios, ayudó a precisarla.
¿Cuál es el rastro de los tres líderes uresanos asesinados?
Tres horas de carretera desde Montería hacia la subregión del alto San Jorge, y una hora y media más a partir del municipio de Montelíbano por una vía en regular estado, y estamos en San José de Uré. Al ladito del Bajo Cauca antioqueño.
Para más señas, por el camino, la planta de Cerro Matoso. Es la empresa que hace 36 años explota la mina de ferroníquel a cielo abierto más grande del continente y cuarta del mundo.
La mina queda en terrenos de Uré, pero su jurisdicción la tiene Montelíbano. Hasta 2007, Uré era corregimiento de Montelíbano
Es la tercera semana de julio de 2018.
No más llegar, para ir entendiendo.
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En este pueblo no hay luz hace casi 24 horas. Ni comunicaciones. La antena del único operador de celular que funciona en estas lejuras no sirve sin energía.
A las 10 de la mañana, cuando todo el mundo está derretido del calor, sólo se oye ruido de motos, principal medio de transporte aquí.
Podría tratarse nada más de un día aburrido. Pero estamos en guerra. Y el riesgo es que, al desamparo de la incomunicación, a uno de los bandos se le dé por liderar una toma armada en cualquier momento.
En este pueblo de vías pavimentadas, mucho comercio y casas todavía llenas de publicidad de políticos, no hay ni Policía ni Alcalde.
O, bueno, sí, pero así: cuentan con 12 policías para 14 mil habitantes, es decir, uno por cada 1.166 personas. Y el alcalde, Luis José González Acosta, del Partido de La U, llega de visita cada semana o cada 15 días.
Le dicen “el espíritu santo” porque se sabe que existe pero nadie lo ve.
Sin esquema de protección, aunque lo ha pedido, quien casi siempre atiende los asuntos administrativos que le son posibles es el secretario de Gobierno, Ubaldo Mercado. Hoy no está. Sin luz, la Alcaldía funciona todavía más a medias.
Este pueblo, San José de Uré, está bajo la ley y el fuego de los narcos del Clan del Golfo:
La ley de la justicia que administran, al estilo de lo que hacían cuando muchos de sus miembros eran de las Autodefensas Unidas de Colombia, decidiendo sobre la vida cotidiana de la gente.
Una pelea de pareja. Una deuda sin cancelar. Cualquier conflicto entre vecinos. En las calles es un secreto a voces, que muchos comentan pero nadie sostiene, obvio, que casi siempre esos asuntos pasan por los jefes del Clan que al momento se encuentren allí residiendo.
Ellos deciden quién tiene la razón e imponen castigos. Ponen multas de un millón de pesos al que pelee en público y matan al que robe sin su autorización.
Dan permisos para vender drogas. Extorsionan desde el vendedor de minutos de celular hasta a algunos secretarios de la Alcaldía.
El fuego es, sobre todo, por la guerra que se desató a fines del año pasado en el vecino Bajo Cauca antioqueño entre ese grupo y una de sus estructuras por el negocio de la droga y por el territorio.
Antes de eso, tras el preagrupamiento de las Farc para dejar las armas en 2015, el Clan venía ocupando el territorio que había sido de la guerrilla y dominaba en tensa calma.
El conflicto de ahora ayuda a entender por qué en este pueblo los homicidios se han disparado en un 650 por ciento entre el año pasado y este: de contar dos muertos en 2017 pasaron a sumar 13 en lo que va de 2018 (dato de la Alcaldía).
Este pueblo, de hecho, es el segundo pueblo de Colombia en el que más han aumentado porcentualmente ese tipo de muertes, según el Censo delictivo de la Fiscalía a junio. El primero es Convención, en el Catatumbo, que está en medio del conflicto entre las guerrillas del EPL y el ELN, en esa región.
De enero a la fecha, van aquí ya tres desplazamientos masivos. Son 245 familias, varias de los pueblos zenú y embera, las que han tenido que abandonar sus casas y tierras en la zona rural por la amenaza de los armados ilegales.
Allí en lo rural, en donde vive la mitad de su población de 14 mil, hay combates permanentes en los límites con Tarazá (Antioquia) entre el Clan y los Caparrapos, como es conocida la disidencia.
“Caen muertos de los dos grupos, pero ninguna autoridad se mete a sacar los cuerpos ni a contabilizarlos, así que lo que sabemos es que el golero debe estar comiendo gente a sus anchas”, dice un funcionario local que no será mencionado por su seguridad. Así como tampoco ninguna de las personas que hablaron de manera extraoficial para esta historia.
En el casco urbano, residencia del resto de habitantes, la presencia de miembros de las dos facciones es un poco menos obvia pero casi igual de tensionante. No se ven armados por las calles. Aunque tienen ojos y oídos por todas partes. “Puntos”, les dicen.
Casi a mediodía, seis niños en chanclas juegan fútbol en la cancha de tierra al lado del comando de la Policía:
- ¡Hey, pilas, yo soy Mbappé!
Grita uno, encaramado en uno de los arcos.
A pocos metros, en la puerta del comando, cuatro policías, apenados, me explican que no han podido ubicar al comandante para que venga a hablar conmigo porque sin luz los radios no les funcionan y los celulares… bueno, ya saben lo de la antena.
Sólo uno tiene puesto chaleco antibalas.
“La orden es que no podemos salir sin chaleco, pero aquí en la puerta no creo que haya problema. Bueno, creo que es más grave esto de no poder comunicarnos, porque si pasa algo uno cómo pide ayuda, y la luz quién sabe. Dicen que se dañó un transformador, pero Electricaribe ya lo mandó, viene de Sincelejo”, comenta el que está al lado.
Sincelejo está a siete horas.
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A Plinio Pulgarín lo mataron el jueves 18 de enero de este año. Vivía en la vereda San Pedrito del corregimiento de Versalles.
San José de Uré tiene 86 veredas y nueve corregimientos.
Acababa de ser elegido como presidente de su Junta de Acción Comunal. De acuerdo a la Defensoría del Pueblo, hacía parte del programa de sustitución de coca, pero no ejercía un liderazgo en ese sentido.
En el pueblo lo destacan más porque organizaba torneos de fútbol y llevaba tiempo pidiendo a la Alcaldía que mandara maquinaria para abrir un camino en San Pedrito.
A las 6 de la mañana llegaron unos tipos armados a su casa, preguntaron por él, le dispararon.
Tenía 35 años, esposa y dos hijos.
Después de matarlo, los mismos tipos convocaron a una reunión al resto de habitantes del sector, les anunciaron que ellos eran los Caparrapos, que ahora mandaban allí y que mejor se largaran.
Así se lo contaron las víctimas a las autoridades luego.
El éxodo fue inmediato: 131 familias salieron despavoridas. El primer desplazamiento masivo del año en San José de Uré.
Y también la primera evidencia, o al menos de las primeras evidencias, de que el Clan del Golfo ya no estaba actuando unido en esta zona y que se avecinaba un conflicto más.
El mensaje de terror de los que dijeron llamarse Caparrapos lo dejó claro.
Catorce días después, el primero de febrero, asesinaron a Antonio Vargas. No llegaba a los 40, era casado.
Trabajaba como tesorero de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Ilusión, corregimiento de Batatalito, en límites con Tarazá.
En un hecho que demuestra la complejidad del conflicto, según cuatro versiones desde el territorio, estaba en su casa, picando hoja de coca de su cultivo para venderla al Clan, cuando le dispararon. Y también estaba acogido al programa de sustitución, de acuerdo a la Defensoría.
Es complejo porque en las zonas en guerra los líderes sociales, y los campesinos en general, malviven en un sándwich permanente entre el Estado y el armado ilegal que se convierte en Estado a la fuerza para ellos, en una dinámica que hace que terminen relacionados unos con otros.
A veces por la fuerza, a veces más voluntariamente.
Varias víctimas y otros conocedores me contaron en este viaje que al primero que suele buscar un jefe de banda cuando llega a una vereda es al presidente de Junta de Acción Comunal para que le coordine desde la estadía hasta las reuniones con la comunidad.
La semana pasada, la casa de uno de los hermanos de Antonio Vargas fue atacada con una granada. Aún no hay explicación oficial al hecho.
Tras su muerte no hubo orden explícita de desplazarse. Pero 25 familias prefirieron marcharse muy asustadas, en lo que fue el segundo desplazamiento masivo de 2018 en este pueblo.
El tercero, y último hasta el momento, ocurrió el día 18 de febrero, apenas semanas después del asesinato de Antonio Vargas.
Esa vez fueron 89 familias más las que se desplazaron luego de un enfrentamiento entre el Clan del Golfo y los Caparrapos en las veredas El Cerro y Porvenir.
Ninguna de las 245 familias que, en total, se han desplazado del área rural de Uré este año han podido retornar porque cuando lo han intentado aparecen hombres de armas largas y camuflado advirtiendoles que se vayan. Así lo informan funcionarios locales y la Defensoría del Pueblo.
Ya en marzo, el 6, la víctima fue Arturo Royet.
Residente en una vereda llamada Santa Isabel, a unos 10 minutos del casco urbano de Uré, Arturo, que no hacía parte de ninguna Junta de Acción Comunal, pero era un reconocido líder combativo, que protestaba por la falta de vías y exigía desarrollo a la Alcaldía, no hacía parte del programa de sustitución. Ni siquiera residía en zona cercana a cultivos de uso ilícito.
Vivía con su esposa y cuatro hijos. Dicen en el pueblo que sus asesinos llegaron preguntando por él y que él aceptó ir a hablar con ellos a una finca. Nada más.
La realidad es que ninguno de los casos está esclarecido oficialmente, aunque la Policía y el Ejército atribuyen las muertes de esos tres líderes sociales uresanos a los Caparrapos y su guerra con el Clan.
“Cuando un armado entra a una zona para dominarla, lo primero que suele hacer es generar actos de terror para demostrar poder, la gente queda en la mitad”, dice un experto.
El Ejército, por cierto, entró al pueblo tras el noveno homicidio del año registrado en San José de Uré. Dicen allí que hacía al menos una década no veían tropa en el casco urbano. Sienten que gracias a eso no hubo problemas para votar.
“San José de Uré es nuestro dolor de cabeza”, reconoce el coronel Gabriel Marín, comandante de la Brigada XI, que tiene jurisdicción en todo Córdoba, en los seis municipios del Bajo Cauca y en la mojana sucreña, y quien me atendió en su oficina en Montería.
El Coronel, que desde el Ejército y junto a la Policía lidera la operación Agamenón II para combatir al Clan del Golfo, afirma que haber llenado en ese momento el área de tropa sirvió para revertir la tendencia al alza de los homicidios, pues desde mayo no se registra ninguno.
Aunque en un momento el Ejército sintió que esa entrada terminó por convertirse en una suerte de escudo para las dos estructuras enfrentadas, pues en el área rural los militares quedaron entre la una y la otra.
“Uno ya no sabe ni contra cuál de los dos está peleando”, dice el Coronel.
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La historia de esta nueva cara de la guerra en el Bajo Cauca, armada a partir de la información de inteligencia del Ejército, de las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo y de gente en el territorio, arranca a fines del año pasado.
Ocurre cuando, tras la muerte de Gavilán, el segundo al mando del Clan del Golfo, una de las cuatro estructuras que integraban esta banda decide que quiere independizarse y dominar el Bajo Cauca, quitándole el negocio del narcotráfico a Otoniel, el jefe mayor, justo ahora que él está negociando su entrega con el Gobierno.
Justamente, si algo complejiza y dificulta ese eventual sometimiento del Clan del Golfo liderado por Otoniel es esta realidad de que su organización no es jerárquica y, a la luz de las evidencias, tienen al menos una disidencia que se quedaría por fuera por ahora.
Esa estructura es conocida como la Virgilio Peralta. En el camino de su nueva empresa, terminó aliada con unos narcos llamados los Caparrapos, porque al parecer algunos de sus miembros tienen orígenes en Caparrapí, Cundinamarca. Los Caparrapos antes trabajaban con el paramilitar Cuco Vanoy, que se desmovilizó en 2006 junto al Bloque Minero que comandaba.
Algunos, incluso entre las autoridades, creen que a la alianza Virgilio Peralta-Caparrapos la está financiando uno de los carteles mexicanos que han sido socios o clientes del Clan del Golfo. Eso explicaría de dónde sacaron más hombres y más armas para poder rebelarse contra sus antiguos aliados.
La supuesta presencia de los mexicanos en la zona no está probada oficialmente, pero lo que un investigador, que pidió no ser citado, cree es que ellos están viniendo al país a patrocinar directamente a algunos grupos para garantizar el flujo de mercancía.
Ese flujo de droga empezó a no estar tan garantizado tras el desarme de las Farc y ante la proliferación de distintas bandas de narcos, que generaron una suerte de desorden en el mercado. "Hoy cualquiera le vende a cualquiera", opina el experto.
Desde que los Caparrapos declararon la guerra al Clan se dispararon los homicidios en el Bajo Cauca y en Uré. Los máximos líderes de esa disidencia son conocidos como Flechas y Caín. Y el grueso de sus hombres, ¿cuántos? no se sabe a ciencia cierta, están concentrados en los vecinos Cáceres y Tarazá.
Allí en el Bajo Cauca han logrado hacer otras alianzas para pelearle al Clan del Golfo. Según el Ejército, en Cáceres se aliaron con el ELN. Y en Tarazá con el que las autoridades llaman “residual 36”, porque es una disidencia del otrora frente 36 de las Farc.
Uré es la puerta de entrada a Córdoba de esa guerra que viene subiendo como leche que hierve desde Antioquia.
Córdoba es el único departamento del Caribe por el que pasa toda la cadena del narcotráfico: tiene grandes extensiones de cultivos de coca (2.668, según el monitoreo más actualizado de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), sitios de transformación, rutas y puntos en su Costa para la exportación.
Uré es el ombligo de su sur. Clave no sólo por sus cultivos (de los cuales 500 hectáreas ya están acogidas al programa de sustitución de cultivos ilícitos) sino para el tránsito:
Una de las rutas del narcotráfico es, por ejemplo, Tarazá, su vereda La Caucana, el corregimiento Manizales, San José de Uré, el municipio de Valencia. Y de ahí a Montería y la zona costanera para concretar los envíos.
Este pueblo, que alguna vez fue un palenque, tiene paso hacia las costas de Córdoba y Sucre y también hacia el Golfo de Urabá. Y, a diferencia de los municipios sureños del alto Sinú, es más plano.
No es algo menor ganar su dominio.
Por eso a su gente le ha tocado padecer muchas de las formas del conflicto colombiano, que se recicla y se recicla en una espiral descendente que aquí, parada en San José de Uré, sin luz y sin comunicaciones, se siente más infinita que nunca:
Tres frentes de las Farc, los paramilitares y su Bloque Mineros, las Águilas Negras, los Paisas, la guerra entre las Águilas Negras y los Paisas, la “paz” que hicieron las Águilas Negras y los Paisas, que les impusieron a los uresanos hasta fronteras imaginarias; el Clan del Golfo, los Caparrapos...
En el patio de una casa, uno de sus habitantes me cuenta que desde niño fue testigo de secuestros, de convocatorias armadas para reunir a los vecinos, de historias de pedazos de cuerpos encontrados en la zona rural.
“Vea, usted aquí vive bajo el yugo de esa gente. Siempre”.