Un viaje por un país bloqueado

Un viaje por un país bloqueado

El miércoles, 26 de mayo, iniciamos con Pollo un largo trayecto en su moto desde Cartago hasta Buga para tratar de entender mejor los bloqueos. El ambiente es tenso, pero Pollo va tranquilo. No se inquieta, tal vez, porque el estallido social del Valle no le es ajeno.

Una semana antes, cuando el Esmad se enfrentó a un grupo de manifestantes que estaba bloqueando la vía que atraviesa Cartago, Pollo salió a tirarles piedras a los agentes de la policía.

“A mí me gusta ir contra la autoridad, pero sobre todo me gusta ir contra la injusticia —grita, para que yo lo oiga, mientras conduce la moto.

Pollo creció toda su vida en este pueblo del Valle, tiene 43 años y cursó solo bachillerato. Nunca estudió nada más, y desde entonces se dedica a trabajar “en lo que resulte” en Cartago con su moto, que se compró con los ahorros después de trabajar en una empresa de control de calidad de vías: hace domicilios, de mototaxi, o en una tienda de comida.

Prefiere no decir su nombre para esta historia, porque su familia, que es de derecha, no está de acuerdo con su forma de pensar: “Yo odio al uribismo y estoy cansado de que a este país lo gobiernen las mismas familias de siempre —dice mientras pasamos el bloqueo en La Paila— Odio a los h... de Uribe y Duque”.

La Paila queda a 40 minutos de Cartago. Cuando llegamos a este punto, unos encapuchados habían atravesado las señales de tránsito de lado a lado bloqueando el paso con barriles y barricadas. Algunas todavía humeaban.

Eran las 4:00 de la tarde. Donde antes decía “La Paila a 400 m”, pintaron con aerosol “La Paila 420 Antiuribista”. 420 es el número con el que se hace referencia al consumo de marihuana.

La Paila es un corregimiento del Zarzal, en el Valle del Cauca, y un paso obligado en la vía entre Cartago y Tuluá, y entre Bogotá o Medellín y Buenaventura. Casi exactamente el punto medio en la ruta que normalmente hace el bus entre Medellín y Buenaventura. El que yo habría cogido, si no fuera por los bloqueos.

Pero ese día, casi un mes después de que comenzó el estallido social en el país a raíz de la reforma tributaria que presentó el gobierno de Iván Duque, ese recorrido sólo era posible en moto.

Desde el 28 de abril las empresas de transporte en Medellín suspendieron las rutas hacia el Suroccidente y el Eje Cafetero por bloqueos totales o intermitentes en las vías. En la semana del 17 de mayo se restableció la movilidad en el Eje Cafetero gracias a las negociaciones entre manifestantes y los gobiernos locales o porque fueron levantados por la Fuerza Pública. Pero hacia el Valle, los bloqueos persistían.

En la Paila el bloqueo estaba a cargo de cinco, máximo seis encapuchados. No parecían armados. Solo estaban allí, unos parados y otros sentados, a ambos lados de la vía, esperando carros para bloquear. Pero la vía estaba solísima, y Pollo esquivó las vallas y pasamos sin problema.

Cuando pasamos cerca a Tulúa la carretera estaba militarizada. A metros del pueblo, los agentes del Esmad estaban poniéndose los uniformes, y el Ejército nos desvió para evitar los bloqueos en la entrada del municipio. Ya no había rastros del incendio del Palacio de Justicia la noche anterior, ni de las manifestaciones. La carretera era una línea recta deshabitada.

El bloqueo grande estaba llegando a Buga.

Buga: el bloqueo del sur

“El que no pita no pasa. Piten duro esas hijueputas motos”, nos dijo un encapuchado que bloqueaba la vía, a 10 kilómetros de Buga.

Hasta ahí, los bloqueos en la vía habían sido con vallas de tránsito, postes de luz y troncos de árboles atravesados en la calle. Nadie los cuidaba, pero nadie se atrevía a moverlos. Estaban ubicados cada dos o tres kilómetros en los 60 que distancian a La Paila de Buga.

Un viaje por un país bloqueado

Cada uno parecía más estratégico que el anterior: varios impedían la entrada a los retornos o estaban ubicados antes de un pedazo muy arborizado de la vía, convirtiendo el tramo en un callejón oscuro. 

Los bloqueos en Buga habían iniciado desde el primer día del paro y no solo se habían sostenido en el tiempo, sino que habían resistido a los enfrentamientos con la Fuerza Pública, que habían dejado varios heridos entre manifestantes y agentes del Esmad.  

Era allí donde se cortaba la comunicación entre el centro del país y Buenaventura.

A veces el Esmad lograba hacer retroceder a los manifestantes. Pero estos sencillamente se relocalizaban en otro punto. Y así sucesivamente.

En el lugar donde nos pararon, los manifestantes habían levantado un campamento. Dormían en dos carpas al lado de la carretera. Había muchos. La mayoría hombres, la mayoría jóvenes, todos con las caras cubiertas. 

Uno de los encapuchados nos hizo bajar de la moto. Requisó a Pollo en la cintura y me hizo abrir el bolso. Al Renault Clio que venía detrás de nosotros le hicieron abrir el baúl mientras dos encapuchados revisaban lo que había adentro. No vimos Policía ni Ejército cerca.

En los kilómetros siguientes hubo varios bloqueos como ese.  Pollo los esquivó todos. Hasta que, cuando ya divisamos las casas de Buga, un encapuchado nos impidió el paso. Cuando le insistimos que nos dejara entrar a la ciudad, se mostró condescendiente: “Yo los dejo pasar por hoy, pero mañana no pasa nadie —nos dijo, como si fuera la autoridad— Ustedes entienden que todos debemos apoyar el paro, ya el 28 se cumple un mes y mire lo que nos hacen a los pobres”.

* * * 

En la noche el barrio Uninorte de Buga es a la vez una fiesta y un territorio de nadie. “Es otra Buga, tienen su propia ley”, me dice Daniela Bermúdez, estudiante de comunicación social de la Universidad del Valle y quien me acompañó esa noche a recorrer la ciudad. 

El barrio es muy pobre y le debe su nombre a un conjunto de apartamentos de interés social que se llama así. Uninorte está ubicado en un punto estratégico de Buga, entre la autopista Panamericana y la carrera octava, que atraviesan la ciudad de norte a sur. 

Por la Panamericana pasan los vehículos desde Tuluá que van al sur del país –pasando por Cali– o hacia Buenaventura en el Occidente. Y hasta el 25 de mayo, cuando inició el bloqueo, la octava era el paso alterno para los camiones que llevaban insumos de primera necesidad.

El bloqueo en este punto inició después de que el Esmad había levantado otros en la misma vía hacia el sur de Buga. Pero en Uninorte el bloqueo tenía otro matiz: al control que los manifestantes tenían sobre la vía, se sumaba la inseguridad del barrio donde son frecuentes los enfrentamientos a bala y machete entre los residentes; y una situación social compleja, de jóvenes con pocas oportunidades de estudio y de trabajo que encontraron en el paro –y los bloqueos– un espacio para compartir.

Daniela y yo llegamos a las nueve de la noche con dos jóvenes de la primera línea de Buga (los que se enfrentan de primeras al Esmad), que conocimos horas antes en un “cabildo popular” en Palo Blanco. Lo convocaron los mismos habitantes de ese barrio, ubicado en el centroriente del municipio para discutir la agenda de la movilización social en Buga y las afectaciones de un enfrentamiento entre la primera línea y el Esmad justo después de que los primeros instalaran un bloqueo temporal en el sector.

Al espacio asistieron jóvenes, varios de ellos de la primera línea, y otros habitantes que han aportado a la movilización social. Entre ellos está Tulia Mercedes Barreto, la mamá de la periodista Claudia Gurisatti, quien desde el inicio del paro ha sido intermediaria de algunos manifestantes capturados durante los enfrentamientos con la Fuerza Pública para que sean liberados. 

También El Gordo y El Negro, de la primera línea, quienes tienen 29 y 25 años respectivamente. Trabajan de manera independiente en su propio taller de carros e importando ropa del exterior y viven cómodamente, pero sin excesos. Se parecen poco a los jóvenes que esa noche estaban concentrados en Uninorte. 

El Negro es alto, grande y musculoso. Dice que hace parte de la primera línea porque quiere que su mamá “tenga una pensión digna”. Cuando lo dice se le quiebra la voz. Pero después adopta la actitud de un líder.  Así se ve ahora que lleva más de 20 días en la calle, enfrentándose a la Fuerza Pública. 

Camina y saluda a los jóvenes que están en el bloqueo de Uninorte, recoge insumos médicos en una casa del barrio y revisa que no esté cerca la Policía. “No me gusta cuando vienen pelados nuevos a mandar y desconocen a los que llevamos ahí varios días y tenemos un recorrido”, me dice. Se siente importante.

El Gordo, en cambio, es delgado y pareciera que cualquier cosa podría derribarlo. Pero es uno de los más reconocidos de Resistencia Buga, como conocen la primera línea de la ciudad, y, sobre todo, tiene una gran capacidad para liderar: en su carro transporta insumos médicos y les abre las puertas de su casa a otros jóvenes de la primera línea. 

“Yo sé que hay muchos que no nacieron con las mismas posibilidades que uno, entonces hay que luchar por las injusticias”, nos explica. 

Desde los primeros días del paro decidió quitarse la capucha, apoyar la primera línea sin enfrentarse con el Esmad y hablar con medios de comunicación y en videos que circulan en los grupos de Facebook y WhatsApp del municipio. Se convirtió en la cara visible de los jóvenes de Buga que persisten en puntos de concentración y bloqueos y, también por eso, es uno de los más amenazados.

Él y El Negro se encapucharon por primera vez el 30 de abril y también desde ese día bloquearon las calles y entraron de lleno a enfrentarse al Esmad. Nos dicen que ellos y varios amigos llegaron a hacer parte de la primera línea después de que el Esmad tratara de dispersar una concentración de manifestantes el 29 de abril en el sector de Palo Blanco y para evitar que los gases lacrimógenos les cayeran a los habitantes dentro de sus casas.

Pero desde hace días varios panfletos empezaron a circular por la ciudad y a algunos de los primera línea, como a El Gordo, lo señalan con nombre propio. “Pero ya no tenemos miedo —dice— si a uno lo van a matar, no lo amenazan”.

En la octava, donde estaban los bloqueos, la tensión de que apareciera una tanqueta del Esmad para hacer retroceder la concentración del bloqueo se camufla en ambiente de fiesta. 

Al norte de una calle estaba oscura, alumbrada solo por el fuego de las barricadas y unas pocas lámparas del alumbrado público, la música está a todo volúmen. 

El sonido es tan nítido que desde el conjunto de apartamentos, en Uninorte, varias personas tararean la música.

Sabían que la Fuerza Pública entraría por el norte si llegaba a levantar el bloqueo, y por eso la primera línea estaba dividida en grupos a lo largo de la vía —que habían bloqueado con ramas de árboles, señales de tránsito que arrancaron y tubos de metal— para poder avisar con tiempo a quienes estaban más atrás.  

Si la Fuerza Pública llegaba, los grupos del norte alertarían a la barricada de atrás, golpeando con palos o piedras ese metal, esa barricada haría lo mismo para avisar a la siguiente y así, sucesivamente, hasta que todos estuvieran preparados para el enfrentamiento.

Mientras eso sucedía, El Negro y El Gordo aprovecharon para saludar a los de las barricadas. La mayoría eran hombres y jóvenes; casi ninguno llevaba capucha, pero casi todos tenían colgada al cuello la camiseta que les serviría para taparse la cara y protegerse de los gases lacrimógenos si había enfrentamiento. 

En una esquina, sentados sobre una banca larga fuera de una casa, un grupo de jóvenes y una señora estaban conversando y tomando cerveza. No eran los únicos que presenciaban el bloqueo, como si se tratara de un espectáculo en una noche tranquila en el barrio.

En la esquina siguiente un grupo de jóvenes, al lado de una carpa, alistaban palos y machetes. Metros más adelante, otros fumaban marihuana, mientras derribaban un poste de madera. 

Casi todos tomaban cerveza. Esas botellas les servirían después para construir las bombas molotov que lanzarían a la Fuerza Pública. Algunas estaban ya dispuestas y listas para usar en el separador de la doble calzada. 

“Hoy sí nos quedamos a trasnochar”, le dijo El Negro a una mujer que iba en nuestro grupo.

En varios barrios de Buga, los vecinos apoyan las protestas. Y les donan comida e insumos médicos a los jóvenes que permanecen en los bloqueos. Pero también allá se han visto civiles armados que les disparan a los manifestantes. 

Varios de los jóvenes de la primera línea han sido individualizados, amenazados en panfletos y perseguidos hasta sus casas por vehículos de personas desconocidas. Pero no están tan interesados en mantener la clandestinidad. 

“Aquí nunca habíamos visto al Esmad — me dice Daniela, que apoya la primera línea porque está de acuerdo con el paro y le da rabia la represión policial del último mes— esta resistencia se viene a ver ahora”.

Buga es la ciudad que se hizo visible en el paro por sostener durante un mes los bloqueos al puerto más importante del país y de paso poner en jaque la economía nacional, sin que la Fuerza Pública haya podido levantarlos y sin que las negociaciones con el Comité del Paro los haya hecho ceder. 

Varios de los jóvenes de la primera línea, entre los que están El Negro y El Gordo, no hacen parte del Comité del Paro ni tienen relación con él, pero reconocen las exigencias del paro nacional. Más bien persisten en la calle por sus propias motivaciones y porque ya hacen parte de un movimiento local que ha adquirido relevancia en esa región.

El paro lo hacen los camiones

Esa noche dormimos en Buga. Pollo volvió a Cartago, y yo salí al día siguiente hacia Buenaventura en un mototaxi. Salimos a las siete de la mañana para asegurar la llegada al puerto, si había bloqueos en la vía. 

Para ir de Buga a Buenaventura hay solo una carretera que tiene 111 kilómetros. Es, sin pasar por Cali, la única vía que comunica el puerto más importante del país con los municipios del centro y el norte. 

Los bloqueos allí han cerrado la comunicación con Buenaventura, y la tienen desabastecida. El paisaje es desolador.

A los bloqueos del paro nacional se suman los del hambre: niños o familias enteras hacen peajes ilegales en varios puntos de la carretera. Sostienen un tronco de lado a lado de la vía y lo levantan solo cuando las motos o los carros que pasan les dan de 200 pesos en adelante. El jueves nos encontramos con por lo menos 15. Bloqueos que se levantan con una moneda.

Son la cara –y la entrada– de uno de los municipios más pobres del país, del que a la vez depende una parte significativa de la economía nacional. Y son también la imagen de que el paro no es solo por lo que se acuerda en la mesa de negociación nacional, sino por las exigencias de una vida más digna en Buenaventura.

La carretera está desolada. Después de un mes de total incertidumbre, ya casi nadie circula. Un día puede haber bloqueos en Loboguerrero, el punto donde se conectan la vía desde Buga y la que sube desde Cali, o en La Delfina. Y al otro, como ese 27 de mayo, puede no haber nada. 

Y nada es nada. En una tienda al costado de la carretera, a donde paramos con el mototaxista a comprar algo de comer, no hay café, ni leche ni arroz. Tanto era el desabastecimiento que la señora de la tienda celebró que su hija acababa de llegar del otro lado de la carretera con una bolsita llena de azúcar: “Estamos mal, mal, ni comida tenemos”, dijo cuando le pregunté por qué celebraba. 

La mayoría de esos poblados viven de los camiones que pasan a llevar o recoger mercancía a Buenaventura. No solo sostienen la economía de las tiendas, restaurantes y talleres, sino que llevan el mercado que también va al puerto. 

Los camiones llevan semanas parqueados en terrenos a los costados de la carretera. La mayoría con mercancía que no es de primera necesidad, porque gracias a los “corredores humanitarios” –que en Buga se cerraron el 25 de mayo con el bloqueo en Uninorte– han pasado algunos camiones con comida e insumos médicos. 

La situación tiene al puerto al borde del colapso. Las filas de contenedores casi alcanzan la altura de las grúas y varias navieras advirtieron la semana pasada que no descargarían la mercancía en Buenaventura porque no saben cuándo tendrán salida los contenedores. 

Un viaje por un país bloqueado

Por eso el Comité Distrital de Paro y el Gobierno Nacional idearon una estrategia de “urbaneo” para descongestionar el puerto durante unos días específicos. Consistía en sacar parte de la carga hacia las bodegas dentro de la ciudad o fuera de ella, pero el acuerdo fue duramente criticado por Germán Vargas y por Álvaro Uribe, y el Ministro del Interior tuvo que desautorizar el acuerdo.

El descontento surgió, en parte, porque el Comité y el viceministro de Desarrollo Rural, Juan Camilo Restrepo, acordaron no solo las fechas para que los camiones sacaran carga del puerto sino una veeduría por parte de los del Comité (acompañando a la policía) a esos contenedores para evaluar qué carga se podía sacar.

* * *

A 20 minutos de Buenaventura, cerca de 200 camiones están parqueados en un galpón inmenso, con carga lista para salir del puerto o esperando para recogerla. 

Ahí conocí a Wilson Ospina, un camionero bogotano que transporta carga desde Buenaventura hacia varias partes del país. Desde el 28 de abril su camión, con un contenedor de fertilizantes de arroz que debía llegar al Tolima, está parqueado en ese lugar. 

Por ese viaje, Ospina iba a ganar entre cuatro y cuatro millones y medio de pesos. Y, si no estuviera en paro, haría ese mismo recorrido dos veces a la semana. 

Ospina es un hombre moreno y de baja estatura. Parece demasiado pequeño para manejar una mula enorme como la suya, pero ha trabajado como camionero toda su vida y por eso apoya el paro. 

Como muchos compañeros suyos, está ante una disyuntiva difícil: por un lado está de acuerdo con todas las peticiones del gremio de camioneros ante el Comité Nacional de Paro, como menores fleteos, gasolina más barata y menos peajes. Y por otro, los bloqueos en La Delfina, Loboguerrero y Buga le impiden trabajar y ya ha acumulado muchas pérdidas económicas.

También sabe que es peligroso cruzar las vías en medio de bloqueos. 

Varios de sus compañeros, presionados por las empresas o dueños de los camiones, han intentado avanzar en los bloqueos intermitentes hasta salir de ellos, pero en la carretera los manifestantes les han tirado piedras, golpeado el carro y a algunos les han dañado las carpas que protegen la carga.

“La carga vaya y venga, pero ¿y mi vida? ¿Quién me asegura que llegue bien?”, dijo cuando le pregunté si le hacía falta estar con su familia. 

Los primeros 10 días del paro, cuando no pensaba que duraría tanto tiempo, Ospina y otros camioneros como él durmieron en un hotel de carretera al lado de la estación de gasolina donde tienen sus carros parqueados. Pagaba 35 mil pesos cada noche. 

Pero con el camión parqueado, sin ingresos desde hace más de un mes y lejos de su familia, sostener esos gastos es imposible. Y, por eso, desde hace semanas la mayoría de camioneros comenzaron a dormir dentro de sus camiones e instalaron una olla comunitaria al borde de la carretera para comer. 

Un viaje por un país bloqueado

Justo estaban organizando la comida que prepararían esa noche cuando tuve que arrancar hacia Buenaventura para encontrar un hotel dónde pasar la noche antes de que las calles de la ciudad quedaran vacías. 

Desde el 19 de mayo el alcalde había decretado un toque de queda desde las 5:00 de la tarde por problemas de orden público, y a esa hora cerraba el comercio y tampoco transitaban los taxis.

 * * *

A la mañana siguiente, el 28 de mayo, en el barrio La Independencia de Buenaventura la marcha por un mes de paro nacional —convocada entre otros por Gustavo Petro— fue menos masiva que las que hubo en las semanas previas. 

Pero colectivos juveniles de teatro y música realizaron performances en los que la principal consigna era que cesara la violencia en la ciudad. 

Las tres terminales portuarias de Buenaventura, donde los buques descargan los contenedores, casi alcanzaban su máxima capacidad. Desde el piso 14 del hotel Torre Mar, en el puerto, se ven torres de entre cinco y seis filas de contenedores que casi alcanzan la altura de las grúas que los descargan, impidiendo su operación. 

Las pérdidas económicas por el bloqueo las sienten sobre todo los habitantes de Buenaventura, que pagan precios tres y cuatro veces más altos por productos de primera necesidad. Henry Rodríguez, un periodista local que conocí ese día en la movilización, me contó que había pagado 40 mil pesos por una libra de arroz que la semana pasada consiguió en 25 mil. Y en las estanterías de los supermercados no es que haya pocos productos, sino que muchas están completamente vacías.

El problema es profundo, y no se vislumbraba una solución ese día. 

En la vía hacia Cali, a donde debía llegar para tomar mi avión a Medellín, también había movilizaciones y algunas amenazaban con bloqueos temporales. Uno de esos puntos era en La Delfina, a una hora del puerto, donde la comunidad indígena Nasa - Embera Chamí estaba en asamblea con sus autoridades definiendo si bloquear o no la carretera. 

Llegué en uno de los camperos que cada 20 minutos salen de Buenaventura hacia los poblados de la carretera y me recibió la Guardia Indígena. Allí estaba Luisito.

Luisito está a pocos días de cumplir tres años. Es el hijo de Luis Alfredo Campo Chaguendo, líder indígena de la comunidad. Mientras hablamos, Luisito no se despega de su papá ni un segundo. Si Luis Alfredo va a la tienda, Luisito va a la tienda. Si Luis Alfredo va a una reunión de las autoridades indígenas, Luisito va con él. Y si Luis Alfredo está en el punto de bloqueo de La Delfina, Luisito también. 

El 30 de abril, un día después de que la población indígena iniciara el bloqueo en el kilómetro 45 de la vía al mar, el Esmad trató de levantarlo y Luisito aspiró tantos gases lacrimógenos que tuvo dificultad para respirar durante varias horas. Por eso no se aleja nunca su papá, aún cuando él a veces esté cerca de la vía donde está el Esmad. 

En ese punto, la población indígena tuvo el bloqueo más grande en la vía a Buenaventura durante 24 días, hasta que el 22 de mayo lo levantaron por 72 horas –y todavía– para abrir espacios de negociación con los gobiernos regionales. 

Lo bloquearon porque, explica Campo, “somos un puñadito más de colombianos que apoyamos el paro nacional”. Pero no están esperando negociar puntos particulares con las autoridades de la región más allá de que se les garantice el derecho a la protesta sin que se repita lo que le pasó a Luisito.

Desde el 22 que levantaron el bloqueo, el Esmad permanece al otro lado de la calzada durante todo el día, en grupos de 15 a 20 agentes que se turnan cada seis horas, atentos a que los indígenas no vuelvan sobre la vía. Del otro lado, los indígenas han convertido el costado de la calle en un espacio para compartir, escuchar música y conversar mientras observan a los agentes del Esmad sentados bajo el puente. Luisito les tiene miedo. 

Un viaje por un país bloqueado

Desde el 30 de abril no se enfrentan, pero esa tensión ha puesto en jaque la movilidad del corredor más importante para los camiones de carga que transportan la mercancía desde el puerto al resto del país o que abastecen Buenaventura. Como la comunidad indígena apoya el paro y este continúa, persiste la posibilidad de que vuelvan a bloquear las calles.

Y esa quietud ya golpea los poblados del suroccidente del país.

El epicentro de la violencia

Si llegar fue difícil, salir de Buenaventura es un reto aún mayor. Ese 28 de mayo se habían presentado enfrentamientos entre manifestantes y el Esmad en varias ciudades entre Buenaventura y Cali. 

En Buga, durante la noche del jueves hubo enfrentamientos entre jóvenes de la primera línea y el Esmad, la situación era tensa y auguraban nuevos enfrentamientos para la tarde del viernes. En La Delfina, la población indígena estaba en una asamblea de sus autoridades y en Cali corría el rumor de un atentado con una bomba. 

La incertidumbre llegó al punto máximo antes del mediodía, cuando en una balacera en Cali murieron un funcionario de la Fiscalía y dos civiles en el sector La Luna. El saldo de la violencia de ese sábado, confirmó el entonces secretario de Seguridad, Carlos Alberto Rojas, fue de 13 personas muertas. 

Cuando me enteré de que la gobernadora del Valle, Clara Luz Roldán, decretaría un toque de queda nocturno por la situación de orden público en el departamento, logré montarme en un camión de gas que pasó por la Delfina y llegar hasta la Dagua. De allí, un mototaxista me llevó hasta Cali.

Llegamos a las 9 de la noche. Las calles de Cali están vacías y un helicóptero sobrevuela la ciudad —en algún momento considerada la sucursal del Cielo por la alegría de sus residentes— mientras en algunas esquinas de los barrios del oeste un grupo de jóvenes le apuntan con láseres.

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