Uribe no le tiene miedo a una zona de concentración

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En este pueblo del Meta lo que menos les preocupa es que la guerrilla termina viviendo, como siempre, con ellos. 

“Paz, paz, paz”. Así dice Adriano Jaramillo, un campesino de Uribe, en el Meta, que suenan los fusiles en la guerra. Una guerra que se comió por muchos años a este pueblo y que ahora ronda como un fantasma en forma de dolor. Y aunque todos lo cargan adentro, si al firmar la paz deciden ponerles una zona de concentración de las Farc, los uribenses se sienten listos para lo que viene.

A diferencia de otras regiones como Cimitarra y San Vicente de Chucurí en Santander, que se oponen a que los concentren en sus territorios o las organizaciones indígenas y afrodescendientes que también ya dijeron que no ceden un centímetro de sus tierras para esos sitios donde se dará el desarme de la guerrilla, en Uribe eso es lo que menos les preocupa.

“Si llevamos sesenta años con ellos a punta de bala, ¿cómo no vamos a estar preparados para que vengan a hacer política?”, dice Flaminio Castellanos, un campesino de dientes muy blancos, hijo de uno de los fundadores de las guerrillas liberales del Llano.

“Desde que tenemos memoria, nadie nos pidió permiso para que vivieran aquí. Por lo menos si hay zona de concentración, esta vez vamos a estar avisados”, dice Guillermo Herrera, el enfermero del ancianato del pueblo.

Y parece que sí va a haber. “Es obvio que ellos van a querer estar ahí porque es el corazón de su lucha. Lo más seguro es que esa sea una de las regiones escogidas”, le dijo a La Silla el ministro del Posconflicto, Rafael Pardo.

Así, entre una tranquilidad frágil porque hace ocho meses no se oye un disparo, y una incertidumbre por lo que se viene, se pasan los días en este pueblo, donde Manuel Marulanda Vélez dijo que comenzaba “la madre de todas las guerras”, cuando el Ejército bombardeó Casa Verde, la sede del secretariado, el 9 de diciembre de 1990. Y comenzó.

De vivir la guerra a esperar la paz

La gente de Uribe decidía por quién votar, en qué trabajar y a qué horas salir, según la ‘orientación’. Esa era la palabra con la que las Farc daba sus órdenes. Y se cumplían al pie de la letra. Sobre todo entre el 1999 y 2002, cuando Uribe quedó dentro de la zona de distensión que el gobierno de Andrés Pastrana creó para negociar con la guerrilla.

Que la “orientación” era que a las seis de la tarde nadie estaba en la calle; que la “orientación” era que tocaba votar por tal candidato; que la “orientación” era que había que pagar un “impuesto”. Que si hubo una pelea, como la del inspector de policía con el odontólogo y el castigo era limpiar toda la cancha de fútbol, lo hicieran. Y que si alguien le ayudaba al Ejército, era la muerte o el destierro.

 

Las Farc impartían su justicia y funcionaba como reloj. “Ellos se llevaron a mi hermano y pues usted simplemente no podía opinar. Era lo que ellos dijeran”, dice Ángela Chavarriaga, con los ojos aguados casi quince años después.

“Aquí los chinos se iban a estudiar por la mañana y usted no sabía si por la tarde regresaban”, cuenta María Alicia, líder de una organización de mujeres y desplazada del Valle. Llegó hace once años a la región. “Unos se iban por despechados, otras porque se enamoraban de un guerrillero, otros porque los obligaban, pero así era todos los santos días.”

Los lazos entre la población y la guerrilla son muy estrechos. “Casi todos en este pueblo tienen un familiar en la guerrilla porque le tocó o porque quiso” dice un lugareño que casi no nos habla porque lo estaba oyendo un niño. “Y aquí decir eso no es tan fácil porque tampoco nos gusta vivir con el estigma de que somos guerrilleros.”

Pero lo cierto es que más de uno ha pasado meses en la cárcel acusado de rebelión. El papá de Ángela, por ejemplo, ahora está en casa por cárcel por supuestamente ayudarle a la guerrilla durante la anterior administración. Lo mismo un médico que habló con La Silla y que nos contó que cuando el Ejército lo vio atendiendo a un civil metiéndole un tubo de pvc por el tórax, se dieron cuenta de lo recursivo que era y se lo llevaron a una cárcel en Villavicencio, a unas diez horas por carro en invierno, por atender guerrilleros. 

Uribe fue fundado por colonos, donde no había presencia del estado, pero sí de Las Farc. Sus primeros habitantes eran campesinos que escaparon de la violencia bipartidista de mediados del siglo XX. Por eso la guerrilla ha sido la gran protagonista de su historia, y no el Estado. Ellos resolvían sus conflictos, pero también les trajeron la guerra. 

Las Farc se metían en política sin problema. Desde que Uribe se convirtió en municipio, en enero de 1991, y pudo tener alcalde propio, todos los que llegaron, según cuentan en el pueblo, eran apoyados por la guerrilla. 

Desde el primer alcalde elegido popularmente que fue Jaime Pineda, de la Unión Patriótica, hasta el último exalcalde, Marcelino Chacón, al que en 2013 le abrieron investigación por hacer parte de una red de milicias del ‘bloque Oriental’ de la guerrilla; todos, sin excepción, dicen en el pueblo, eran apoyados por las Farc. “Cómo será que a Marcelino le decían ‘el comandante’”, cuenta una persona que pidió no ser citada.

Pero hace un año, en plena época de campaña, la guerrilla reunió a algunos líderes del pueblo a las afueras. Esa vez la ‘orientación’ era que no se meterían en las elecciones y que ya no iban a resolver los conflictos de nadie.

Entonces ganó por primera vez en la historia del municipio un candidato del partido Liberal.

Por 62 votos, Jaime Pacheco, el médico de toda la vida del centro de salud del municipio, llegó a ser alcalde. Un hombre tímido, de pocas palabras, que vivió las dos tomas más sangrientas del pueblo, la del 97 y el 98, y que antes, durante y después de la zona de distensión, atendía al que llegara. Incluso si eran guerrilleros.

Pacheco se lanzó tres veces a la Alcaldía. Ésta vez le ganó a Inocencio Hurtado, del Movimiento Alternativo Indígena y Social (Mais). “Así la guerrilla dijera que ya no iba más en política, aquí sí hubo presiones y todos sabíamos que Inocencio era el candidato de las Farc”, dice una mujer que prefirió no ser citada.

“No sé si le gané o no a la guerrilla. Lo que sé es que es la primera vez que logramos que un partido distinto llegue”, le dijo Pacheco a La Silla. Dice que sobrevivió a la guerra porque las Farc no se metía con los médicos (por lo menos con los que atendían a todos).

Y admite que, aunque le tocó vivir lo peor de ellos, cuando casi lo secuestran mientras atendía a unos guerrilleros en la toma del 98 y le pidieron ponerse las botas de uno de los muertos para ir al monte, no le da miedo que se concentren cerca al pueblo.

“Si los ponen ahí, tendría que ser con condiciones, para que no se repita la fiesta de la zona de distensión”.

Los miedos

En Uribe el miedo no es que las Farc termine viviendo, como siempre, con ellos. El miedo es al vacío de poder que dejarán una vez abandonen las armas.

Porque aunque tienen su comisaría, y un puesto de Fiscalía, “nadie se los toma en serio y la gente está empezando a robar, a amenazar y no pasa nada”, dice otro lugareño.

“Nos quedamos con la lenta justicia del Estado, que la verdad nunca llega y no es que queramos la justicia de Las Farc, pero es que la de ellos al menos funcionaba”, dice Mónica Pineda, mientras camina por los pasillos del jardín infantil que dirige y donde antes funcionaba la estación de Policía, el punto donde comenzaba casi que sagradamente el infierno de las tomas.

Otra cosa que los tiene pensando es qué va pasar con el negocio de la coca. Porque aunque en la zona no hay cultivos extensivos y tampoco se sabe cuánta coca hay porque en el último censo agropecuario no se contaron los cultivos ilícitos, muchos campesinos viven de eso.

De hecho, ya hay hasta una asociación que se llama “Asociación de Productores Cocaleros del Diviso”, de 250 familias repartidas en diez veredas. Se han reunido dos veces con el alcalde Pacheco, dos coroneles del Ejército y un representante de la ONU, para proponerles que dejan de cultivar a cambio de diez vacas lecheras y cuatro hectáreas de tierra para cultivar café, chocolate y cítricos para cada uno.

“La guerrilla no nos presiona para que cultivemos. Lo que pasa es que no tenemos de otra y pues si el gobierno no nos ayuda, se la vamos a vender a alguien más”, le dijo a La Silla uno de los miembros de la asociación que pidió no ser citado para ésta historia.

La idea que tienen los cocaleros es viajar a Bogotá a reunirse con el ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri, para lograr un acuerdo que les permita dejar de cultivar. 

La matemática de ellos es ésta: mientras por un kilo de pasta de coca les pagan dos millones de pesos, por un kilo de yuca apenas se ganan cuatro mil pesos. “Además no tenemos cómo sacar nada porque ésta carretera nos tiene jodidos”, cuenta.

La carretera entre Mesetas y Uribe, más o menos de unos 60 kilómetros, es una trocha que en invierno, por bien que le vaya al que viaje, se echa unas ocho horas.

“Eso es lo que nos ha tenido estancados. Porque es que fíjese: cuando el desarrollo llega a una región, la guerrilla pierde su discurso. Aquí a ellos los quieren porque no conocemos otra forma de vivir”, dice Flaminio, el de los dientes blancos.

Y quizás lo que más temen, y que según Hernando Torrijos, otro médico del pueblo que atendió varias veces las heridas de Romaña, es: “la matasera que se viene con las tierras. Esa es otra guerra que va a comenzar, acuérdese de mí”.

Según cifras de la alcaldía, más del 70 por ciento de las tierras no tienen títulos. Y su territorio queda muy cerca a tres parques naturales: Picachos, Tinigua y Sumapaz.

Según una persona de la alcaldía que hizo parte del equipo que estuvo a cargo del censo agropecuario el año pasado en el municipio, las Farc tiene 30 fincas en la zona rural del pueblo.

Dicen que por lo menos la mitad son de Romaña, y el resto eran las del Mono Jojoy, Tiro Fijo y Lozada. “Son fincas muy grandes y bien mantenidas. Tienen cercas eléctricas, mucho ganado, todos los servicios. Tienen muchos búfalos”, le dijo a La Silla. “Son fincas que un campesino de acá no podría ni soñar con tener”.

“En promedio, la más chiquita puede llegar a tener unas 150 hectáreas y la más grande unas 300”. Según datos de la alcaldía, una finca de 150 hectáreas cuesta 300 millones de pesos. Eso significa que, si los cálculos de ellos son precisos, solo suponiendo que todas esas fincas tienen más o menos esa cantidad de terreno, eso suma unos nueve mil millones de pesos.

Nadie sabe qué va pasar con esas tierras de los guerrilleros. Tampoco saben qué van a hacer cuando aparezcan reclamantes, cuando lleguen los desplazados que salieron corriendo hace años, porque, hasta ahora, la Unidad de Restitución de Tierras no ha entrado a operar en el municipio, a pesar de que ya hay 307 solicitudes de restitución, según sus propias cifras.

“La idea es que apenas se firme la paz, y arranque el desminado, podamos entrar a trabajar allá”, nos dijo Ricardo Sabogal, director de la Unidad.

Porque, como contamos en una historia,  Uribe y Mesetas, que queda a pocos kilómetros, son los dos municipios más minados de Colombia.

Según cifras del Ministerio del Posconflicto, todas sus veredas tienen minas. Y aunque ya arrancó un piloto de desminado en Santa Helena, una vereda al sur de Mesetas, en Uribe todavía no arranca nada y eso hace más lento y difícil que se restituya la tierra.

Con todas esas incertidumbres, lo que menos les preocupa es que se formalice la presencia de ellos en la zona.

Como dice don Flaminio, el de los dientes blancos:  “¿Dígame qué cambia? aquí los hemos tenido siempre”.

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