OPINIÓN

Los diálogos de La Habana: El “Lío Dinámico” de la justicia y la paz

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Sobre la importancia de la participación política, los perdedores del proceso, y el Lío Dinámico a resolver en La Habana.

Por Leopoldo Fergusson (Seguir a @LeopoldoTweets)

Este miércoles 9 de octubre participaré en un foro sobre el proceso de paz con distinguidos académicos, políticos y expertos [i] (los invito, de paso, a inscribirse). Me han pedido que hable sobre participación política, y voy a anticiparle a los lectores de La Silla algunas de las ideas que presentaré en ese espacio.

Además de destacar la importancia del punto de participación política dentro de la agenda, voy a aportar elementos para analizar quiénes son los perdedores políticos en un eventual éxito de las negociaciones. Quiero también proponer mi visión sobre el tema más profundo que encierran las negociaciones de paz: la solución a lo que llamo un “Lío Dinámico”. Y terminaré con comentarios sobre las metáforas que han surgido para describir el proceso de paz.

La importancia de la participación política de las Farc

El punto de participación política es particularmente importante dentro de la agenda por varias razones. Pero quiero enfatizar una: que las Farc tengan algo de poder político culminados los diálogos es fundamental para que sus líderes sepan que el Estado colombiano no les va a “poner conejo”. Esta es una idea clave detrás de algunas teorías del conflicto y la democratización (en particular, este libro de Acemoglu y Robinson). El gobierno puede prometerle a las Farc cielo y tierra, pero esto de poco sirve si el propio gobierno (o gobiernos futuros) pueden incumplir fácilmente lo pactado. Promesas así, poco creíbles, no las firma nadie. La democratización, entendida como entregar poder político formal a los grupos sin acceso al mismo, es una solución para la guerra.

Así, gústenos o no, las Farc deben salir de la mesa con expectativas razonables de acceder al poder político formal en Colombia. Es probable que el escenario ideal para este acceso sea el ámbito local, por al menos dos razones. Primero, en escenarios en extremo visibles de la vida nacional las Farc enfrenta dos enemigos, uno interno y otro externo. El interno es el desprestigio que se han ganado con sus acciones atroces. El externo es el riesgo en seguridad que enfrentan de parte de la extrema derecha. Segundo, si juegan bien sus cartas, las Farc pueden capitalizar su voluntad de paz para acceder con cierta legitimidad (y un menor riesgo en seguridad) al poder local en regiones donde han tenido históricamente una penetración más profunda en la sociedad. El énfasis territorial de la paz, de hecho, lo ha subrayado explícitamente el alto comisionado.

Los perdedores políticos de la paz 

Mucho se ha hablado sobre los enemigos de la paz. Y con razón, porque la guerra crea intereses poderosos, económicos y políticos. Hay varias maneras de investigar quiénes son los perdedores políticos con un eventual éxito del proceso de la paz. Pero como economista me veo tentado a aplicar algo cercano a lo que llamaríamos un criterio de “preferencia revelada”. Al hacerlo, es fácil encontrarse con trinos como los siguientes:

 

O, si la evidencia anterior no le convence, le propongo otra prueba: preguntarle a google.  La respuesta no es sorpresa ni secreto: Uribe es un fuerte opositor del proceso de paz. Uribe obtiene un retorno político con la supervivencia de las Farc porque su ventaja comparativa es la lucha militar contra la guerrilla. Si las Farc desaparecen, desaparece su ventaja comparativa. Y este no es un problema que atañe sólo a Uribe: los políticos que son conocidos por ser particularmente buenos manejando algún problema específico tienen el perverso incentivo de no resolver del todo el problema, de mantener “la culebra viva”. (En una investigación con James Robinson, Ragnar Torvik, y Juan Vargas proponemos una teoría en esta línea y ofrecemos evidencia en defensa de esta hipótesis.) 

Dicho sea de paso, el presidente Santos podría aprovechar esta misma lógica con el proceso de paz. Si los colombianos sienten que el proceso va por buen camino, pero que faltan puntos cruciales o la implementación de los acuerdos, y si Santos se logra presentar como “el hombre de la paz”, entonces puede tener una ventaja comparativa electoral frente a los demás candidatos. Como a Uribe en su segunda (y fallida tercera) elección, habría que reelegir al presidente para que “termine la tarea”. El problema es que, con su doble discurso y el de su gobierno, Santos no ha logrado presentarse como “el hombre de la paz”.

Otra posible extensión (algo simplista) de esta lógica es que los políticos cuyos votos provienen de zonas de fuerte influencia de las Farc tienen incentivo a no apoyar el proceso. Al fin y al cabo, han aprendido a vivir en este contexto, y quizás prefieren el status quo. O quizás, como Uribe, se benefician de un discurso anti-Farc. La idea la examinamos con Juan Felipe Riaño revisando cómo votaron los congresistas por el Marco Jurídico para la Paz. La figura siguiente relaciona el voto de cada senador y representante por este proyecto (en la votación definitiva) con un índice que mide el número de ataques de las Farc en aquellos municipios donde cada político obtuvo un fuerte apoyo electoral.

El resultado es exactamente el contrario: entre más Farc en la región de apoyo electoral del político, más probable que apoye el Marco Jurídico que el gobierno presentó como un instrumento clave de las negociaciones. La hipótesis que surge frente a esta evidencia es la siguiente. Aún si estos políticos tuvieran ciertos beneficios “a la Uribe” de la continuación de la lucha armada con las Farc, se distinguen del último en algo crucial: son políticos regionales (y sí, en Colombia, a pesar de la jurisdicción nacional, los senadores sueles ser también políticos regionales). Entonces, ¡Ya están, de facto, compartiendo el poder local con las Farc! Mejor hacerlo de jure, con una reglas claras y predecibles. Si estamos dispuestos a suponer que los políticos se preocupan por el bienestar de sus electores, esta correlación también puede obedecer a que son especialmente estos políticos quienes buscan evitarle a sus electores los dolorosos costos del conflicto.

Hay otros perdedores políticos posibles, aunque es prematuro conocerlos con certeza pues todo dependerá de cómo los movimientos políticos existentes (y los nuevos) jueguen sus cartas. La izquierda democrática, por ejemplo, puede estar nerviosa y con razón. Quienes han hecho oposición desde la izquierda en Colombia ya han sido grandes perdedores con las Farc, pues la existencia de éstas contribuye a su estigmatización. Y podrían perder también con la eventual transformación de las Farc porque competirían por espacio político. Quizás entre otras razones por esto (aunque no le falte algo de razón), Antonio Navarro fue de los primeros en criticar a las Farc tras su reciente declaración calmando las turbulentas aguas del proceso hablando bien del proceso de paz y del gobierno Santos. Y no deja de ser un problema que hoy con las Farc se discutan temas (el estatuto de oposición es el caso más claro, pero no el único), que la izquierda democrática ha luchado por años sin disparar un solo tiro. Es como el hijo necio que sale premiado por corregir su conducta, mientras que el hijo juicioso se queda sin premios. Un problema, pero no el más profundo en las conversaciones…

 

La paz, la justicia, y el Lío Dinámico

El tema de participación política está inevitablemente vinculado al tema de justicia. Aún si las Farc logran un acuerdo que les de una expectativa razonable de acceso a cierto poder político, esto no es suficiente. Si los diálogos son exitosos, las Farc enfrentarán un riesgo jurídico, tanto local como internacional, que puede dejar a muchos de sus miembros por fuera de la participación en política.

No hay forma de blindarse del todo frente a este riesgo jurídico. Pero para minimizarlo, es crucial que las Farc pacten en lo jurídico un acuerdo que les de una razonable seguridad. El gobierno ha entendido esto mejor que las propias Farc, y los esfuerzos por “vender” tanto afuera como adentro el Marco Jurídico van en esta dirección. Pero poco a poco las Farc parecen entender que sin reconocer sus delitos y hacerse responsables por sus crímenes y víctimas, no podrán tener la legitimidad para conseguir representación política ni podrán minimizar el riesgo jurídico futuro. Por eso, de criticar fuertemente el Marco Jurídico y afirmar que es a ellos a quienes se les debe pedir perdón, pasaron más recientemente a ofrecer unas declaraciones mucho más moderadas. Hablan, por ejemplo, de una comisión de la verdad “de todos los lados de este complejo conflicto, sin silencio alguno” incluyendo “responsabilidad que pueda recaer en combatientes de las FARC”. 

Tampoco son, como hace un tiempo, radicales en el punto de la Constituyente. Quizás las Farc entendieron el riesgo de convocar una Constituyente, que para tener legitimidad exige participación popular, lo que puede implicar pocos representantes afines a sus ideas y muchos en contra. Y en donde, por lo tanto, se vuelven a barajar las cartas y pueden surgir reveces en lo acordado.

En general, todo este tema de la participación política de las Farc y de la fórmula de justicia que se adopte han sido presentados como un “mal necesario”.  Hay que “tragar sapos” se dice. Una versión de esta metáfora indica que hay que sopesar el valor de la paz con el valor de la justicia. Otra, que se trata de perdonar los muertos del pasado para evitar los del futuro.

En todas sus versiones, esta forma de plantear lo que estamos haciendo al meternos en un proceso tan difícil e incierto como unas conversaciones de paz me parece floja. Primero, como estrategia de mercadeo (aunque de eso no se nada). Segundo, porque la disyuntiva puede ser falsa: más verdad, justicia y reparación se puede lograr después de unas conversaciones exitosas que sin ellas, como lo han dicho el alto comisionado y Albie Sachs refiriéndose al caso Surafricano.  Y sobre todo, porque no llega al fondo del asunto. El fondo del asunto, creo yo, es que enfrentamos un Lío Dinámico.

Lo explico con un ejemplo. Hacia 1958, se podía encontrar en el primer número de la Revista Criminalidad de la Policía Nacional el texto de la figura que sigue (les muestro además la "composición fotográfica" sobre la "inconfesable aberración"). El homosexualismo equiparado a un crimen.

 

Lo anterior, por supuesto, es totalmente inaceptable. Es muy fácil decirlo para quienes como yo vimos nacer a la Constitución de 1991, que consagra en su artículo 13 que “Todas las personas nacen libres e igual es ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica.” Y más fácil aún para las nuevas generaciones. Sin ir más lejos, en mi época de colegio los prejuicios frente a la orientación sexual en la sociedad eran tales que hacían impensable que, a temprana edad en el desarrollo de su identidad, alguien “saliera del closet”. Mi hermana, diez años menor, se gradúo del colegio con amigos abiertamente homosexuales.

Un avance innegable, pero entre nosotros hay quienes crecieron en un contexto distinto. El caso famoso es el del Senador Gerleín, quien ha dicho entre otras cosas que el sexo entre homosexuales es “excremental y merece repudio”. ¡Repudiable! ¡Inaceptable! ¡Cavernario! (Me refiero a lo de Gerlein, por supuesto.) Todo lo que quieran. Pero la pregunta es: ¿Cómo hace una sociedad para mejorarse, cuando persisten vestigios de un pasado que hoy consideramos (correctamente) intolerable? ¿Hay que mandar a Gerlein a la “Hoguera social”? En cierto sentido sí: es preciso mandar el mensaje de que una actitud discriminatoria contra los homosexuales no tiene ninguna cabida en esta sociedad. ¿Pero cómo hacerlo sin desconocer que Gerlein es, hasta cierto punto, producto de su tiempo? Más difícil aún: ¿Cómo reconocer lo anterior sin eximirlo de su responsabilidad? Hay una prepotencia simplificadora entre quienes vemos por encima del hombro a Gerlein, con aire de superioridad moral, cuando desconocemos que nosotros mismos, quizás, creciendo como él, tendríamos iguales o peores prejuicios.

Este es el gran Lío Dinámico, y es un lío que tenemos que encarar durante el proceso de Paz. Por supuesto que la violencia de las FARC es intolerable, pero hay que entender que no surgieron del vacío: en particular, no surgieron en nuestro tiempo ni en nuestro contexto. ¿Cómo derrotar del todo ciertas prácticas -en este caso, desligar completamente la violencia de la política- al tiempo que reconocemos que hay fenómenos que surgieron de una realidad distinta? ¿Y cómo reconocerlo sin eximir a las Farc de su responsabilidad? Porque entender no es someterse, me enseñó un maestro cercano. 

Yo no sé cuál es la solución correcta al Lío Dinámico. Pero sé que de eso se trata el proceso de paz. Sé también que, como sociedad, nos equivocamos ya una vez justificando la violencia. El temor que tengo ahora es que nos equivoquemos una vez más, ahora simplificando la violencia. Una forma de simplificación que encuentro con frecuencia en conversaciones informales es la que equipara a los líderes de las Farc con simples narcotraficantes. Pero se cae de su peso que, aunque estén involucrados los dos en el negocio de las drogas ilegales, una cosa es Marulanda y otra cosa es alias Fritanga. Desconocerlo es, de nuevo, prepotencia simplificadora. Una prepotencia que en Colombia es un “lujo urbano”, casi que un lujo bogotano. Lo dijo bien hace poco Julieta Lemaitre en La Silla. Y ver a líderes de diversos lugares del país hablando del conflicto en el Conversatorio organizado por la Corte Constitucional da la misma impresión.

A manera de conclusión: sapos y otras metáforas

En medio de la multiplicación de metáforas que han surgido sobre el proceso de paz, entonces, encuentro poco atractiva esa de que la paz consiste en “tragarse unos sapos”. Porque las negociaciones de paz se tratan de mucho más: se tratan de mejorarnos como sociedad, de resolver el Lío Dinámico, de desterrar la unión entre política y violencia. Además, porque asistimos a las siguiente triste paradoja.

Según las encuestas de opinión recientes, los colombianos, aunque apoyan mayoritariamente la idea abstracta de una paz negociada, no están dispuestos a “tragarse muchos sapos” en el intento. Rechazan mayoritariamente, por ejemplo, que líderes de las Farc participen en política.

En cambio: ¿Cuántos sapos estuvimos dispuestos a tragarnos por la guerra? Uribe, el hombre de la guerra, fue elegido con ese mandato: recupere el dominio militar del Estado frente a la insurgencia. Hasta ahí, muy bien. El fortalecimiento del Estado colombiano ha sido una necesidad desde la Patria Boba. El problema grave es que en la práctica ese mandato estuvo acompañado de un tácito y mal entendido “haga lo que tenga que hacer”. Entonces surgieron: la parapolítica en la coalición que gobernó con Uribe, las chuzadas ilegales a la oposición, la yidispolítica para comprar la reelección, el “caso Tasmania” que involucró a su primo, las zonas francas de sus hijos, falsas desmovilizaciones, el caso de Guillermo Valencia Cossio (hermano del ministro del interior) favoreciendo bandas criminales, entre otros. Y, el crimen más horrendo de todos: el fenómeno de los “falsos positivos”, cuyo nombre aséptico esconde lo que realmente representa.

Involucrado Uribe directamente en lo anterior o no, las acusaciones, tan cercanas al mandatario, nunca influyeron en su popularidad. Efecto teflón se llamó.  Lo del efecto teflón nos muestra que Uribe es el epifenómeno. El problema de fondo es que los colombianos nos equivocamos al creer que el problema de las Farc se podría solucionar a través de una estrategia militar agresiva y punto. Favorecimos ese tipo de solución en la que el Estado se hizo fuerte en lo militar, pero descuidando el jugar con un apego estricto a las reglas. Matar civiles inocentes, cambiar la Constitución, algo de alianzas con ilegales y corrupción fueron, ahí sí, un mal necesario, unos “sapitos” que podíamos tragarnos para derrotar a las Farc.

¡Qué error! Colombia necesita un Estado más fuerte, y eso incluye a sus fuerzas militares. Pero necesita un Estado consensualmente fuerte. Eso no se logra con atajos: la violencia del Estado, como todas sus acciones, debe seguir las reglas del juego aunque otros no lo hagan. Por eso, de paso, considero tan poco acertado el esfuerzo de las fuerzas militares por promover un fuero que les dará libertad operacional pero les restará legitimidad frente al país. Los temores en este sentido fueron señalados por La Silla.

Y así como argumenté que lo de simplificar el fenómeno Farc es un “lujo urbano”, tragarse estos sapotes (con ese, y mayúscula) sin atorarse es también un lujo urbano, y un lujo de clase. Los costos del conflicto en Colombia, y de estos fenómenos en particular, están asimétricamente distribuidos: las zonas rurales y los individuos más pobres llevan la peor parte. Pero para que vean que nuestra democracia sí es imperfecta, que nos falta construir más espacios de participación, sólo imaginen qué hubiera sucedido si los 1.500 (o 3.000, nunca sabremos cuántos) ‘falsos positivos’ hubiesen sido una generación entera de jóvenes graduandos de los colegios internacionales en Bogotá.  ¿El teflón habría resistido esto?

Como muchos colombianos, tengo muchas razones para ser escéptico sobre el eventual éxito de este proceso. Hay muchos intereses creados y no es claro que se pueda ofrecer a las Farc un paquete que estén dispuestas a aceptar. El gobierno está presionado por los tiempos electorales. Los líderes de las Farc poco entienden de esto porque, si los pensamos bien, estos líderes son más bien unos dictadores (¡Y de los más estables!) dentro de su organización. Para ellos, el traspaso del poder en Colombia puede ser una cuestión de forma: santistas, uribistas, todos hacen parte de la misma élite (y la verdad es que en el escenario Santos versus Santos tienen literalmente la razón). Pero aún siendo esto cierto, aún si nuestra democracia es el extremo en donde sólo un grupo social participa del poder (y no creo que estemos en este extremo), entre las élites hay desacuerdos importantes. 

Acá cabe la analogía más fea que ha surgido hasta el momento, del presidente Santos afirmando que hacer la paz es como hacer una morcilla: el proceso es feo pero el resultado no. Y, al final del proceso, a los colombianos reacios a tragarnos sapos nos ofrecerán una morcilla y no tendremos recato en comerla. Nos harán una oferta de tómalo o déjalo que no podremos rechazar. El problema es que con la premura electoral pareciera que el gobierno también tiene que prepararle a la guerrilla su morcilla: un producto final para que tome o deje antes que sea muy tarde para lograr el repunte en las encuestas y continuar en el poder.

Y si las Farc pierden esta oportunidad, cabe la metáfora más tenebrosamente bella que ha surgido hasta el momento sobre el proceso de paz. Al reloj de arena que cuenta el tiempo que le queda a la oportunidad de la paz negociada, habrá que darle la vuelta de nuevo para reiniciar la guerra en pleno, y con ello cada nuevo grano de arena que contemos será un colombiano más asesinado.

 

[i] La Facultad de Economía de la Universidad de los Andes junto con El Espectador, realizará un foro sobre las conversaciones en La Habana. Algunos profesores (Ana María Ibáñez, Daniel Mejía, Andrés Moya, Fabio Sánchez, y yo) discutiremos con políticos y expertos (David Curtidor, Juan Fernando Cristo, Antonio Navarro, Jorge Enrique Robledo, y Eduardo Villar) cada uno de los puntos de la agenda de negociación.

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