Los desalojos muestran la cara más cruda de la pobreza en cuarentena

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Imagen del desalojo en el Centro de Bogotá el miércoles 31 de marzo. Foto: Fundación Procrear.

La Alcaldía de Bogotá no ha logrado impedir que en el Centro a la gente la sigan sacando de los pagadiarios, un mundo en el que la pobreza se toca en muchos casos con las mafias que operan en la zona.

 

Pasar una noche en un pagadiario es dormir en un camarote al lado de otras 20 personas apiñadas en un mismo cuarto. Cuesta unos 7 mil pesos y en las localidades de Santa Fe y Los Mártires, del Centro de Bogotá, los pagan, sobre todo, venezolanos; también hay indígenas, desplazados, trabajadoras sexuales, habitantes de calle, loteros, ancianos y niños que viven del diario.

Personas como ellos son las que han salido a protestar desde el comienzo de la cuarentena porque como ya no tienen cómo conseguir plata en la calle las están desalojando.

La informalidad en la que se mueven hace que difícilmente estén en las bases de datos que usan el Gobierno Nacional y la Alcaldía para entregar ayudas por estos días, así cumplan las condiciones para aplicar, y por eso, al menos por ahora, son un punto ciego en los programas de subsidios que montaron el presidente Iván Duque y la alcaldesa Claudia López para atender a los que más lo necesitan.

Sumado a que los pagadiarios son un mundo en el que la informalidad y la pobreza se toca en muchos casos con las estructuras criminales que operan en el Centro.

Pobres de siempre que ahora quedan al descubierto

Que la mayoría de desalojados sean venezolanos no es gratuito. “Cuando llegan al terminal les dicen que en el Centro hay habitaciones a 7 mil pesos”, dice el edil José Casadiego, de Los Mártires. Unos llegan de paso, mientras encuentran qué hacer en alguna otra parte de la ciudad, muchos se quedan. “Además, esta es una zona muy comercial y ellos se han vuelto mano de obra barata”.

Con la oleada de migración venezolana que vive Colombia, Los Mártires y Santa Fe se han ido llenando cada vez más de ellos y eso se ha hecho evidente en las protestas que comenzaron el martes 24 de marzo, un día antes de que comenzara la cuarentena nacional que ordenó el presidente Iván Duque y cuando muchos de ellos se agolparon frente a la Alcaldía local de Santa Fe y frente a la Alcaldía mayor, en la Plaza de Bolívar.

El martes pasado, en la protesta que hicieron personas desalojadas sobre la avenida Caracas, la Alcaldía calcula que entre el 70 y el 80 por ciento eran venezolanos, que aunque han recibido ayuda básica de la Alcaldía y desde el gobierno pasado eran beneficiarios de programas de la administración, ya Claudia López decidió que los tiene que atender Migración Colombia (que, como contamos, no tiene funciones de ese tipo).

La realidad del Centro, sin embargo, es que desde hace por lo menos 20 años es el sitio de llegada de gente pobre, también colombiana, que busca conseguir un mínimo de sustento. 

“Los que alquilan esas habitaciones son usualmente de las costas, Caribe y Pacífico, así como víctimas del conflicto de todo el país e indígenas que una vez llegan, buscan empezar su vida de cero y sobreviven vendiendo tintos o bolsas”, dice Diana García, Presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio Santa Fe.

La cuarentena ha puesto en evidencia una pobreza que se había vuelto paisaje.

Por ejemplo, los cerca de 60 indígenas desalojados ayer en Santa Fe (22 de ellos niños) son embera del municipio de Bagadó (Chocó) que llegaron a Bogotá hace un año unos, y en su gran mayoría hace unos dos o tres meses. Viven de vender artesanías y se confinaron tras el llamado de Duque, pero dejaron de pagar sus habitaciones. La obligación era de 30 mil pesos diarios por cada cuarto; y en cada uno, se metían de a dos familias, cada una con entre seis y siete integrantes, le explicaron a La Silla en la organización Akubadaura, que se dedica a defender los derechos de estas comunidades y acompañó a los desalojados mientras recibían socorro de la Alcaldía.

Los pagadiarios e inquilinatos son un negocio que puede resultar muy lucrativo.

La Silla Vacía habló con nueve personas que conocen la zona, entre líderes locales, ediles, comerciantes, funcionarios de la Alcaldía e integrantes de organizaciones que trabajan con población del Centro y coinciden en lo siguiente:

Por una habitación, como en el caso de los indígenas, además de cobrar 30 mil pesos la noche, dependiendo del sitio, al huésped le dan derecho a usar la cocina o se la cobran por aparte. Hay unas habitaciones con baño, pero en algunas partes el baño es por piso.

El pagadiario más común es aquel en el que en una pieza meten varios camarotes y a cada persona le cobran el derecho a ocupar un colchón, con almohada y cobija, en una noche. Cuestan alrededor de 7 mil pesos.

“Usted en la pieza por la que antes cobraba 30 mil pesos por noche puede meter camarotes que le pongan 20 colchones. Ahí tiene entonces 140 mil pesos en una noche”, le dijo a La Silla Juan Carlos Celis González, director desde hace 10 años de la Fundación Procrear, que ayudó a crear la política pública para habitantes de calle en Bogotá en 2015 y funciona en el Centro.

El edil Casadiego explica que en ese negocio se han metido muchos dueños de casas, que las convirtieron en inquilinatos y luego en pagadiarios.

Sin embargo, hay un escalón más bajo que hace más complejos la atención y el intento de la Alcaldía por impedir el desalojo de la gente: los pagadiarios que son ollas o son manejados por las mafias de la zona.

Los lazos con las mafias

“Hace unos días fuimos a un pagadiario a entregar una comida que donó un empresario. Él quería tomar fotos y grabar, pero la persona que nos recibió nos pidió no hacerlo que porque ahí quedaba la olla”, cuenta Celis, de la Fundación Procrear. 

“Esos son espacios donde hay camarotes con niños, niñas, ancianos, discapacitados y ahí también queda la olla. Es un mundo oscuro. El único que entra es el que paga. Nosotros llevamos la comida, pero no nos dejan entrar. Es algo que hemos denunciado desde hace tiempo en todas las mesas de derechos humanos en las que participamos”.

Que eso ocurra se explica en que el Centro sigue siendo un foco de tráfico y consumo de droga en donde, después de que la administración de Enrique Peñalosa acabó en 2016 con el Bronx, que quedaba en Los Mártires, otras ollas se fueron fortaleciendo, como las de La Estanzuela y San Bernardo.

Hay estructuras ilegales vinculadas a esos negocios que controlan el territorio “por esquinas”, le dijo a La Silla Alejandro Lanz, de la ONG Temblores, que ha trabajado con prostitutas trans y habitantes de calle de la zona. Una lideresa que camina esas calles todos los días describe ese control como “barreras invisibles que controla esa gente, que no se anda con cuentos”.

También se mueven otros negocios ilegales, como la compraventa de celulares robados.

Es un secreto a voces que esas mafias también controlan muchos hospedajes.

“Los que manejan una olla pueden tener su burdel, su billar, su casa de apuestas ilegal y su pagadiario, o al menos tienen a alguien administrándolo. Son minibracitos de esas organizaciones”, le dijo a La Silla un líder de la zona, cuyo nombre omitimos por protección.

Un comerciante agregó: “Las personas que administran eso están amparadas en un poder de coerción o intimidación que, si no lo tuvieran, sencillamente la gente se quedaría ahí”.

Por eso, dos de las fuentes que consultamos dicen que, así como la economía legal se está viendo golpeada por la cuarentena, también la ilegal, y por eso afirman que a los que la controlan les conviene que la gente salga a presionar.

Celis, el único que permite citarlo para hablar de este tema, dice: “Lo que al día les entra a esas redes por venta de bazuco, de celulares y cosas robadas está bajando. ¿Cuánto estará perdiendo la red delictiva de explotación sexual? Seguramente mucho dinero. A ellos les conviene generar desorden. Y no sólo aquí, sino en Kennedy, Suba, Ciudad Bolívar, El Restrepo. Obviamente estas redes procurarán que la ciudad se mueva, y la forma de hacerlo es mandando la gente a la calle. Las protestas no sólo tienen que ver con pedir alimentación y salud”.

La Silla Vacía les escribió a los secretarios de Seguridad, Hugo Acero, y de Gobierno, Luis Ernesto Gómez, si estaban teniendo en cuenta esta situación como parte de la estrategia que ha comenzado a implementar la Alcaldía para evitar el desalojo de la gente, pero hasta el cierre de esta historia no habían respondido.

El caso es que, con mafias o no, hasta ahora la Alcaldía no tiene un mecanismo claro para evitar que a la gente la saquen.

El enredo

Xinia Navarro, Secretaria de Integración Social de Bogotá, dijo la semana pasada que la idea de la Alcaldía pretendía “hacer una transferencia” a los dueños de los pagadiarios para evitar los desalojos, para lo que estaban yendo a estos sitios con las secretarías de Gobierno y de Hábitat para comenzar a identificar a los huéspedes.

La identificación comenzó, pero no ha terminado. Y por un enredo jurídico no es claro si se puedan hacer las transferencias en todos los casos.

El decreto con el que la alcaldesa Claudia López creó el programa Bogotá Solidaria para ayudarle con plata y mercados a la gente pobre durante la cuarentena tiene un artículo en el que dice que la Secretaría de Hábitat creará un programa para ayudar a pagar los arriendos de la gente que vea afectados sus ingresos.

Sin embargo, una fuente que lo supo de primera mano, le dijo ayer en la mañana a La Silla Vacía que la interpretación que tienen en Hábitat es que esos lugares no caben dentro de ese programa porque, como la gente paga por quedarse menos de 30 días, jurídicamente no son sitios de hospedaje sino turísticos.

Eso lo conoció la Personería de Bogotá, que ayer en la tarde, en un comunicado, le pidió a Hábitat incluir los pagadiarios en el programa porque, a su juicio, no son establecimientos turísticos porque no están en el Registro Nacional de Turismo (en el que debe estar cualquier hotel).

Pero así decidan incluirlos, agregó la fuente, en la Alcaldía siguen con dudas porque se percataron de que “estos pagadiarios no funcionan desde la legalidad, no cuentan con registros, ni se tiene un inventario de cuántos son y dónde operan, por lo que invertir recursos allí generaría dificultades para el gobierno”.

En medio de ese limbo -que muestra de manera cruda la distancia que hay entre el país oficial que reconocen las leyes y el real que existe en las calles- es que a pesar de que la Alcaldesa insiste en que a la gente no la pueden sacar, los dueños de esos sitios no necesariamente le van a cumplir.

Eso se notó en el desalojo masivo ocurrido el martes en la tarde en Santa Fe y por el que los afectados salieron a bloquear la Caracas. 

Ese día funcionarios de la secretarías de Gobierno y de Seguridad llegaron hasta las entradas de varios pagadiarios para dejarle mercados a la gente, y también citaron a sus dueños y administradores para pedirles que pararan los desalojos.

Pero, como nos lo dijo un funcionario que estuvo allá, “algunos estaban comprometidos y otros fueron indiferentes. Unos nos respondieron que tranquilos, que no iban a sacar a nadie. Otros dijeron que mantendrían a la gente por un tiempo, pero otros no se comprometieron”.

Al día siguiente fue el desalojo de los indígenas en Santa Fe. Y, muy probablemente, ocurrirán otros en lo que resta de esta cuarentena. Y en las otras por venir.

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