Alístese doña Elvia, que vamos a legislar

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El Presidente Duque amenaza otra vez la independencia judicial atribuyéndose funciones legislativas para evitar controles en materia de fumigación y alterar el reparto de las tutelas.

Para tratar de evitar controles judiciales a la peligrosa idea de fumigar con glifosato los cultivos ilícitos, el Presidente Duque decidió atribuirse funciones legislativas, que, por supuesto no le corresponden, y, con la justificación de facilitar el reparto de las demandas de tutela modificó las reglas de competencia para conocer de las mismas.

Quizás confiado en que cree haber cooptado la totalidad del sistema de controles, expidió un decreto en el que no solo ejerce indebidamente funciones que corresponden al legislativo, sino que nuevamente amenaza la independencia del poder judicial.

El decreto modifica la regulación de la tutela, adoptada desde 1991, y desconoce la garantía prevista en el artículo 86 de la Constitución que convierte a todos los jueces en jueces constitucionales con vocación de ordenar la protección de derechos fundamentales vulnerados o amenazados. Fija un criterio de competencia material, según la naturaleza del asunto y uno subjetivo, según los interesados en el proceso.

 

La jurisprudencia constitucional tiene sentado que esa es una materia que está reservada al legislador porque define elementos esenciales del derecho de acceso a la justicia y en el caso de la acción de tutela es un asunto que corresponde a una ley estatutaria, es decir a una ley especial, que requiere mayorías calificadas para su aprobación y control previo de la Corte Constitucional, por tratarse de derechos fundamentales y sus mecanismos de protección.

Todo eso fue lo que el Gobierno decidió saltarse sin pudor, por lo que hace recordar la vieja expresión de Alberto Lleras que en épocas de la dictadura de Rojas Pinilla ilustraba la manera de ejercer el poder con el llamado que el Ministro de Hacienda del dictador hacía a su secretaria: Alístese doña Elvia, que vamos a legislar.

Eran épocas parecidas a las actuales en las que, invocando una situación de anormalidad, el ejecutivo dictaba decretos sobre lo divino y lo humano, como ha ocurrido durante la pandemia. Ahora, algunos de esos decretos los controla la Corte Constitucional, pero la mayor parte de las decisiones se han volado la cerca y se han adoptado por la puerta de atrás mediante decretos o resoluciones amparados en la emergencia sanitaria.

Imagino la conversación: “Echemos el decreto así que, si se cae, mientras tanto ya hemos arrancado con la fumigación”. Y de paso, como lo confesó el propio Ministro de Justicia, metieron otros temas como los de la Superintendencia de Salud para resolver supuestos problemas derivados de decisiones judiciales y quisieron cerrar la puerta a la Corte Suprema de Justicia para impedir que en el futuro vuelva a tomar decisiones como la que tomó para amparar el derecho a la protesta.

Es cierto que una situación parecida se presentó en el año 2000, cuando el gobierno de entonces expidió un decreto que amparado en la idea de ordenar el reparto de las demandas había establecido criterios de asignación de competencia de las tutelas.

Ese decreto fue inaplicado por la Corte Constitucional de entonces; es decir que lo consideró tan burdo que lo desechó de plano, pero también es cierto que después el Consejo de Estado, en una decisión dividida, lo mantuvo vigente y desde entonces se viene aplicando.

Es casi seguro que un decreto como el adoptado en esta ocasión, que incluso fue mucho más allá de lo que había hecho Pastrana, no supere el control del Consejo de Estado, aunque la Corte ha aceptado la teoría de que ese decreto del 2000 establece reglas de reparto.

Es que aún si se aceptara este concepto, los tribunales, para preservar la independencia del poder judicial, tendrán que aceptar que esa sería una competencia que debe ejercer el Consejo Superior de la Judicatura y no el Gobierno. Lo contrario lleva al insostenible y grotesco resultado de que el Presidente escoge su propio juez como ocurre con el decreto que expidió esta semana el Presidente Duque.

La Constitución para precaver una circunstancia de esta naturaleza le dio a ese Consejo la facultad de “dictar los reglamentos necesarios para el eficaz funcionamiento de la administración de justicia” y de hecho, ese organismo ejerce frecuentemente esa función mediante la reglamentación de la manera como se hacen los repartos de los asuntos entre los distintos jueces competentes para conocer de ellos. Incluso lo hace con las tutelas.

¿Cómo puede sostenerse que el Consejo Superior de la Judicatura expide acuerdos que contienen reglas de reparto de tutelas y que la misma competencia la tiene también el Gobierno mediante el ejercicio de la potestad reglamentaria?

Ni en el camino más garantístico, que fue el que adoptó la Corte Constitucional en el 2000 y que expusieron en sus salvamentos juristas como Jaime Orlando Santofimio, en la decisión del Consejo de Estado, ni en el más pragmático, que ha adoptado la Corte con posterioridad y que fue el que acogió la mayoría del Consejo de Estado, se puede llegar a la conclusión de que el gobierno mediante un decreto reglamentario decide quién es el juez que controla sus decisiones. Eso rompe las reglas más básicas del Estado de derecho.

Pero más allá de lo que parece una discusión “de abogados”, en realidad está una concepción del ejercicio del poder.

El gobierno y sus allegados se muestran cada vez más confiados en que pueden todo, que solo hay que dictarle a doña Elvia las decisiones para que empiecen a regir.  Basta con ver la propuesta de la Procuradora que le pide al Congreso que diga que los funcionarios de la Procuraduría son jueces para así cumplir con las órdenes del sistema interamericano de derechos humanos que confieren al poder judicial la competencia de restringir derechos políticos.

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