El Alcalde de Cali se ha enfocado en garantizar la comida para los más pobres, pero hay sectores de estratos medios que comienzan a pasarla muy mal.
Aunque teme el hambre, Ana Gómez le reserva el trapo rojo a otros
Ana Gómez en su casa. Foto: Juan Pablo Arbeláez
Ana Gómez es una madre soltera de 32 años, residente del barrio San Bosco, un barrio comercial, pero pobre, en el centro de Cali. Vive con su hijo de 16 años, su pareja de 40, un perro y un gato.
Es una persona reconocida en el barrio, donde ha vivido gran parte de su vida. Por eso la busco, para que me ayude a entender cómo están viviendo esta cuarentena. Nos encontramos el martes a las diez de la mañana.
Su casa es de un piso; tiene dos habitaciones pequeñas, una sala, también pequeña y con dos boquetes en el techo, un baño y una cocina con una nevera vieja, los estantes prácticamente vacíos. Está cocinando frijoles. Una libra, que les alcanzará para comer tres días si lo racionan bien.
Desde que arrancó la cuarentena, solo comen granos, harinas y huevos. Decidieron racionar las frutas y las verduras, y cancelaron la carne, que antes comían tres o cuatro veces por semana. Obviamente, ya no comen fuera de casa. Todos, incluso sus mascotas, han adelgazado considerablemente, dice Ana.
“Ahora nos toca dormir más para que no nos dé hambre”, dice. Ellos - su hijo y su pareja - se despiertan a la 1 o 2 de la tarde, desayunan y vuelven a comer en la noche, se acuestan como a las 2 de la mañana, distraídos con la televisión y el internet (que tendrán hasta esa semana, porque se lo van a cortar por no pago). “Yo a veces como sólo una vez en el día para hacer rendir la comida, y no duermo, no puedo dormir con tanta cosa pasando por mi cabeza”.
Su cotidianidad ha cambiado drásticamente desde que se ordenó la medida de aislamiento preventivo.
Hasta ese momento, Ana y Luis, su pareja, vivían del día a día, pero no vivían mal.
Trabajaban vendiendo comidas a domicilio; ella las preparaba, él las entregaba. En las noches, ella administraba un bar del centro de la ciudad, el mismo en el que los fines de semana Luis era contratado como bartender.
Ahora, con el bar sin funcionar, y sin clientes a quién venderles sus comidas porque temen contagiarse, sus ingresos se han reducido a prácticamente cero.
“Prefieren pedir en un lugar de comidas reconocido, que a un pequeño emprendedor”, me dice.
Ana ha querido reinventar su negocio, incluso empezó a confeccionar tapabocas, pero nadie le compra. Cree que tiene que ver con la predisposición y el miedo que la gente tiene con el virus.
Los días de pico y cédula, Luis se las ha arreglado para ofrecerse como mensajero a cualquier persona que necesite alguna diligencia. Steven, el hijo de Ana, que hasta antes de la cuarentena estaba cursando bachillerato acelerado, no ha podido continuar con sus estudios debido a que no tiene computador; tampoco un celular para acceder a la educación virtual que está dando su institución.
Su mayor preocupación es que no han podido abonar nada para sus deudas, que hoy ascienden a 3 millones.
De arriendo deben dos meses, pronto se les cumplirá el tercero; y la dueña de la casa insiste en que al menos le den un adelanto, pues ella vive de eso y también está empezando a pasar necesidades. Además, deben dinero de un crédito que pidieron y de otros dos préstamos de amigos. Ya están empezando a cobrar.
A pesar de sus deudas y de que los alimentos en su casa son muy escasos, Ana no ha querido poner un trapo rojo en su ventana, que se ha convertido en un símbolo para las personas que necesitan ayuda.
“No he puesto el trapo rojo porque no quiero quitarle la ayuda a alguien que pueda necesitarla más que yo. Al menos aquí estamos sobreviviendo con lo mínimo, pero hay gente que ni eso tiene”, dice Ana, mientras abre la puerta de la casa. Quiere que la acompañe a visitar a sus padres, de 82 y 70 años, que viven a muy pocas cuadras de su casa. Los visita día de por medio, para cuidar que estén bien.
Los trapos rojos y los sin techo
El barrio San Bosco está ubicado en el centro de Cali, entre las carreras 10 y 15 y las calles 5 y 13. Es un barrio comercial, con varios talleres de carros y sus proveedores. Viven unas 5 mil personas, de los cuales casi 900 son mayores de 60 años. Es estrato 3, pero según Ana, esa estratificación no da cuenta de las necesidades que hay allí.
En las cinco cuadras de camino que hay entre la casa de Ana y la de sus papás, hay más de 30 trapos rojos colgados de ventanas y puertas; en una cuadra, hay tres casas seguidas con trapo.
Afuera de ellas, dos mujeres, sentadas en sillas rimax, frente a su casa con la puerta abierta de par en par, me miran expectantes. Cuando les pido permiso para tomarles una foto me dicen que tienen hambre.
Ni ellas, ni los niños que juegan alrededor, usan tapabocas. Tampoco conservan el mínimo de distancia requerido para prevenir el contagio.
“Ese es el otro mal que nos está aquejando”, dice Ana. “La ignorancia. La gente insiste en salir, a pesar de que sabe el peligro que corre. Pero si a esa ignorancia, le sumas el hambre, no hay mucho que se pueda hacer para controlarlos”.
Más trapos rojos.
Cada cuadra suma 5 o 6 casas con este distintivo. En esas casas, dice Ana, viven unas cinco personas; en algunas, hasta diez.
Hasta el 28 de abril, la Alcaldía de Jorge Iván Ospina había entregado ayudas a casi 130 mil familias en Cali, entre mercados, bonos de plata y kits de bioseguridad. Planean seguir entregando estos alivios hasta el 11 de mayo, y superar la cifra de 200 mil hogares beneficiados. Sin embargo, muchas personas de este barrio dicen que todavía no les ha llegado nada.
Y es que no son sólo las familias más vulnerables las que pasan necesidades. En el barrio de Ana hay muchas personas que hasta antes de la cuarentena vivían bien, como su familia, gracias a emprendimientos, ventas ambulantes y negocios, que también se han vistos obligados a sacar un trapo rojo; en ese pedazo de tela guardan su esperanza.
Varios talleres de mecánica están abiertos, a la espera de clientes. Uno de los dueños, quien se expresa a la defensiva, como escapando de un cuestionamiento, me dice que de su taller dependen las familias de sus nueve empleados, la mayoría de ellos muy jóvenes. Viven de lo que ganan en el taller y con eso mantienen a sus familias.
Empezaron a trabajar desde el lunes. “El trabajo ha estado escaso, estamos esperando a ver si llega algo”, dice un trabajador del lugar.
Las medidas de bioseguridad que tienen son mínimas; algunos empleados cuentan con tapabocas. No tienen guantes, caretas y tampoco desinfectante.
Todos concuerdan en que prefieren correr este riesgo a que sus familias mueran de hambre, esperando una ayuda que quizá nunca llegue.
Ana dice que con la reapertura de estos talleres, varios vendedores ambulantes, que viven en el sector, han empezado a salir.
“Controlar el hambre es muy difícil, mucho más cuando la gente desconoce los alcances de una pandemia como ésta. ¿Pero qué se puede hacer?”, se pregunta. “O se mueren de hambre o intentan sobrevivir, de eso se trata todo”.
También regresaron los habitantes de calle. En ese trayecto hacia la casa de los papás de Ana, vimos más de 50, deambulaban por ahí. Uno que otro con tapabocas, la mayoría sin ninguna protección. Casi todos descalzos, rebuscando en las basuras sin ningún cuidado.
En una cuadra, se concentran la mayoría. Es un expendio de drogas. En poco más de 100 metros, hay otros cuatro expendios donde venden basuco, coca, marihuana y ‘pepas’.
En una de las esquinas, una habitante de calle, sentada en el andén, con 7 u 8 meses de embarazo, un oso de peluche sucio entre las piernas, intercambia objetos con otros cuatro indigentes, sentados a su lado. Ninguno tiene protección
Son indiferentes a lo que está sucediendo en esta ciudad, la segunda con más casos de contagio de coronavirus en el país: 696 casos confirmados hasta el martes, y 42 fallecidos.
Cuando intento tomar una foto, Ana me recomienda no hacerlo, y apretamos el paso.
Al otro lado de la acera, un indigente, acostado en el pavimento está sudando a borbotones; hace mucho calor, está deshidratado, y con dificultad, balbucea un par de palabras. Ana se acerca y le da dos naranjas, que se engulle. “Los habitantes de calle son un foco gravísimo de contagio”, dice Ana.
Según la Secretaría de Bienestar Social, la Alcaldía de Cali ha prestado una atención especial durante la pandemia a los habitantes de calle de las comunas 3, 18, 9, 6 y del Centro de la ciudad, sectores en los que hay mayor concentración de ellos.
Durante el fin de semana pasado, les tomaron la temperatura y chequearon si presentaban algún síntoma. Además, les explicaron cuáles son los puestos de atención donde podrán ir a recibir alimentos y participar en los programas diseñados por la Alcaldía. Como contamos en esta historia, cuatro fundaciones fueron contratadas para este fin, una de ellas, Samaritanos de la Calle, que también ofrece alojamiento para más de 200 personas de calle en San Bosco.
El padre José González, líder de esta fundación, dice que diariamente están dando comida a 1600 habitantes de calle. “Es muy difícil atenderlos a todos porque son demasiados, pero estamos garantizando su alimentación en este tiempo tan duro”, dice el padre.
El alojamiento sólo se está dando a las personas que quieran iniciar un proceso de resocialización. Según él, al barrio San Bosco migraron muchos habitantes de El Calvario y de San Judas, de donde fueron expulsados para construir un centro comercial, una terminal del MIO, una ciudadela de la justicia con un búnker de la Fiscalía y edificios. Es imposible saber cuántos son.
Finalmente llegamos al edificio de los papás de Ana. Viven en un tercer piso. La atienden por la ventana, para evitar cualquier tipo de contagio.
A ellos también les cambió la vida en este mes y medio.
Antes, su rutina empezaba a las cuatro de la mañana, hora en la que armaban los buñuelos, pandebonos y hojaldras que vendían en un puesto ambulante afuera de un supermercado, donde guardan la freidora, y otros enseres que utilizan para su trabajo .
Trabajaban hasta la 1 de la tarde, almorzaban en un restaurante y volvían a casa para descansar. Ahora están todo el día encerrados; comen gracias a las ayudas de la dueña del supermercado y al subsidio del Gobierno para los adultos mayores. Sin embargo, la comida es escasa.
A ellos dos les han ofrecido volver a trabajar, la dueña del supermercado les ha dicho que pueden atender desde adentro; y ellos, con el deseo de tener de nuevo ese ingreso, planean salir pronto. Ya lo habrían hecho si no es porque Ana se opone rotundamente, y esa es otra de las razones por las que tiene que ir a vigilarlos, para que estén en la casa.
Su madre, de 70 años, tiene problemas de presión y de corazón, por lo que un contagio sería peligroso. Su padre, de 82, “tiene la fuerza de un roble”, dice Ana, pero a esa edad la posibilidad de sobrevivir a un virus de estos es baja.
Hasta el momento, de los 269 fallecidos en el país, 196 han sido mayores de 60 años, tres de cada cuatro.
Ana no sabe qué hacer. El desespero se nota en su voz; no sólo le preocupa su situación y la de sus papás, también carga, voluntariamente, con el sufrimiento de todas esas personas de su barrio que no han recibido nada de nadie.
“Aunque nadie debería cargar con el sufrimiento de otros, yo sí creo que con esfuerzos colectivos, se pueden hacer grandes acciones, no sólo aquí en mi barrio, sino en tantos otros que están igual o incluso en peor condición. Sólo debemos empezar a pensar y a actuar más allá de nuestro individualismo”, concluye Ana.